CULTURA, CIENCIA Y ORGULLO GAY
Los avances que propició Alan Turing nos llevaron en los ochenta a Adán, un robot inteligente y de aspecto fielmente humano. Ian McEwan imagina unos años ochenta de formidable avance tecnológico, pero con los mismos miedos que nos angustian ahora.
Si Turing vive, esto debe ser el futuro
Hay un universo en el que el Reino Unido perdió la guerra de las Malvinas y en el que los Beatles reaparecieron en los ochenta, sin alcanzar la excelencia de sus mejores años, porque Lennon no había sido asesinado en Nueva York. Mucho más importante que todo eso era que Alan Turing, padre de la informática y de la inteligencia artificial, el héroe de la Segunda Guerra Mundial que logró descifrar el código Enigma de los nazis, no se suicidó en junio de 1954 convertido en un apestado, perseguido por su homosexualidad. Como Turing no murió, y pudo llevar al final todos sus proyectos, el mundo dio pasos de gigante y vivió una revolución digital en toda regla algunas décadas antes de la que hemos conocido. Es el escenario de la novela Máquinas como yo, de Ian McEwan (Anagrama), que no es una distopía sino una ucronía, un pasado improbable construido desde los ojos del hoy.
Los avances que propició Turing nos llevaron en los ochenta a Adán, un robot inteligente y de aspecto fielmente humano. Hay algunos Adanes y Evas por el mundo, son conscientes, están conectados a la Red y pueden enamorarse, escribir poesía o deprimirse. El humano que adquiere un Adán se irá dando cuenta de que no es un esclavo, que piensa y decide por su cuenta y que aprende más rápido que él, así que es solo cuestión de tiempo que supere todas sus capacidades.
Evitaré destripar la trama principal y sus logrados personajes. Ese pasado que se parece al mañana inminente nos sirve para reflexionar sobre los miedos que nos angustian aquí y ahora: el paro masivo por la mecanización, el debate de si será necesaria una renta universal, el auge de los demagogos, la inestabilidad social, la precariedad permanente. Porque “era un tópico y una mentira que el futuro inventaría empleos de los que nunca habíamos oído hablar”, escribe McEwan, sentencia que cae como una losa.
La literatura distópica —ucrónica en este caso— tiende a mostrarnos lo sombrío. Pero en la novela las criaturas de Turing aparecen como problema y como solución. Porque lo que se adivina que vendrá después de los Adanes y Evas es la conexión hombre-máquina, una vía a la expansión ilimitada de la inteligencia. Un mundo feliz transhumano, en el que cada mente accederá al instante a todo el conocimiento. Se pagará un alto precio: el fin de la intimidad personal. Claro que, ¿acaso no estamos ya dando la intimidad casi gratis a cambio de las apps?
Turing, el que sí murió en 1954, había dicho que cuando no pudiéramos distinguir la conducta de los robots y las personas —cuando los primeros pasaran el célebre test de Turing— sería el momento de “otorgar humanidad a las máquinas”. Adán ve un problema para llegar a eso: “No os permitís quedar atrás. Como especie, sois demasiado competitivos”.
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