El régimen cubano se acerca a cumplir sesenta años, y sería conveniente replantearse algunas cuestiones, ya publicadas en estas páginas, como la composición de la sociedad actual, fuera y dentro de la Isla, y su relación con las ideologías que hace más de medio siglo llevaron a Cuba a estar en los primeros planos de la política mundial.
La generación revolucionaria y quienes le adversaron desde el comienzo van de salida biológica. Los jóvenes de entonces frisan o pasan los ochenta años. Fue una generación de soñadores, con fuerte carga ideológica, primero para vencer a la tiranía batistiana, después para defender la revolución comunista o enfrentarse a ella con el mismo fervor. Se habla de que quienes vinieron al exilio sufrieron el trasplante a una sociedad ajena, y la necesidad de reinventarse para sobrevivir. También pudiera hablarse de quienes quedaron en la Isla, y tuvieron su cuota de sufrimiento debido a convicciones políticas: mucha caña que cortar, mucha movilización los domingos, muy poca comida sobre la mesa, mucha frustración cuando el pariente al que le prohibieron hablarle por años, vino convertido de “gusano” en “mariposa”.
Las generaciones posteriores, quienes hoy ocupan altos puestos en el gobierno cubano o en el exilio, han sido moldeadas de acuerdo a sus padres, no sin las habituales contradicciones por edad, circunstancias, y diferencias políticas. Sin embargo, cada vez en más frecuente que las generaciones nacidas en Cuba, poco antes o después de la revolución de 1959 y quienes viven fuera de la Isla, se titulen “opositores de toda la vida”, “anti-comunistas de siempre”, y otras etiquetas auto-exculpatorias. Es como si el pasado les molestara: una pañoleta de pionero que ahoga, y hay que zafársela del cuello a cualquier precio y con cualquier embuste.
Las matemáticas no alcanzarían para mostrar cuantas personas, por una u otra razón, abrazó un día la causa revolucionaria. Es casi imposible que un sistema económico fracasado, con un control casi absoluto del ciudadano, y la manipulación burda de la información hubiera podido durar sesenta años si no hubiera tenido apoyo mayoritario en los inicios, allí donde comenzaron a fraguarse los mecanismos del control social. A eso debemos añadir el papel del líder, negado en los manuales del marxismo clásico —influye, pero no determina, decían—, cuando en la práctica histórica se demuestra todo lo contrario: sin líder no hay comunismo ni fascismo.
¿Cuándo comenzó a desmoronarse el “enamoramiento revolucionario” para quienes deberían ser hoy los “hombres nuevos”, los “continuadores de la Obra”? Resulta casi imposible establecer ese momentum de rompimiento, porque suele ser un proceso, y es algo muy personal, solo comparable, en psicología, con el llamado insigth. La palabra inglesa, de difícil traducción y aún más difícil definición, indica el instante en que la persona, atrapada en conflictos internos y misteriosas molestias físicas, encuentra una explicación consciente con ayuda profesional; puede así mejorar su salud mental y lograr mejor adaptación social. Una frase en castellano para insigth sería “darse cuenta”. El individuo que se “da cuenta”, que interioriza y asume la verdad, atraviesa varias etapas que van de la confusión, culpabilidad, depresión y hasta finalmente la aceptación: admite estar “totalmente equivocado”.
El “darse cuenta contrarrevolucionario” es tan variado como a veces, aparentemente, nimio, sin importancia. Un famoso deportista cubano, quien colectaba pomitos de champú y jaboncitos en los hoteles cuando iba de competencia al extranjero fue conminado por el jefe de la delegación a botarlos bajo pena de no salir de Cuba nunca más. Fue el acto de echar los pomos y los jabones en el cesto de basura lo que le hizo decidir “quedarse”.
Un familiar me comentaba que su mejor amigo se paró en una asamblea y lo “caminó” por una bobería. El oportunista sería recompensado con el carnet de la juventud comunista, entre otras cosas, por ese acto de “combatividad revolucionaria”. El familiar accedió a tenerlo como amigo en Facebook una vez ambos en el exilio. Gracias a esa denuncia, dice el pariente, no perdió tiempo y en la primera salida del país, desapareció para siempre su carnet de identidad.
Otro conocido, recién llegado de una misión internacionalista, solicitó un ventilador Orbita en una asamblea del sindicato. Se lo negaron porque no tenía “horas de trabajo voluntario” en la construcción. Entregó el carnet del Partido Comunista. Pasó calor en la Isla hasta que pudo salir a otra misión, de la cual nunca regresó. Hoy vive en una confortable casa con un aire acondicionado que pela. Los ventiladores Orbita, que se derretían como velas al viento, son parte de legado fatal, calificado por el mismísimo Difunto como “equipos atrasados” y “chatarra”, enviados por la también extinta Unión Soviética.
A esta altura del juego involucionario, es muy difícil creer que hay un apoyo mayoritario al proceso comunista. Hay un “darse cuenta” masivo, generalizado, de que aquello no va a ningún sitio, y quienes no han podido escapar, uno de los atajos que siguen al “darse cuenta”, optan por el autoengaño, el adormecimiento del alcohol, y otras destrezas somníferas como aliarse hipócritamente al poder. El régimen sabe bien que ha perdido la pelea de las emociones y la ideología, de la entrega incondicional y la lealtad a toda prueba. No hay ideas. No hay horizonte para hacer caminar hacia allí, de manera voluntaria, una masa cansada de tanta promesa y pobreza.
Lo peor que pudiera suceder al régimen sería un rompimiento total, cruento, cuando la sociedad toda, quién sabe por qué minucia —un hecho intrascendente como la falta de pan, una playa contaminada, o la ausencia del café—, desboque la ira contenida por tanto tiempo. Desgraciadamente, y en ese caso, lo positivo que alguna vez hubo y de lo que queda muy poco, irá a parar al cesto de la basura, como el insigth del deportista “traidor”. Entonces, para sorpresa de muchos, los mismos que hoy defienden ser continuidad, dirán, sin que tiemble la voz, que fueron y son “opositores toda la vida”, “anti-comunistas de siempre”.
Un artículo con el mismo título fue publicado en Cuba por la Revista Diocesana Palabra Nueva hace casi veinte años atrás. En aquellos días, y por circunstancias obvias, el mensaje debió ser subliminal. Lo único que había que hacer entonces era “darse cuenta”.