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De: CUBA ETERNA (Mensaje original) |
Enviado: 13/10/2019 14:17 |
SARITA MONTIEL
Una vida tumultuosa plagada de historias de amor terminó para Sara Montiel junto a un precoz admirador cubano. “La vida es a veces más increíble que muchas películas”, dijo ella. Y tenía razón.
LA BODA DE SARA MONTIEL Y TONI HERNÁNDEZ:
EL DÍA QUE SE ACUÑÓ EL "¿PERO QUÉ PASA? ¿PERO QUÉ INVENTO ES ESTO?"
Era una boda celebrada en secreto para salvaguardar la exclusiva, pero no lograron engañar a nadie. Sara Montiel y Toni Hernández se casaban el 17 de octubre de 2002 en el ayuntamiento de Majadahonda. A la salida del edificio les esperaba una multitud de prensa y curiosos. La novia de incógnito, icónica siempre, reaccionaba con un “¿Pero qué pasaaa? ¿Pero qué invento es esto?”. Cuando la multitud y los periodistas les gritaban ¡Vivan los novios!, ella ponía cara de estupefacción: “¡Si no nos hemos casado!”. Y una señora afirmaba apuntando con el dedo desde el otro lado de la ventanilla del coche: “¡Que sí que te has casado! ¡Que sí, que lo ha dicho la tele!”.
Parte de la prensa se refirió al episodio como bochornoso, un circo, y la llamaron “payasa”. Se diría que Sara Montiel rebajaba con un matrimonio sospechoso con un marido varias décadas menor –ella tenía 74 años y él 36– el peso de su propio mito. No se entendía que una mujer de su edad se casase –por la venta del reportaje al ¡Hola!, porque nadie creía que allí hubiese amor de verdad– y con ello se pusiese en ridículo. En realidad, aquella boda y aquella histórica portada de ¡Hola!, con ella luciendo un tocado de flores y un maquillaje agresivo, forman parte de la leyenda de Sara Montiel tanto como su imagen sobre el escenario cantando La violetera. Las parejas y maridos de Sara siempre se habían ajustado como un guante al momento y circunstancias de la estrella. Su matrimonio con Toni era solo una encarnación más, por insólita que pareciera, de esta realidad.
Un término suele repetirse cuando se habla de la construcción de la carrera de Sara Montiel: la figura del Pigmalión, el hombre mayor que la define y crea. Es fácil señalar al primero que ejerció ese papel con ella. Fue Miguel Mihura, el genial dramaturgo y humorista. En sus trepidantes memorias Vivir es un placer, Sara lo presenta con un “Cuando conocí a Miguel, yo tenía 17 años y él 40. Y me enamoré de él”. A mediados de los años 40 María Antonia Abad no era más que una de tantas jovencitas que llegaban a Madrid con la sempiterna maleta de sueños por cumplir, en su caso, ser actriz de cine como su admirada Ingrid Bergman. La suya era una historia como la de tantos españoles del momento: hija de una humilde familia manchega, tras nacer en Campo de Criptana, había pasado su infancia en Orihuela, a donde se habían trasladado para que mejorase el asma de su padre. Su descubrimiento también había sido cien por cien español. Durante la Semana Santa de 1941, la Antonia casi niña había cantado una saeta desde un balcón al paso de Jesús Nazareno, canto que conmovió a los Ezcurra, empresarios de la radio y la prensa, que la llevaron a vivir a Valencia en calidad de protegida y de inversión. Pronto la presentaron a un concurso de talentos en Madrid organizado por la productora Cifesa, concurso que la dicharachera joven ganó pese a caerse nada más salir al escenario. Así empezó su todavía no meteórica carrera.
