Ese reposo intercalado en las labores del día ha sido uno de los más grandes inventos de la civilización.Ya sabemos que “todo lo que es bueno y nos gusta es delito, es pecado, hace daño, y engorda” …o —añaden en Cuba— “no hay”.
Un gran invento: la siesta
La siesta, aunque tiene un origen religioso italiano, caló hondo en España y luego en América. La instituyó San Benito de Nursia (también conocido como Benedetto da Norcia): al distribuir la vida de los monjes en sus célebres Reglas (Regula Sancti Benedicti, del siglo VI, las mismas que Carlomagno asumió en el siglo VIII y obligó aprender de memoria con sus 73 capítulos a todos los monjes del imperio), estableció que la “hora sexta” canónica, o “sestina”, debía dedicarse a un breve descanso, al mediodía, después de la oración del Angelus en tiempo ordinario, o el Regina Coelli en Pascuas. Eran siete las horas canónicas y la Completa era la última, a las 9 de la noche, cuando ya cesaba toda actividad en el convento.
El primer monasterio benedictino fue el de Montecassino, donde vivió y murió San Benito, así que allí fue la cuna de la siesta, lo cual ya la hace digna del reconocimiento mundial. La idea era que se consagrara un breve reposo en el intermedio del día para recuperar fuerzas, y poder llegar, aún con energías para las labores del monasterio, hasta el anochecer.
Como todo buen santo, San Benito antes de serlo fue un grande y grave pecador, confirmando que sólo quien tiene mucho para arrepentirse demuestra su auténtico valor al enmendar su vida, pues resultarlo por no haber pecado no tiene ningún mérito: lo tiene hacerlo primero, y en grande, y luego enmendarse, pues ya sabe lo que se deja atrás por decisión propia y santísima voluntad de purificación.
Él es el Patrón o Protector de Europa, de los pastores y los campesinos, y además corresponde a su tutela la gran bendición que fue para la Orden de Benitos o Benedictinos, quienes lograron crear en sus redomas el maravilloso benedictine, licor digestivo y aperitivo como ningún otro, y que al parecer tuvo inspiración divina, pues lo inventó Bernardo Vincelli en 1510 al mezclar inspiradamente en un rapto místico 27 plantas y especias en un proceso aún secreto, que se resguarda con la protección celestial: “DOM, Deo Optimo Maximo”. Sin dudas, tenía que ser digno de la orden, pues un buen benedictine es el preámbulo de una siesta relajada y reparadora. Si también se le añade una hamaca, ya es perfecta, y por tanto pecado mortal.
Ya sabemos que “todo lo que es bueno y nos gusta es delito, es pecado, hace daño, y engorda” …o —añaden en Cuba— “no hay”. La siesta debe ser entonces pecado mortal de necesidad, pues como decía heréticamente mi abuelo el Marqués de Bradomín cuando disfrutaba de la suya: “Esto me sabe a Gloria… Y Gloria está buenísima”.
Pero es en Cuba donde la siesta adquiere carta de plena ciudadanía, apoyada por dos inventos criollos: la hamaca y el sillón, balance o mecedora. Y ocupa lugar incluso entre lo mejor de la pintura nacional, como en aquellas dos visiones representativas del trópico, opuestas y complementarias: la del famoso cuadro de Guillermo Collazo (Santiago de Cuba, 1850–París, 1896), con su lánguida y melancólica “La Siesta” (1886), urbana, recatada, elegante y aristocrática, y el de Antonio Gattorno (La Habana, 1904–Massachussets, 1980), con otra “siesta”, rural, sensual, rotunda, desenfadada y campesina.
Grandes personajes de preclara inteligencia han sido sesteros, como Einstein y Churchill. Este último aristócrata británico confesó que se civilizó en Cuba, al adquirir esta costumbre siendo un joven oficial y periodista de la Royal Navy, junto con aquellos habanos contundentes que los tabaqueros torcían especialmente para él, como el Churchill Nº 4, sólo para grandes fumadores. Le faltó la combinación perfecta, además de la hamaca y el habano: un buen ron añejo, en vez del maderable whisky, que consumía a razón de dos botellas al día en sus peores días de guardar.
