500 AÑOS DE LA HABANA
Pasear con la bandera te puede llevar a un arresto en Cuba
Si antes el festejo ocupaba una buena parte del Malecón —desde La Piragua, en los bajos del Hotel Nacional, hasta La Punta—, hoy día se restringe a poco menos de un kilómetro —desde el Nacional hasta el Parque Maceo. De ahí que también se haya disuelto la tradición más nombrada por nuestros padres, quienes en su día "arrollaban" a lo largo del litoral, siguiendo el paso arrebatador de la conga predilecta.
Luis Manuel Otero Alcántara en los carnavales habaneros
La fiesta vigilada: el carnaval de La Habana
Son las once de la noche y la Rampa es un sitio parecido a un campo de concentración. Quizás suena exagerado pero es exactamente eso: un lugar donde se agitan y aglomeran como hormigas demasiadas personas, intentando pasar desapercibidas a la vigilancia. Hay carnaval, y este promete ser por todo lo alto. Aunque La Habana, pese a que cumple ya cinco siglos, lo celebra como puede, muy discretamente.
La gente de aquí desaprendió lo que esto implica, todo lo que arrastra consigo semejante celebración. Mi generación apenas se enteró.
Ya en 23 y Malecón el gentío crece, se hace más denso e insoportable. No es este un carnaval donde la gente se libera y desata todo lo que lleva reprimido. El carnaval habanero, paradójicamente, es otro motivo para el estrés, para que la gente saque los colmillos, las uñas y todo lo peor de nuestro repertorio social.
La cosa tiene ese aspecto alucinante.
Una fila de quioscos estatales con ofertas en serie. La música es una ráfaga interminable que ataca desde los propios quioscos y las bocinas portátiles. El mismo mal gusto uniformando la masa que, arropada con los trapos de contrabando que burlan la pesquisa aduanera, hace cola para consumir un pollo frito en una grasa turbia y espesa, un pan con un amasijo de grasa y pellejo (a esto le llamamos ahora lechón), unas mazorcas de maíz ungidas de mantequilla, la cerveza nacional disponible —que nunca es Cristal o Bucanero.
Entre esas interminables colas y la caminata buscando un sitio despejado donde anclar, la noche se escapa pronto.
No importan ya las carrozas, ni las bailarinas semidesnudas, mucho menos los viejos disfraces que reutilizan cada año las comparsas. Al cabo todo se trata de un paripé, de fingir que se mantienen intocables las tradiciones de cada conjunto. Pero, ¿a quién engañan? Los Guaracheros de Regla ya no son ni tan guaracheros ni tan reglanos; la comparsa de la FEU (Federación Estudiantil Universitaria), antiguamente conformada por estudiantes aficionados, hace años es un conjunto de entusiastas donde rara vez se encuentra a algún licenciado. Y solo hablo de las más emblemáticas.
Si antes el festejo ocupaba una buena parte del Malecón —desde La Piragua, en los bajos del Hotel Nacional, hasta La Punta—, hoy día se restringe a poco menos de un kilómetro —desde el Nacional hasta el Parque Maceo. De ahí que también se haya disuelto la tradición más nombrada por nuestros padres, quienes en su día "arrollaban" a lo largo del litoral, siguiendo el paso arrebatador de la conga predilecta.
Y me cuestiono (sabiendo de antemano la respuesta): Si apenas hay puntos de cerveza a granel, si los palcos son un privilegio que se otorga en empresas a obreros ejemplares, si las colas invaden cada sitio abierto, si, en definitiva, los carnavales no son un motivo para amanecer en la calle, ¿por qué seguir haciéndolos? ¿Qué sentido tiene producir un evento que tan solo origina basura, desorden social y violencia, en esta ciudad?
El rumor siempre eclipsa la realidad. Y La Habana es una ciudad hecha de rumores. Se dice que hoy tocará Havana D' Primera, aunque también he escuchado decir que será Yomil y El Dani. En estos casos, no presto atención a lo que se dice, aunque tampoco soy del todo indiferente. Un amigo muy sensato, sin que le pregunte, me dice: "No habrá concierto alguno. Ya verás".
De un momento a otro se hace una estampida. La gente corre en cualquier dirección, chocando entre sí. Me quedo quieto a mirar lo que sucede y diviso una bronca enorme. Hay niños, adolescentes y hasta mujeres en ese enjambre. Gritos y amenazas de un lado a otro. La policía repartiendo porrazos a diestra y siniestra.
Van sacando a empujones y patadas a las personas. Incontables rostros sangrando, varios cuerpos retorcidos de dolor sobre el pavimento. Un camión de policía al que lanzan hombres como si fueran sacos.
Un policía se acerca a un joven que hace fotos de la escena y lo amenaza con quitarle el teléfono. El chico tiene que borrar cada foto, la evidencia de lo que allí pasó. La noche, que no fue ni regular, termina así, con la falta de civilidad y el abuso de poder de los gendarmes.
Un carnaval vigilado y reprimido por ese cuerpo legal, no puede ser un carnaval feliz. Una ciudad cuya mayor diversión tiene lugar bajo estos matices, tampoco puede decirse feliz. Desde hace tiempo, La Habana descubre la felicidad como algo prohibido y exclusivo, siempre acechado por la vigilancia.
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