La adolescente se trasladó a vivir a Madrid con su madre y comenzó a relacionarse con los nombres del star system español del momento, Alfredo Mayo, Amparo Rivelles, Fernando Fernán Gómez, María Dolores Pradera, que se convirtió en una buena amiga… y empezó a figurar con papelitos en películas, siempre de secundaria. En 1945, cuando conoció a Miguel Mihura, Antonia era todavía analfabeta. Las monjas a las que adoraba le habían enseñado a coser y cantar, pero no a leer ni escribir, y se aprendía los papeles de oído, alguien tenía que leérselos. La diferencia de edad, de trayectoria y de circunstancias no fue un óbice para que iniciaran un romance que duró cuatro años, y del que ella no tiene más que buenas palabras. “Miguel flipó por mí y yo por él, pero él lo hizo de una manera más responsable, más cariñosa y dulce que yo. Yo no era tan dulce como aparentaba”, cuenta ella en sus memorias. “Yo fui la que le metió caña y la que quiso casarse. Él no, porque en ese sentido me respetaba muchísimo, pero yo quería estar con él. Y estuve: fue el primer hombre que tuve en mi vida, el que me hizo mujer. Pero yo quería más”. Explica ella que estuvieron un año saliendo juntos antes de empezar a tener relaciones sexuales, y que cuando por fin lo hicieron, se convirtió “en una leona en la cama. Según los hombres que he tenido, he sido bastante buena en la cama, pero con Miguel fui supermaestra. Cuando estaba con él en la cama lo volvía loco y lo dejaba como un trapo”. A Antonia, de una belleza pasmosa, no le faltaban pretendientes (incluso se acostumbró a llevar alfileres cuando subía a un tranvía para que no le metiesen mano los moscones) –algunos como el poderoso productor Cesáreo González, que la había acosado y hecho proposiciones que hoy serían denunciables y un gran ejemplo del Me too, otros más humildes como el portero de su edificio– pero ella tenía solo ojos para Miguel, sin importarle que fuera mayor, cojo y un soltero impenitente. “Era un cachondo mental increíble, y tenía una inteligencia sobrenatural. Era maravilloso como persona, lleno de humor y de cerebro, puro talento. Y, lo que son las cosas, cuando volví de América me dijo: ¿Y por qué no te enseñaría a leer y a escribir? ¿Seríamos idiotas?”. Pese a no alfabetizar a su joven novia, Mihura sí la llevó a tertulias de café y espectáculos teatrales, le presentó gente y la colocó en algunos de los guiones de cine que escribía él o dirigía su hermano, donde ella “tenía una belleza que me salía de la pantalla”. Pero la carrera de la ya bautizada como Sara Montiel no lograba progresar. Después de varios años haciendo cine, no conseguía un papel protagonista, pese a notables apariciones como la de la rival de Juana la Loca en Locura de amor –“la mala es la que está buena” decía el público–, papel para el que Miguel le hacía andar con libros en la cabeza para adquirir un porte regio. Al final, tanto ella como Mihura estaban frustrados por lo poco que progresaba su vida profesional, y él, según ella pensando en su juventud y su bien, puede que también buscando huir de una situación que le abocaba al matrimonio o a un compromiso más serio, le consiguió trabajo en México. En abril de 1950 Sara se embarcó para América con su madre. Al aeropuerto acudieron a despedirlas María Dolores Pradera y Miguel Mihura. A la joven se le hincharon los ojos de tanto llorar.
La vibrante México de los 50 era entonces el epicentro de la cinematografía latinoamericana, con una profunda relación con Hollywood, y también el punto neurálgico de otro mundo bien distinto, el de los exiliados del franquismo. Allí apareció el segundo Pigmalión en la vida de Sara, el poeta León Felipe. Se repetía el patrón de Mihura, un hombre mucho mayor (64 años) e intelectual que se enamora de Sara y le ayuda a abrirse al mundo y ampliar horizontes. En esta ocasión ella no se enamoró de León Felipe más que platónicamente, pero al menos, él sí la enseñó a leer y escribir, la animó a estudiar teatro y le compuso versos como “En tus bellos pardos ojos/el sol de la Mancha ríe/en tu boca dos claveles/de tus labios hacen nido”. Nunca llegaron a acostarse, para desgracia de él, algo de lo que Sara se arrepiente en sus memorias, en las que cuenta que sí se acostó con Juan Plaza, líder comunista exiliado, a quién no amaba pero sí deseaba en lo físico, y que dio pie a esta escena que hoy vemos desde otra perspectiva: “Fue León el que me presentó en el Café de París a Juan Plaza, de quien era muy amigo. Luego, cuando se enteró de lo que surgió entre nosotros, tuvo un arranque de celos que casi me mata. León Felipe me pegó, por eso sé que yo lo herí. Ha sido el único hombre que me ha pegado: me zarandeó, se le fue la mano y… Yo me sentí como si le hubiera traicionado, pese a que, en rigor, no lo había hecho”.
