El primer artista gay conceptual”, dice de él el fotógrafo Jack Pierson. “La versión surfera del clásico dios sexual leather de Jean Genet”, define la cineasta y performer Kembra Pfahler. “Él fue como Mae West, pero en hombre. Al igual que West, él es totalmente autoinventado, celebrado e influyente”, sentencia John Waters. La obra de Peter Berlin, que no fue otra cosa que él mismo, ha tardado unas décadas en comprenderse pero ahora cobra todo el sentido ¿Acaso hay más actual que alguien que se cambia el nombre, se crea un look y un personaje y se dedica incansablemente a autofotografiarse?
Omar Sosa, uno de los fundadores de la revista Apartamento, ha coordinado Peter Berlin: Artist, Icon, Photosexual un libro que edita Damiani dedicado a este pionero de la estética gay que colaboró con Robert Mapplethorpe y Tom of Finland y se cruzó con gente como Valentino y Dalí mientras, como dicen varios de los entrevistados “hizo cruising por la vida”.
Musculado, depilado y marcando paquete con ajustados pantalones de cuero, Berlin, contribuyó, a decir del crítico de arte Jonathan D. Katz, a perfilar “una nueva masculinidad gay” que fundía elementos de los machos de las revistas gays de los años cincuenta, que solían posar vestidos de cowboys, policías y pescadores, y de la cultura hippy de los sesenta, con su ropa unisex, estampados florales y cuerpos lánguidos. En los setenta, “Berlin tomó elementos de las dos décadas anteriores, uniendo esas dos polaridades y creando un puente entre opuestos para crear un nuevo tipo de Adonis gay”.
El libro incluye una entrevista con el propio artista que se refiere constantemente a sí mismo como “Peter Berlin”, no tanto porque padezca de esa hybris que lleva a futbolistas y ex concursantes de realities a hablar de ellos mismos en tercera persona, sino porque es perfectamente consciente de su personaje. Berlin nació en Lódz, Polonia, como Armin Baron von Hoyningen-Huene, un nombre que, él mismo remarcó, “apunta al hecho de que no vengo de la miseria. Escojo la miseria”.
De familia acomodada y con inclinaciones artísticas –uno de sus familiares, George Hoyningen-Huene fue un pionero de la fotografía de moda y amante de Horst P. Horst–, en realidad no llegó a disfrutar de una vida fácil porque su padre murió en la segunda guerra mundial, los bienes de la familia fueron confiscados por los rusos y su madre huyó a Berlín con sus tres hijos y casi ningún capital. A los 13 años empezó a remendar su ropa con la máquina de coser de su abuela para hacer que sus pantalones fuesen más ajustados. Su iniciación sexual vino con envoltorio histórico. Al parecer, un día conoció a un hombre del Este que le invitó a ir a su casa. Cuando regresó, a la mañana siguiente, vio enormes rollos de alambre y un ambiente extraño en las calles.
Era el 13 de agosto de 1961 y estaban levantando el muro de Berlín. Su madre, su padrastro y sus hermanos se preocuparon y él terminó confesando qué había estado haciendo esa noche y con quién. Se plantearon llevarlo a terapia de electroshock pero finalmente los Huene optaron por una solución distinta. Le echaron de casa. El joven Armin se fue a vivir con una señora mayor, empezó a trabajar como técnico de fotografía y a pasar las tardes y las noches seduciendo a chicos en los parques y los bares de Berlín. Ya entonces, cinco décadas antes de la era del selfie, empezó a tomarse fotos eróticas en blanco y negro, vestido de manera provocadora con ropa que se hacía él mismo.
A mediados de los 60, mientras colgaba un poster en el cine, se le acercó un hombre de mediana edad –“tenemos la misma cámara”, le dijo– que resultó ser Jochen Labriola, un pintor que se convirtió en lo que hoy se llamaría “sugardaddy”, su benefactor, pero que Berlin definía con la palabra “camarada”. Le siguió a Roma y después a París, donde Berlin iba causando sensación por las calles. De allí ambos fueron a Nueva York y finalmente al lugar que les estaba esperando, San Francisco. Es ahí donde adopta el nombre de “Peter Berlin” y donde sorprende en el ambiente gay con una estética muy distinta a los vaqueros y camisas de cuadros que llevaban todos por entonces.
