Se sabe que las revoluciones crean su propio lenguaje, así como su lógica íntima y personalísima. Esto es algo viejo, desde la neo-lengua de 1984 que concibió George Orwell como sustento de su Ministerio de la Verdad. Dominar las palabras es el paso previo para sujetar las mentes. El Poder sabe que si controla cómo hablan, a la larga también controlará cómo piensan.
Aquella demanda de “Todo el Poder para los Soviets” inicia otras frases tremebundas: “El Gran Salto Adelante”, la “Revolución Cultural”, la “Zafra de los Diez Millones”, la “Marcha del Pueblo Combatiente”… Son de una capacidad creativa inagotable y suelen abusar de las mayúsculas. La grandilocuencia es su sintaxis y estilística.
Pero algunas se pasan, no tienen límite ni pudor. Carecen de vergüenza y, peor aún, de sentido común.
Castro, con su malévola inteligencia, fue un mago de las palabras: con ellas embrujó, engatusó y engañó durante toda su larga y dañina vida. En el habla criolla a todo lo anterior se le dice tupir, y es bastante gráfica la expresión: Él fue el Gran Tupidor de Cuba.
La manipulación del lenguaje es parte de la adulteración de la historia y de la realidad. Aplicando viejos conceptos provenientes desde la dominación española en Cuba, al principio de la Dictadura se solían emplear vocablos como “desafectos”, que remitían a los antiguos opositores del yugo hispano: Desafección es falta de afecto, carencia de amor y de emoción para una causa que reclama sumisión absoluta. El desafecto es doblemente culpable, porque no entiende, no siente, una razón del corazón, la cual debía obligarlo: es un despreciable traidor al amor.
De ahí, el recuerdo remite a otro término como “integrados”: aquellos que rehusaban “integrarse” en la marea revolucionaria eran tildados de personas apáticas y potencialmente dañinas. Una variante tardía de ello fue el “Súmate” de Robertico (nunca antes un diminutivo fue tan ajustado) Robaina, que terminó en un “Réstate” absoluto para él.
Eso desembocó finalmente en el tremebundo concepto jurídico castrista de “peligrosidad”: un ciudadano, sin cometer falta alguna, puede resultar reo y convicto del delito de “criminalidad potencial”: es decir, se le condena no por delinquir, sino por la posibilidad de que lo pueda hacer. Esta lógica reproduce la punibilidad cristiana de pecar no sólo por “comisión”, sino aún por “pensamiento y omisión”. Esto demuestra, además, que una disposición jurídica puede ser legal pero no justa y que la Justicia es una entidad superior y distinta a las Leyes.
Quizá no hay institución dentro del aparato de represión del castrismo que esté mejor adornada con el eufemismo que la llamada “Seguridad del Estado”, siendo como es, a todas luces, la más peligrosa y punitiva concebida para infundir la inseguridad contra el ciudadano, según demuestra el reciente episodio, entre farsa y tragedia, del interrogatorio “disuasivo” de dos “segurosos” contra el hermano fotógrafo de la ya internacionalmente aclamada actriz cubana Ana de Armas.
Partiendo de una posición de poder sin contrapeso, ambos sicarios asumen el burdo juego del gato y el ratón con la clásica técnica de “policía bueno” y “policía malo”, para amedrentar a la presa, tomando el mismo papel que realizaban los antiguos inquisidores al “mostrar los instrumentos de suplicio”, como primera fase del procedimiento procesal contra los herejes, para persuadir —someter— a sus víctimas de conducirse adecuadamente y arrepentirse de su pecado.
Después de semejante exhibición, el siguiente paso era el tormento, para lo cual la autoproclamada “quinta policía del mundo” (en realidad, por su macabra exposición, una policía de quinta), apela a sofisticados procedimientos, pero no descarta ni niega la aplicación de otros más clásicos e invasivos. La metodología de esa “quinta policía”, amalgama hoy desde las más legendarias prácticas de las torturas clásicas chinas, hasta los modernos “brain washing” heredados de la KGB (ésta a su vez de la Ojrana zarista), de la germana Stassi, de la Securitate rumana, y de las rudas prácticas tribales africanas y autóctonas. Parece que, además, según reportes recientes, esto se ha convertido en otro rubro exportable cubano, como han denunciado las víctimas venezolanas, haciendo empleo del apotegma martiano: “Todo hombre tiene derecho al nacer a recibir la educación y después, en pago, contribuir a la educación de los demás”, cerrando con un llamado netamente marxista: “Torturadores del Mundo: ¡Uníos!”