La historia de Juan Plaza podría tener más chicha todavía, porque aunque según ella, su relación no tuvo mayor importancia, recientemente se ha publicado que su convivencia se alargó durante 4 años, que llegaron a tener una hija secreta que podría estar viva o estar muerta y que él, después de que ella le abandonase, le envió un paquete con una tarta y una nota que ponía “Vengo a matarte por puta. Juan”. Cuando horas después se presentó ante ella con una pistola, el productor Enrique Herreros le calmó con un filosófico y cruel “Hágame caso y no la mate. Mejor, déjela envejecer…”. En la vida de Sara, realidad y ficción se funden y uno no sabría decir cuál de las dos es más asombrosa.
La etapa mexicana de la Montiel fue próspera para su carrera. Su primera película, Furia Roja, era una producción doble de la que se rodaban a la vez una versión en inglés (Stronghold) y otra en castellano, en la que ella y Veronica Lake interpretaban el mismo papel. Pronto se hizo popular como partenaire del archifamoso Pedro Infante, y se relacionó con las rutilantes estrellas del momento. Cuenta Sara: “Funcionaba muy bien el cine mejicano, menos el que hacía Luis Buñuel, que era horroroso. Parece que eres una ignorante o poco menos que una retrasada mental si dices que no te gusta Buñuel como director, pero tiene algunas películas muy malas”. También estos años marcaron una huella indeleble en lo sentimental, porque durante una minigira de actuaciones musicales en Nueva York en el 51, conoció a Severo Ochoa, que se convirtió en el amor de su vida. Esto siempre según Vivir es un placer, donde los capítulos dedicados a desvelar la relación con Severo eran la gran sorpresa del libro, algo que fue recibido con estupefacción por la familia del Nobel, ya fallecido, y desmentido categóricamente por su biógrafo, que tildó la historia de “delirio patético de anciana que se sirvió de él para promocionar un libelo infame”. En cualquier caso, inventado o recordado, Sara cuenta que tuvieron cuatro años de relación en secreto, porque él estaba casado y nunca le había sido infiel a su esposa. Pero estaba claro que no tenían futuro como pareja oficial: “¿Qué iba a ser mi vida con él? ¿Él en su laboratorio y yo tomando el té con las esposas de otros científicos? No lo podía ni imaginar, pero aún podía ser peor; podía ser yo viviendo en Nueva York con él y diciéndole: Me marcho a Hollywood que tengo que hacer de Gilda”. Y entonces la señora del científico importante era una mujer que enseña las piernas y hace el amor en las películas”.
Nadie se ha preocupado de desmentir o confirmar otros encuentros que narra Sara en su biografía, como el que tuvo con Ernest Hemingway, con el que solo se acostó una vez pero, siempre según ella, le enseñó a liar puros. Las memorias de Sara Montiel no son tan profusas en contar aventuras amorosas –que las hay– como en narrar deliciosos encuentros con estrellas de la época, desde Marlene Dietrich, que le dijo que era guapísima y vistiese siempre de rojo, blanco y negro, hasta Joan Fontaine, que era muy antipática y a la que tuvo que ganarse haciéndole la pelota. El caso es que todo eso ocurrió de verdad, porque Sara se convirtió en una estrella de Hollywood. O al menos, una actriz de Hollywood, que ya es bastante.
El giro se debió a un golpe de suerte. En 1954 María, la hija de Gary Cooper, vio una foto de Sara Montiel vestida de mexicana, con el pelo trenzado y su clásica mirada desafiante a cámara, y se la recomendó a su padre, que estaba a punto de empezar a rodar Veracruz, un western junto a Burt Lancaster, que también era coproductor. Sara no hablaba ni papa de inglés, pero le transcribieron los diálogos fonéticamente y así se aprendió el papel. Tuvo su oportunidad y la aprovechó bien. Aprendió todo lo que pudo de montaje, fotografía y trucos para la cámara, temas que le interesaban mucho, de la superdesarrollada industria de Hollywood, además de compartir los suyos con Gary Cooper, como echarse unas gotas de anestesia en los ojos para poder mantenerlos abiertos a plena luz del sol. Burt Lancaster, por su parte, fue el que la bautizó como Sarita Montiel, cuando le explicó: “Nos vendría mejor poner en los créditos Sarita Montiel. Para ti no cambia, pero para nosotros sí. Sara no es bueno. Con hache, Sarah, es judío. Sin hache, Sara, es nombre de esclava negra”. Sara habla maravillas del director Robert Aldrich (“aunque en sus películas haya mucha violencia, él era muy delicado, muy culto”) y Burt Lancaster, pese a que se dijo que se habían llevado mal, y de Gary Cooper, con el que desmiente haberse acostado, aunque reconoce que durante una noche de fiesta, se besaron. “Gracias a mi relación con los comunistas, me enteré de que había participado en el Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy, y eso no me gustó. Por eso ya renuncié totalmente a tener relaciones sexuales con él”.
