Donald Trump chantajeó al gobierno ucraniano. Ya todos lo sabemos y nadie lo niega. Lo hizo para que ese gobierno abriera una investigación sobre su más inmediato rival político, Joe Biden, exvicepresidente de Estados Unidos de Norteamérica, y así acumular el supuesto descrédito que le abriría las puertas a la reelección en noviembre de este año.
Y el Senado de Estados Unidos, su facción republicana, acaba de asestar la puñalada final a la democracia americana. Lo ha hecho rechazando la aceptación de testigos claves y veraces que confirmarían que el presidente de Estados Unidos usó su poder para presionar a otro país a fin de desacreditar a un rival político, exvicepresidente por más señas.
La facción republicana del Senado ha legitimado entonces la infamia. Algunos le llaman cooperación con potencia extranjera para dañar a un nacional de Estados Unidos. Traición, dicen otros. La desarticulación del check and balance, pilar de la democracia americana, eso de seguro. La demostración de que, a la Constitución, le urge una revisión de siglo XXI.
Para colmo, el Senado aceptó, en silencio y otorgando, cuando un abogado les espetó en la cara que es legitimo actuar como actuó Donald Trump en aras de su reelección pues eso va en interés de la nación americana.
O sea, el Senado de Estados Unidos aceptó como buena esa piedra angular de las dictaduras, lo que se dice dijo el rey Luis XIV en el siglo XVII ante el parlamento francés: L’État, c’est moi. El Estado soy yo.
El Estado fueron los reyes y zares. El Estado fue Hitler. El Estado fue Mao. El Estado fue Fidel Castro. El Estado ha sido cada dictadorzuelo y tirano que alguna vez dijo que debía permanecer en el poder en aras del bien de la nación. Nosotros los cubanos sabemos de eso como nadie.
Y el Senado americano ha aceptado que un abogaducho, sea académico, sea un genio, o sea abogado de Donald Trump, les diga cómo es que comienzan las dictaduras y que no hay nada malo en ello. Y nadie se paró a escupirle la cara.
El hiperpartidismo, parte, causa y consecuencia del cisma que divide a la sociedad americana en estos días, es lo peor que le haya podido suceder a la nación. No es Donald Trump. No son las turbas de las que la ignorancia política y humana rezuma. No son las tensiones raciales. No son siquiera esos abogados que, se sabe, son cabezas parlantes que le cobran al mejor postor por palabra pronunciada.
Son los políticos, embebidos en una inutilidad y desvergüenza sin paralelo en los tiempos contemporáneos de la nación americana, el problema. Son los políticos que, para mantener el poder, se arremolinan alrededor de un patán como lo es Donald Trump y se hacen cómplices de ocultar la verdad.
Ellos son el problema, y no Donald Trump, que va a desaparecer de la vida política en unos meses, o en unos años, y que va a pasar el resto de su vida en tribunales.
Estoy seguro de que hay muchas personas prestando atención. Estoy seguro de que están, dentro de esas personas, los que no querían que el presidente fuera impugnado, porque la impugnación es un caso grave que lacera a la nación, a la dignidad de la presidencia, y a la credibilidad de la democracia y del proceso electoral.
Estoy seguro de que esos que prestan atención quieren que Donald Trump y su corte de politicastros se vayan, pero no por impugnaciones. Para eso existen las elecciones. Para eso existe la democracia, hoy magullada y de luto. Los demócratas, sin embargo, no ofrecen una alternativa deseable para la presidencia. Ese partido debe reinventarse y dejar los extremos a los que insensatos lo han arrastrado.
Algo hay entonces que tener presente: ni el presidente, ni los senadores, ni los representantes son el estado. La gente es el Estado, y los políticos son empleados a los que se les da la oportunidad de demostrar su valía o su ineptitud.
La facción republicana en el Congreso ha protagonizado una jornada de desvergüenza, intercambiando su confiabilidad como servidores públicos por su fidelidad partidista, y debe pagar por ello.
Es algo para tener en cuenta el día de las elecciones. Quizás lo único para tener en cuenta, aunque hoy parezca que el impudor no tiene remedio.