El gran Camilo José Cela tenía hasta un severo protocolo, una cuidadosa etiqueta, un ritual riguroso para sestear. Y no lo consideraba una costumbre más, sino un culto, una verdadera religión, y por ello lo bautizó dignamente como “yoga ibérico”: sabia práctica de introspección vespertina que enriquece el alma y conforta al cuerpo.
Los lingüistas y gramáticos aún discuten si la siesta se echa, se toma o se duerme… Pero los fisiólogos sí están de acuerdo en que su práctica prolonga la vida, evita los infartos y mejora el carácter. Hay ciudades que realmente se paralizan a la hora de la siesta, aunque con el acelerado ritmo moderno eso resulta cada día más raro. El gran neurólogo Don Santiago Ramón y Cajal, que anduvo por Cuba como médico militar, la tenía en gran estima y la recomendaba efusiva y decididamente. El sopor que provoca una suculenta fabada o un sustancioso caldo gallego, se complementan con una siesta epicúrea. Los romanos sabían algo de esto, porque comían semiacostados en sus triclinios, costumbre al parecer copiada de los antiguos y risueños etruscos, sus antepasados.
La siesta también ha logrado su reconocimiento y consagración en el arte. “La Siesta del Fauno” es una de las más preciosas coreografías del ballet: fue concebida por Viaslav Nijinsky con música de Claude Debussy, inspirada en el extenso poema del simbolista Stéphane Mallarmé, y fue estrenada por el Ballet Ruso de Sergei Diaghilev en 1912 en el escenario del Thétre du Chtelet.
El llamado “sueño bifásico”, que consiste en dormir dos veces al día, una en la tarde y otra en la noche, indica ser más sano y acorde con el ciclo circadiano y por tanto resulta una necesidad vital. Un buen amigo tiene una sabia sentencia: “Si tu trabajo no te permite empezar a trabajar a partir de las diez de la mañana y dormir una siesta… mejor cambia de trabajo”. Pero ya sabemos que en el crispado y progresivamente acelerado mundo actual esto resulta cada día más difícil, y quizás por ello aumentan más y más los infartos de miocardio y los derrames cerebrales.
Por eso, como dijo el poeta, “qué descansada vida la del que se retira del mundanal rüido”… y toma una siesta. Es el “beatus ille” del ser humano, el “locus amoenus” de la vida.
El “pestañazo” después de la comida, mejora la digestión y dulcifica el carácter. Se recomienda hasta por la NASA, después de meticulosos estudios. Los pilotos de grandes distancias practican la siesta y se recomienda en niños y jóvenes para acelerar y propiciar el crecimiento corporal.
Algo que no entiendo bien es por qué, si procede del sustantivo “siesta”, el verbo derivado no es “siestear” o “siestar” sino sestear, como lo recoge el Diccionario de la Real Academia. Pero sin duda los ilustres académicos deben saber mucho de esto, pues en sus dilatadas sesiones después de las comidas lo han de practicar con gran ahínco. Me parece algo denigrante que se emplee el mismo vocablo para la acción de poner el ganado en la sombra y librarlo del sol en las horas de mayor calor: la comparación resulta algo ofensiva.
Ese reposo intercalado en las labores del día ha sido uno de los más grandes inventos de la civilización, y fue idea de Benito de Nursia, a quien ahora debemos consagrar además como el Santo Patrono de la Siesta, y elevar a él nuestras alabanzas y gratitud.
Fueron dos sevillanos, los Hermanos Álvarez Quintero, Serafín y Joaquín, hijos de una ciudad que suele tener veranos candentes y patios sombreados con naranjos y jazmines, quienes rindieron un encantador tributo poético a la siesta, que comparto.
Serafín y Joaquín Álvarez Quintero
En un rincón de un patio fresco y ameno,
que alegran y perfuman aves y flores,
una niña morena, que tiene amores,
duerme, puestas las manos sobre su seno.
Sueña, y al grato hechizo de cuanto mira
a través de la bruma de lo soñado,
se dilata su seno blanco y rosado,
y su boca de grana se abre y suspira.
Luz del alma ilumina su rostro hermoso:
se encienden sus mejillas, tiembla y sonríe,
y más con lo que sueña su amor se engríe,
y es cada vez su aliento más anheloso…
Murmura luego su nombre: nadie contesta…
Abre sus ojos negros con mudo espanto,
y al ver de sus quimeras roto el encanto
volviendo al sueño dice: ¡Bendita siesta!
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