La siguiente película en Hollywood de Sarita Montiel le trajo al siguiente hombre importante de su vida, Anthony Mann, director de la película y pronto, su primer marido. En Serenade, Dos pasiones un amor, Sarita hacía de nuevo de mexicana junto a Joan Fontaine, Mario Lanza y Vincent Price. Durante el rodaje, Sara habla de su relación con Tony con tanto cariño en lo personal como decepción en lo profesional. Bregado en películas “masculinas”, ella reconoce que Mann no sabía tratar ni daba importancia al trabajo de las mujeres en pantalla: “No me dirigía mal, pero lo hacía con rigidez, tratándome como a una más. No me protegió, no me arropó. No lo entiendo, porque él tenía que verme en las proyecciones de después de trabajar, él debía notar que yo era una señora que se salía de la pantalla, aunque no fuera la protagonista. Si hubiera querido, podría haberme hecho algunos planos cortos para destacar mi rostro, en vez de plano general, pero no lo hizo. Eso sólo lo hacía con Jimmy Stewart”. Aún así, la relación entre ambos se afianzó, incluso con el consentimiento de los hijos de Mann, aunque quién sabe qué habría pasado si a Tony no le hubiera dado un ataque al corazón paseando por la quinta avenida de Nueva York. Convencida por su hijo, Sara y Tony se casan el 30 de mayo del 56 in articulo mortis, en el mismo hospital en el que él se pasó tres meses hospitalizado. |
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Resultó que Anthony Mann no murió, sino que se recuperó con excelente salud. El matrimonio se estableció en el 2016 de Cold Water Canyon, donde tenían como vecinos a Dorothy Lamour, Joan Collins, Claudette Colbert, Maureen O’Hara, Mel Ferrer y Audrey Hepburn. Era el Hollywood con el que la niña Antonia soñaba en su cine de Orihuela hecho realidad, y ahí se codeó con James Dean poco antes de morir (alguna vez contó que él se había enamorado de ella, lo que parece poco probable, siendo justos), Alfred Hitchcock, Marlon Brando (con el que compartió unos huevos fritos), Greta Garbo (con la que jugó al tenis), Natalie Wood, Arthur Miller (que le cayó fatal) y Marilyn Monroe, Billie Holiday… pero ningún sueño se cumple del todo sin su parte de decepción, y así, Sarita comenzaba a estar frustrada por su carrera en Hollywood. Su siguiente papel fue el de la india Mocasín amarillo en Yuma, de Sam Fuller. La ya no tan joven actriz empezaba a resignarse a que allí, pese a haber aprendido inglés, solo podría hacer de india o de mexicana: “No podías salir de ahí. Los productores te encasillaban en ese tipo de papeles. Son muy contados los casos de gente como Max Arnow o William Wyler, cuyo nivel cultural les permitía estar por encima de estas cosas. Los demás son muy brutos y tendían a fichar a las personas. Tony no entendía mi problema. Para él lo único importante era que Sam Fuller había demostrado ser un director estupendo, lo cual era totalmente cierto. Tony no se daba cuenta, aunque era algo que como profesional tenía que haber sabido. Aunque era maravilloso en muchos aspectos, Tony, por desgracia, no era brillante”.
Si se ha dicho que en la construcción de Sara Montiel influyeron mucho los distintos hombres maduros que ejercieron de pigmaliones con ella; lo cierto es que el triunfo, el auténtico triunfo, solo le llegó por sí misma. Durante una visita a España después de cinco años en México y Estados Unidos, el director Juan de Orduña, con el que había trabajado en Locura de amor, le dio a leer el guion de una película en la que estaba trabajando. No había apenas presupuesto, el mismo Anthony Mann se negó a poner algo de dinero para que la película saliese adelante, no sabía cuándo llegaría a cobrar por ella, pero el papel le encantó. Era del todo distinto del encasillamiento en el que estaba viéndose sumida en Hollywood, así que aceptó. En noviembre del 56 Sara volvió a España para rodar El último cuplé.