Herederos directos de Maquiavelo, no sólo aplican que “el fin justifica los medios”, sino confiesan disfrutarlo. Gozan intensamente al decir: “Eres nuestro”, “Podemos hacer contigo lo que queramos”, “Nadie reclamará ni protestará”, “Eres nulo”, “No vales nada”. Saben bien, por la larga experiencia acumulada de más de seis décadas, que el dolor por la indefensión y la anulación, puede ser más intenso y paralizante que el mismo padecimiento físico.
Dialécticamente, uno debe admitir la posibilidad de que hoy en Cuba habrá algún policía honesto —no literario, como el Mario Conde paduriano— pero por el momento no se conoce ninguno. El mismo Conde, jubilado, guarda distancia de sus antiguos colegas y vende libros de uso en algún rincón habanero, mientras zurce sus recuerdos y oculta sus emociones: tiene que sobrevivir (como su mismo autor). Y es que nadie (o muy pocos) en Cuba (o fuera de ella) tiene madera, pasta, ni menos carne de santo o mártir.
Llamar “Seguridad del Estado” al organismo represivo policial que impone, promueve y difunde la inseguridad de los ciudadanos es, sin dudas, un grosero contrasentido. En todo caso, debiera nombrarse, “Seguridad del Gobierno”, o mejor aún y más preciso, “Seguridad de la Dictadura”: al menos, así serían medianamente sinceros y francos.
El “período especial” y “la coyuntura”
El eufemismo ha señoreado en Cuba desde mucho tiempo, pero especialmente desde 1959 en adelante: llamar “revolución” a lo más antirrevolucionario y estático, y “libertad, independencia y soberanía” a lo que resulta la más abyecta sumisión y represión, es parte de un estilo de gobierno que se repite periódicamente, como eso de nombrar “período especial” algo que nada tiene de excepcional sibaritismo, y “coyuntura” algo que lejos de ser circunstancial es esencial y permanente.
Las ideas han cambiado, las escenas y escenarios también, las coyunturas se suceden unas a otras, pero hay un instrumento, un documento magno, un monumento de la estulticia que ha durado casi desde el principio de ese horror conocido como “revolución cubana”: es la llamada Libreta de Abastecimientos.
En realidad, más que un instrumento administrativo para dosificar la miseria, se trata de un formidable cuaderno pedagógico, un mecanismo de educación masiva: es el manual propedéutico continuado del entrenamiento para los miserables y paupérrimos cubanos.
No fue llamada como lo que en esencia y a profundidad es, una “Cartilla de racionamiento”, ni recibió el nombre más digno y sinónimo de sacrificio voluntario y consciente de “Cupones de Guerra”, como los ingleses bombardeados cada noche por los V-1 y V-2 alemanes.
La sibilina denominación incluye el concepto de “abastecimiento” que involucra subliminalmente la noción de abasto, lo cual se asocia cercanamente con el adjetivo bastante, cuando resulta que en verdad ese abastecimiento ni cumple con el abasto y menos de forma bastante. Centrales de Abastos hay en las grandes urbes de libre comercio y con soberanía ciudadana para elegir, desechar y seleccionar, como parte de un mecanismo natural de sana competencia que impulsa el desarrollo y la prosperidad, la cual cada día se distribuye mejor de forma automática entre los pueblos. Un pueblo que no puede elegir lo que come, no es libre. La elección digestiva y nutricional es el primer síntoma de libertad definitiva e incuestionable.
Este cinismo impreso y reiterado tiene cercanos seguidores, y la definición mejor es mencionar su compañía: Maduro, siguiendo a Chávez, tiene lo que llama el “Carné de la Patria”, como si la patria, cualquier patria, pudiera otorgar un carné de pertenencia y legitimidad, más allá de nacer en su suelo. Porque quien otorga ese carné viene a ser, sin decirlo, pero bastante explícitamente, el padre de la misma. Junto con el G-2, Cuba exportó a Venezuela, su Libreta de abastecimientos: la llevaban en el bolsillo de sus guayaberas los infiltrados.
