En 1979, olvidados de la represión contra los religiosos, nueve intelectuales católicos empezaron a hablar con la retórica de Fidel Castro. A la Isla le habían secuestrado las Navidades a título del Estado totalitario, sustituyendo al nacimiento del niño dios por trabajo forzado en conmemoración del acto terrorista del cuartel Moncada.
De izq. a der: Cintio Vitier, Fina García, Ángel Gaztelu, Lezama Lima, Tangui y Julián Orbón, Bella García y Eliseo Diego
El antimperialismo de origen de los intelectuales católicos cubanos
Todavía reverberaban en el aire los gritos de "Viva Cristo Rey", alaridos ahogados por la pólvora de los fusilamientos revolucionarios y el olor a sangre fresca sobre los fosos de La Cabaña. Todavía se contaban por miles los católicos presos y discriminados en Cuba por motivos políticos y de fe. Los religiosos cubanos no cesaban de exiliarse de por vida a como diera lugar, dejando atrás hasta la última de sus propiedades y, en ocasiones, a familiares vivos o enterrados por igual.
A la Isla le habían secuestrado las Navidades a título del Estado totalitario, sustituyendo al nacimiento del niño dios por trabajo forzado en conmemoración del acto terrorista del cuartel Moncada. Se había prohibido, a punta de metralleta rusa, toda traza de educación y de hecho toda presencia clerical en la esfera pública del país, por lo que los hombres se despojaban de sus crucifijos para poder conseguir un trabajo y las amas de casa quitaban de la sala al Sagrado Corazón de Jesús.
La Constitución del país recién había impuesto un ateísmo de estilo soviético, por encima de cualquier simulacro de unanimidad electoral. Era, en resumen, el año 1979 y, más allá de estas estadísticas medio apocalípticas, se iniciaba el "Año XX de la Victoria" y una novena de intelectuales católicos cubanos acaso aspiraba a viajar al extranjero con un flamante pasaporte oficial, en peregrinaje de fieles, bajo el ojo milagroso del Ministerio del Interior, para manifestarse al respecto de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (CELAM), en Puebla de los Ángeles, México.
Siendo intelectuales, la misión que les confió la Plaza de la Revolución no fue la de fundar una guerrilla física, sino textual. Así que hicieron público un documento, indistinguible de la retórica radical de Fidel Castro, firmado por los nueve desde medio año antes, el lunes 10 de julio de 1978. No por gusto uno de los devotos firmantes era el autor del verso "la eternidad por fin comienza un lunes": Eliseo Diego.
Como era de esperar, otro poeta origenista convertido al marxismo-cristianismo, Cintio Vitier, también suscribió aquella especie de mini teología o acaso teleología de liberación local. Lo mismo que una tal María Teresa Bolívar Aróstegui, al parecer todavía no tan convencida del aché de los orishas afrocubanos. Y otro tal Walfredo Piñera, crítico de cine, siempre y cuando la crítica no fuera en contra de un cómplice compromiso social. Así como Raúl Gómez Treto, Olga Madán Rey, Felícito Rodríguez, Josefina Tur, y Ricardo Fernández Rodríguez (este último, con su comunísimo nombre de agente secreto de la Seguridad del Estado cubana).
Los intelectuales católicos cubanos, en su fallido afán de ser delegados oficialistas a la Tercera CELAM, en la práctica lanzaban así una suerte de Tercera (y un tanto tardía) Declaración de La Habana.
En efecto, el documento presentado a los católicos del continente, el término "imperialista" se menciona simbólicamente siete veces, en tanto encarnación de los siete pecados capitalistas. Cuba estaba siendo activamente descatolizada, pero, para estos nueve ungidos estatales, la urgencia más apremiante era denunciar ante el mundo "las agresiones imperialistas" y "el bloqueo imperialista que se ha tratado de imponer y mantener sobre Cuba" para "impedir que vivamos esa solidaridad material y espiritual con nuestros hermanos del continente y del mundo".
En Cuba, el ciudadano recalcitrantemente católico era considerado por el régimen como un peligroso ejemplo de contrarrevolucionario, poco menos que un apestado ya con pespuntes de apátrida. Pero, para los nueve intelectuales católicos era más importante disculparse por el "apoyo ?unas veces? o la aparente indiferencia ?otras? que dio la institución eclesiástica a esas tácticas de la contrarrevolución, que no vaciló en emplear hasta símbolos religiosos para penetrar la conciencia popular". Y de paso denunciar que, "a causa de estas transformaciones tan largamente ansiadas por nuestro pueblo y tan necesarias al país, muchos cristianos de economía personal privilegiada se integraron o relacionaron con los grupos y movimientos contrarrevolucionarios que, manipulados por los centros de poder imperialista, operaron dentro y desde fuera del país".