Nadie creía en la película entre otras cosas porque ya nadie recordaba aquel género musical de finales del XIX y principios del XX. Nombres como Raquel Meller, la Fornarina o la Bella Charito estaban en el olvido, y sus canciones pertenecían a un pasado que nadie parecía recordar. La película demostró que se podía dictar incluso de qué tener nostalgia, y por supuesto hacer que esta resultase muy rentable. El último cuplé fue rodada con tan poco presupuesto y tanta precariedad que tenían que grabar las escenas en una sola toma porque no podían gastar más que la película imprescindible. Algunos trajes estaban hechos de papel, confeccionados por un bailarín del Molino de Barcelona con lentejuelas pegadas y adornos del envoltorio dorado de los caramelos. Debido a esa escasez de medios se produjo una carambola que marcaría el éxito de la película y de la carrera de Sara: cuando la cantante encargada de doblar las canciones que cantaba Sara en la película llegó a Barcelona y vio la pobreza que envolvía la producción, exigió cobrar por adelantado. Como Juan de Orduña no podía pagarle en ese momento, la mujer se largó y hubo que recurrir a Sara para que grabase por sorpresa en una mañana todas las canciones con su propia voz, algo que realizó llena de ilusión porque poder cantar en una película musical siempre había sido su sueño, aunque estaba agotada por haber salido de juerga con Lola Flores la noche antes. Su voz era tan diferente de la forma habitual de cantar entonces, muy aguda y con gorgoritos, que ella misma tuvo que hacer los arreglos durante la grabación. El maestro le decía “Sara, si seguimos bajando el tono acabamos debajo del piano”.
Anthony Mann estuvo presente en los últimos días de grabación, y cuenta ella que “con toda la experiencia de estudio que tenía, se le caía el alma a los pies: “Antonia, no te preocupes. Has hecho esta película, has cantado, que era tu ilusión; ahora, olvídala”. La actriz volvió a Estados Unidos muy deprimida: “Nunca había trabajado en condiciones tan malas. Después de trabajar en Estados Unidos y Méjico, donde se hacían las películas maravillosamente bien, parecía que mi sueño se iba a convertir en un fracaso”. Entonces ocurrió el milagro. En mayo del 57 se estrenó El último cuplé y fue un éxito sin precedentes. La gente hacía cola en el cine Rialto de Madrid para verla una y otra vez, estallaba en lágrimas, aplaudía con fervor cuando el personaje de María Luján se reclinaba en la chaise longue cantando Fumando espero o vibraba de emoción con Nena. La película Fantasía de Disney, que tenía que proyectarse a continuación de lo que se consideraba una película de cuota de cine español, veía postergado su estreno semana tras semana. La crítica la masacró, pero al público, como siempre, le dio igual. La película logró poner de moda de nuevo el cuplé, en la voz insólita de la Montiel. Raquel Meller, cáustica, la definiría con un “tiene voz de sereno”, pero el disco con las canciones de la película se convirtió en un éxito de ventas, proporcionándole a Sara más dinero del que había ganado hasta entonces. Tras tantos años de trabajo, por fin Sara se había convertido en una estrella.
Estrella no solo a nivel patrio, sino también internacional. El último cuplé, nostágica, cursi, un poco kitsch, fue un éxito en todos los países en los que se estrenó, opacando a películas de producción propia en países tan insólitos como Francia, la India, Turquía, Egipto, por supuesto toda Latinoamérica e incluso al otro lado del inaccesible telón de acero. “Así desapareció mi carrera en el cine norteamericano, algo que tenía muy claro mientras hacía Yuma, y desde que Burt Lancaster me cambió el nombre de Sara a Sarita para que no les pareciese negra a todos esos estadounidenses que eran más analfabetos que el demonio. En todas partes cayó El último cuplé como una avalancha, y en todas partes triunfó. ¿Quién, en un caso así, querría volver a hacer de india”?.