Tras filmar la primera de sus dos únicas películas porno, Nights in Black Leather, Berlin se convirtió en una figura famosa más allá del underground y lanzó un negocio que podría definirse como un proto-Instagram: un servicio de envío por correo de fotos eróticas de sí mismo que tomaba con su Hasselblad y que contribuyen a cimentar su estética de pin up contracultural. También grabó algunos cortos que con el tiempo han adquirido estatus de culto y, en 1975, su segunda película, That Boy.
La ilustradora y Dj Silvia Prada recuerda en el libro el impacto que le produjo ver esa película, que arranca con una famosa escena de masturbación con el canon de Pachelbel de fondo, cuando era adolescente. “Estaba descubriendo mi sexualidad. Sentía fascinación por todo lo prohibido: el fetichismo leather, el sexo telefónico, público, en gupo, la vida en los márgenes. Crecer como una chica lesbiana en el ambiente católico del norte de España y escuchar esa voz, ver sus jeans y su bragueta abultada por las calles de San Francisco me interpeló directamente”.
Aunque Berlin no se benefició económicamente de That Boy, la película, que algunos han calificado de “antiporno”, le propulsó al mundo del arte y los reservados vip. Compartió “la montaña de cocaína más grande que jamás había visto”, a decir de Ted Stansfield, que se encarga de escribir su semblanza en el libro de Damiani, con Calvin Klein; Andy Warhol le felicitó por sus fotografías y le ofreció la Factory; conoció a Valentino, a Nureyev y a Sal Mineo y pasó una tarde con Dalí y Gala, con la que habló en alemán. En aquella época también estableció sus dos colaboraciones artísticas más fructíferas, con Robert Mapplethorpe y con el ilustrador Tom of Finland.
El fotógrafo, que empezaba entonces su carrera, lo utilizó como modelo para varias imágenes y se lo llevó a cenas con gente influyente. Aunque, según su biógrafo, les diferenciaba el nivel de ambición. “Ambos pertenecían al underground, los dos tenían compañeros ricos. Peter a Jochen Labriola y Robert a Sam Wagstaff, que les financiaban su estilo de vida, aplicaban técnicas rigurosas de estudio a su trabajo y creador fotos que siempre estarán en los anales de la imaginería gay, pero sus instintos eran diferentes. A Robert le impulsaba el dinero y la fama, a Peter no”. Él se lo corrobora: “nunca me importó ser rico y famoso como Robert, solo quería vestirme y follar”. Su fotografía era el efecto secundario de su vida, no al revés.
Cuando estalló el sida, su vida se fundió. “Todos mis amigos murieron. Todos y cada uno de ellos. Cuando falleció Jochen en 1988 mi mundo pasó del color al blanco y negro. Sin él y los otros amigos que me animaban, no veía la razón de seguir trabajando como Peter Berlin”, explica en el libro. Se retiró a California y vivió con un compañero más joven al que fotografiaba. En 2006, un documental, That Man, de Jim Tushinksi, exploró la mitología en torno a este Greta Garbo de la cultura gay. Ahora Armin, que ya no es Peter, tiene setentaytantos y vuelve a vivir en San Francisco.
En su momento no quiso fama y dinero pero ahora lamenta no haber llegado a tener “villas en París, Roma y Moscú llenas de hombres guapos”. “Hugh Hefner –dice– es la única persona que tuvo lo que yo hubiera querido. Me choca que ningún gay lo consiguiera”. Le gustaría hacer su tercera película, un biopic que explicase su viaje y lo que el “proyecto Peter Berlin” le enseñó sobre el deseo, la estética y la sexualidad. “Echo mucho de menos a Peter”, dice. “He perdido esa energía sexual. No me siento femenino ni masculino. Vivo como una anciana, cuidando a mi gato y a mis plantas”.