La Libreta nunca se declara, ni se concibe como algo provisional, coyuntural (como la austeridad de los ingleses, atacados y rodeados) y sólo en estado de emergencia. No: se trata de un dogal firmemente soldado en el cuello del pueblo, ese “pueblo bueno” que le otorgó cándida —y no tan cándidamente, sino perversamente condicionado— sus votos. Desde el principio la ven como algo para mucho, mucho tiempo, quizás permanente. Pero no debe perderse de vista que no es un recurso, sino un medio para el control total.
En la Cuba anterior a 1959, se “iba de compras” o “se hacía el mandado”. Después, ya con la maldición sexagenaria, las mujeres —las abnegadas, las heroicas, las maravillosas hembras cubanas— salían “a forrajear”, como en un campamento, como genízaros en campaña, a ver “qué encontraban”. Es muy cercana la comparación de la cotidianidad cubana con un campamento o un establo, y en ambos casos la asociación es denigrante, envilecedora y degradante.
Luego, se impuso un término que es toda una categoría filosófica del comunismo misérrimo tercermundista: salían en campaña punitiva, a “resolver”, como si se tratara del acertijo matemático de una ciencia infusa y difusa, cual si conseguir alimentos para la subsistencia, no digamos para la satisfacción de legítimos apetitos y aún deseos más exquisitos, no debiera ser una civilizada actividad de intensa periodicidad y rutina, un sencillo acto cotidiano, sino un esfuerzo épico de sobreponerse a la miseria reinante, una batalla permanente entre “el yo y la circunstancia”: no sólo la “maldita circunstancia del agua por todos partes” sino de “la comida por ningún lado”.
Ahora en Cuba se rumora —algunos esperanzados y los más, temerosos— que será suprimida la famosa Libreta de Abastecimientos. Por lo pronto, ya se ajustó que sólo pueden disfrutar de semejante beneficio aquellos privilegiados que residan permanentemente en el país, y que, si por alguna razón se ausentan de él, aunque sea por más de tres meses, les será retirada esa espléndida dádiva, y una vez cuando regresen al corral, deberán emprender el complicado y tortuoso camino de las gestiones para recuperar semejante portento. Raúl Castro no quiere quitarla, como se ha insinuado, porque sabe muy bien —pues estuvo en su origen, quizá en una temprana tarde calurosa conspiratoria de Cojímar o Tarará— el significado real de ella. Aunque sea simbólicamente —y ni tanto— la mantendrá como el formidable instrumento educativo (por supuesto que las dictaduras educan, claro, en sus cadenas), como el permanente recuerdo que ellos siguen ahí, controlando todo, desde la mesa a la cama, desde la digestión hasta el sueño, desde las agruras y acidosis hasta las pesadillas.
El dictador heredero, quien estuvo en su mismo origen, ha declarado que la Libreta no será suprimida por completo, pues él conoce bien su verdadero y auténtico propósito, el cual nunca fue “garantizar” el suministro de ciertos alimentos considerados básicos para una vida de austeridad —más que espartana, auténticamente cubana: los feroces guerreros lacedemonios jamás tuvieron una libreta— donde la “sostenibilidad” al parecer es sinónimo del desfallecimiento y la consunción, sino ser un formidable instrumento de control y vigilancia: el Estado que tiene a bien alimentarte dentro de dosis mínimas, también puede suprimirte y abandonarte a la hambruna y la extinción.
Así, pues, no se preocupen: en Cuba habrá Libreta mientras exista ese régimen, porque es su propio Carné de Identidad, su gen definitorio, su marca de agua, su impronta, su símbolo y su destino.
En realidad, ambas amenazas reseñadas antes resultan equivalentes: “recuerda que estás en Cuba, hermano”, se corresponde con “te podemos quitar la libreta”. Son las dos caras de la misma represión, dos versiones de idéntico horror, dos variaciones de igual tema tiránico: Nada nuevo bajo el sol. El cuartito no está igualito: está mucho peor.