Anthony Mann y Sara seguían siendo pareja, una atípica, desde luego. Para celebrar una boda en condiciones más agradables que en la cama de un hospital, volvieron a casarse el 28 de agosto del 57. Él, que consideraba España “un camino de cabras”, no se tomaba muy en serio la carrera de su mujer, pero le pareció fantástico que le ofreciesen películas, discos y contratos millonarios. Ella volvía a España y él se centraba en otras películas en Estados Unidos. Pero no le faltaba algo de razón a Mann sobre la España a la que regresó su esposa. Cuenta ella en sus memorias: “Llevaba varios años viviendo en dos países del siglo XX, y regresaba a otro que parecía anclado todavía en el XIX. Me llegaron a tirar piedras por llevar pantalones. Eso no solo me ocurrió en mi pueblo, sino también en Madrid. Hablaba con un abogado y me decía a mí misma, ¿y este tiene la graduación y un bufete? ¡Si parece un retrasado mental!”. Pero es que todos eran así, atrasados, con la mente cerrada, sin saber quién era García Lorca ni Miguel Hernández ni Antonio Machado. Gentes que no sabían nada de pintura ni habían acudido jamás a un concierto ni visto un ballet clásico. El tablao flamenco con dos bailaroras, eso sí, y lo demás era cabaret cerrado con putas. ¡Si diese nombres!”.
Por supuesto, el estar casada por lo civil no hacía sino avivar más el escándalo: “Como en Estados unidos me casé por lo civil, aquí me excomulgaron. Me llamaban 'la amante del americano'. Para joderse, no hay otra palabra: 'la amante del americano'. ¡Yo con veintinueve años y mi marido con cincuenta y dos! ¡La amante del americano!”. “No es ya que me considerasen una mujer soltera, es que me consideraban una mujer mala, como se decía entonces, una pecadora. Y además, como me hice tan famosa y popular, Franco no quiso que se diese ese ejemplo de libertad a la gente. Aquel era un mundo totalmente horrible, y no hace falta que sea yo quien lo diga. Lo dice la Historia, y la Historia no la he escrito yo, pero sí la he vivido. En aquel mundo labré mi carrera, y aquel mundo quiso aprovecharse de mí. Franco me utilizó: a través de Cesáreo González, me utilizó. Cuando mis películas se convirtieron en auténticos bombazos en la Unión Soviética y sus países satélites, me mandaron a Rusia y a Rumanía; a Rusia fue a cambio de petróleo, y a Rumanía a cambio de madera”.
El último cuplé, La violetera y las siguientes marcaron y establecieron el mito de Sara Montiel, y para ello no contó con asesores, ideólogos ni managers. Ella misma lo dice en sus memorias, “a mí no me hizo nadie, me hice yo misma”. Las películas tenían el atractivo de la nostalgia por un pasado reciente visto con ojos dorados, con esos elementos pastelosos a lo Sisí emperatriz (incluso en Mi último tango naufragaba en el Titanic), los decorados y colores kistch y camp, recuperaban el cuplé y buenas canciones ya olvidadas, pero eran sobre todo ella, Sara. La belleza que se salía de la pantalla, su llamativa voz grave que volvía sexy hasta el “arsa parriba polichinela”. En una época de represión en la que se negaba toda libertad, ella era excesiva, lujosa y evocaba en cada mirada el sexo y los placeres carnales, toda pómulos, escote, con su susurrado y boca de piñón. Decía Terenci Moix: “Sara Montiel es nuestra Mae West en un sentido amplio de la palabra. Representa la inspiración máxima de un erotismo tranquilizador, donde lo agresivo de la súper hembra viene suavizado tanto por sus extravagancias externas –vestuario, fraseología, simpatía, canciones– como por lo absolutamente increíble de los temas en que reina”. Una mujer que podría ser amenazante por lo sexual pero que resulta en realidad una aliada, eso es lo que supuso Sara Montiel en la España de los 50 y 60.
Estaba claro que con trayectorias tan distintas (por mucho que Tony rodase El Cid en España), Mann y Montiel no tenían futuro como matrimonio. No ayudó que Sara se cayese por las escaleras estando embarazada de ocho meses y perdiese al hijo que esperaba en el 58. Fue el primero de sus abortos. Al final, “nos divorciamos muy bien porque nos queríamos. Si no, el divorcio hubiera sido una catástrofe”, cuenta ella. “Él se enamoró de Antonia y yo le quise como a un padre. No le pedí nada, ni me llevé dinero de él ni le impuse ninguna condición, ninguna cláusula. Al contrario, para casarse por tercera vez, porque Anna se había quedado embarazada, me mandó un telegrama diciéndome que quería verme. Cogí el avión para ir a su lado, porque era mi amigo y me necesitaba”. Aún después de divorciados, Sara y Tony siguieron manteniendo una relación cordial e incluso convivían juntos cuando él iba a Madrid. Todo un caso de pareja insólita bien avenida.