En Cuba, la libertad de culto estaba bajo ataque durante dos décadas y la patria potestad implicaba que cada hijo de familia tenía que militar en los pioneros moncadistas y jurar ser comunista como Ernesto "Che" Guevara. Pero, para esta delegación delirante lo que había que hacer era "librarnos de temores y descubrir que en el socialismo, por ateo que se proclame, la fe cristiana se depura mediante el amor eficaz, y se proyecta a través de una fundada esperanza en un mundo de libertad, justicia, amor y paz". Además de reconocer que incontables "hermanos comunistas", "nos han dado ejemplo de entrega, sacrificio y amor eficaz por el prójimo, hasta el punto de dar sus vidas por sus semejantes", según el "testimonio veraz, válido y de primera mano" de "quienes, animados por la fe de Cristo, convivimos, trabajamos, luchamos, sufrimos y nos alegramos junto a nuestros compañeros comunistas, codo con codo, día tras día".
Ni una mención aunque fuera de mentiritas a los fusilados por convicción, prácticamente sin juicio, pero sí a la tesis tendenciosa de que "al triunfo de la Revolución (enero de 1959), la Iglesia cubana se hallaba en una posición preconciliar profundamente marcada de conservadurismo y anticomunismo".
Ni una referencia al margen sobre los colegios robados, pero sí una celebración de que "la derrota de la contrarrevolución y el auténtico 'empobrecimiento' de la Iglesia trajeron consigo una lenta, pero creciente incorporación de católicos y cristianos en general a la obra común de construcción de la nueva sociedad y, parejamente, ha ido purificando la fe evangélica de la Iglesia de modo similar a lo que, conforme a las diversas características locales, ha estado ocurriendo en otros países socialistas", aparejado a "un consecuente renacimiento de la confianza del pueblo y de los órganos estatales en los cristianos".
Ni una explicación extemporánea para la expulsión masiva del clero ni sobre la estigmatización de la vocación sacerdotal en la Isla, pero sí al hecho de que en Cuba la "manipulación" por parte de "gran parte del clero, fundamentalmente extranjero, y de muchos dirigentes laicos, ocasionó la huida de muchos cristianos de ideología burguesa a la vez que motivó la defección religiosa de numerosos creyentes humildes, oprimidos antes y liberados por la obra revolucionaria", siendo esta la causa que "dejó grandemente reducida la membresía de nuestras comunidades cristianas".
Ni siquiera una alusión no alarmista a los campos de trabajo forzado de la UMAP donde homosexualidad, intelectualidad y religiosidad fueron sinónimos de hambruna y electroshocks, pero sí un explayarse evangélico masoquista en la ficción fidelista de que las conquistas sociales "bajo la dirección de nuestros compatriotas comunistas están en manos de todo el pueblo". Ante lo cual, "los cristianos no podemos permanecer impasibles", pues "una vez más, en la historia de la salvación ?que es la historia humana? Dios se ha valido de supuestos adversarios suyos para que su pueblo retorne a la obediencia (cfr. Isaías 1:24-28)".
A inicios de 1979, cuando Eliseo Diego y Cintio Vitier se dejaron coaccionar para esta abyección (recordar que ambos eran espiados hasta por sus propios hijos), yo tenía siete años y era feliz como nunca lo sería después, en un hogar paupérrimo de padres que metieron su religiosidad en el closet, y que encima hicieron siempre lo mejor que pudieron para que yo no me enredara en política, ni a favor ni en contra de la tiranía.
Obviamente, a la postre les salió muy mal su hijo único, pero no fue culpa de ellos. Antes bien, les agradezco de corazón su esfuerzo heroico para evitar mi martirio. La culpa es de nuestra indigencia intelectual incesante, desde el primer lunes de enero de 1959 hasta el lunes de hoy, reflejo de nuestra insaciable ignominia institucional.
Perdónanos, Padre, porque los cubanos supimos muy bien lo que hacíamos. Damos pena propia.
El documento de que habla este artículo puede encontrarse en Cuba, entre el silencio y la utopía (Laia, Barcelona, 1979) de Alfonso C. Comín.
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