No ocurrió así con su siguiente marido, el empresario de la Seat José Vicente Ramírez Olalla, “Chente”. La propia Sara no se explica por qué se casó con él, porque era un hombre de edad parecida a la suya, empresario, muy español, muy “normal” y con el que no tuvo relaciones sexuales antes de casarse. Puede que en esa decisión influyese que para Sara, por muy mujer echada para adelante que fuese, vivir como “mujer perdida” en la España el franquismo fuese realmente muy duro. Estar sola, después del divorcio de Anthony Mann, llevar una carrera, todo a la vez, era complicado, y cedió. “Tenemos que casarnos, porque tú estás muy sola y no te conviene”, le aseguró él. “Una vez casados, tú sigues siendo Sara Montiel y yo te protejo. Fui tonta, me vi enredada no sé cómo, y acepté”. La propia madre de Sara la advirtió de que Chente no la conocía ni pertenecía a su mundo. La boda se celebró en la iglesia de Montserrat de Roma el 2 de mayo del 64, con solo doce invitados. Entonces relata la novia: “En el mismo momento de salir de la iglesia tras la boda, después de dejar mi ramo en la tumba de Alfonso XIII, descubrí el error que había cometido: Bueno, Antonia, me dijo. Vete olvidando de ser Sara Montiel. Nosotros vamos a formar una familia, yo trabajaré con más ahínco, pero no quiero que mi mujer sea Sara Montiel. Se ha terminado lo de dar autógrafos a nadie, porque Sara Montiel ya no existe. Ahora eres la señora de Ramírez Olalla: Antonia Abad Ramírez Olalla”. Ni la novia ni el mundo estaban dispuestos a que ocurriese algo así, ejemplo de ello fue que nada más ir a ver al Papa VI, este la recibió con un “Esta picola ragazza de las violetas. Sara, qué dulzura tiene usted, qué maravilla, Sara, me tiene usted que hacer la vida de Eva Lavalier”, y sacó una sinopsis para un guion sobre una vida de una cupletista francesa que se redimió ayudando a los pobres y enfermos. Hasta el mismo Papa quería a la Sara artista interpretando el papel de una mujer mala que resulta ser buena. La relación fue un fracaso desde el primer día, y aunque vivieron separados muy pronto, Chente, según Sara, se hizo con parte de las ganancias de su esposa poniendo a su nombre varias propiedades. Hasta el 78 no consiguieron la anulación matrimonial. “Chente la quiso para casarse con la mujer que fuese”, describe ella cáustica. “No sé con quién, aunque a él siempre le han gustado las putas”. Tras la separación, Chente pasó muchos años como pareja de Isabel Luque.
Si Anthony Mann había representado Hollywood y Chente la parte más gris de la España del momento, el siguiente marido de Sara coincidió con su declive en el cine para centrarse en los escenarios. También fue, Severo Ochoa mediante, el amor de su vida. Cuando se conocieron, en el 69, él estaba prometido ya para casarse, y ella mantenía una relación seria de siete años con el actor italiano Giancarlo Viola. Lo de Pepe y Sara fue un flechazo, y cuando ella le anunció a Giancarlo que le dejaba por el empresario dueño de un teatro en Palma de Mallorca, él reaccionó con un “Pepe, Pepín, eres un hombre afortunado, muy afortunado”. Con Pepe, la Sara madura se convirtió en madre por fin, cuando consiguieron adoptar primero a Thais y luego a Zeus, no sin drama al relacionárseles con una red de tráfico de niños, por la que tuvieron que comparecer como testigos en un juicio.
Pepe y Sara, ya casados, eran una presencia habitual en prensa y televisión en la época, justo cuando ella dejó de hacer películas, en los 70 “porque eran horribles”. Si las películas que la hicieron famosa eran lacrimógenas y puede que involuntariamente cómicas en su dramatismo, los shows de Sara iban siempre por la línea de lo picante, centrados en su faceta más de cupletista o cabaretera, con las habituales bajadas del escenario para centrarse en las rodillas de un espectador entre la sonrisa cómplice del público. Era de nuevo el juego con esa sexualidad amable que la gente recogía con buen humor. Centrada en sus discos y espectáculos teatrales, la estrella era cuidada y mimada por su marido, que la ayudaba con el vestuario, la música, la publicidad… era empresario y pareja. Hasta que murió de un cáncer el 25 de agosto del 92. “Lo fuimos todo: enamorados, amantes, amigos… Discutíamos porque todo lo hablábamos, porque nos queríamos, porque todo lo compartíamos”, cuenta ella en sus memorias. Para recuperarse, se centró en el trabajo, sus hijos y en su amistad con Vicente Parra, en cuya casa vivió cuando regresó a Madrid en el 94.
Y por fin, cuando parecía que Sara se había quedado en esa señora entrañable que aparecía de vez en cuando junto al sempiterno Giancarlo Viola, imitada por travestis y humoristas, desempolvada del cajón para hacer las promociones de la MTV, apareció Toni Hernández en el horizonte. La prensa rosa del recién llegado siglo XXI enloqueció. Después de que Marujita Díaz trajese a Dinio como novio joven de Cuba, Sara hacía lo propio con un joven que se declaraba su fan desde los 5 años con el que llevaba tiempo carteándose. Los motivos de este matrimonio puede explicarlos Manuel Zamorano, peluquero y amigo íntimo de Sara, que llegó en el coche de un maletero a la boda para peinar a la que él consideraba “mi madre de Madrid”. “Ella estaba muy sola”, declaró en el programa Huellas de elefante: “Creo que lo hace porque se siente sola. Toni la lleva de viaje a Cuba, a Miami, a México, viaja… Y aparte tenía muchas propiedades, sus cosas, sus joyas, pero necesitaba cash”. El doble motivo pecuniario y también de entretenerla y pasearla parecía más que suficiente para tirar adelante con una boda. La portada, el “pero qué pasa pero qué invento es esto” en realidad no mermaban ni ridiculizaban a Sara Montiel, se adaptaban a la perfección a su leyenda, que siempre había sido excesiva, kitsch, libérrima y sobre todo divertida. Lo mismo ocurría cuando, por la misma época, Marujita Díaz y ella representaban en televisión enfrentamientos fingidos por motivos peregrinos. Lo que se llevaba a cabo era un espectáculo entre dos profesionales que no consistía en insultarse y dejar mal cuerpo al espectador, sino más bien en divertir a todo el que lo presenciaba. En la vida fuera de la pantalla, Marujita Díaz era una fiel amiga que había acogido a Sara en su casa cuando se quedó trastornda por la muerte de su madre y se iba a dormir al cementerio encima de la lápida. “Lo de loca no lo digo por decir: había enloquecido verdaderamente”, contaba ella. Así, de ser casi hermanas, aparecían ahora como enemigas en los platós. ¿Qué era mentira? ¿Qué importaba eso? Lo que quedaba era cómo se imitaban, se lanzaban pullas, se acusaban de copiarse las joyas y la moda de echarse un novio cubano joven. El público en directo y en su casa se partía de risa, y ellas también. En una época en la que la prensa del corazón se llenó montajes, inventos y falsas relaciones y peleas, pocos nos han dejado momentos tan entrañables.
Pero una cosa es que el matrimonio con Toni, mitad falso mitad verdadero, encajase con Sara Montiel y otra que lo hiciese con Antonia Abad. Sus hijos, preocupados por la presencia de un desconocido con aviesas intenciones, le dieron un ultimátum a su madre, que acabó por romper su cuarto matrimonio menos de un año después de que se celebrase. Después llegaron las peleas, el echarse en cara cosas en platós y el regreso de Toni a Cuba pues, al contrario que Dinio, no se quedó en España.
Cuando Sara Montiel falleció en su casa del barrio de Salamanca el 8 de abril de 2013, nada de eso importaba ya. Quedaba la actriz, el sex symbol, Sarita, Saritísima, Antonia, 85 años vividos muy intensamente. Ya en sus años finales de vida, ella resumía: “El amor de mi vida era el cine, primero el cine, luego los maridos, los amantes o los hombres a los que he querido, eso aparte. Es la emoción del público lo que yo quise conseguir, como lo conseguía Ingrid Bergman y todas estas actrices a las que admiraba. Y me voy a morir habiéndolo realizado. Porque se me realizó”. En sus memorias, Sara Montiel daba con una frase inapelable: “La vida es a veces más increíble que muchas películas”.
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