Creció en un mundo hostil, se abrió camino y murió convertido casi en un ermitaño, como el escritor J. D. Salinger. Fue un rebelde años antes de que James Dean apareciese en escena con su bomber roja, y se fue mucho después de que el tímido de Hollywood estrellase su Porsche poco después de terminar de rodar «Gigante».
En su caso, la noble causa de su indómito temperamento venía de su familia, donde creció con una madre alcohólica y un padre cruel que nunca reconoció ningún mérito a ese chico «disléxico que robaba, mentía, tocaba la batería muy fuerte, era expulsado y abandonado». Pese a su difícil infancia, logró abrirse camino vomitando sus traumas en un mundo que lo convirtió en epítome del método Stanislavski y, para algunos, también en el mejor actor de la historia del cine, pese a su conflictivo carácter y su problemática conducta en cada rodaje.
A Marlon Brando (Nebraska, 1924 – California, 2004), de cuyo nacimiento se cumplen 96 años, le gustaba contar mentiras, por eso no es de extrañar que abonase su futuro a la verdad de la ficción y sus guiones, muchos de los cuales improvisaba o recitaba leyendo tarjetones pegados en la pared. «Si una mentira le es válida, Marlon no dirá la verdad», recoge su último biógrafo, William J. Mann, que dijo su secretaria. Pese a su escasa habilidad memorísticas, era un animal interpretativo que explotó sus fantasmas del pasado primero sobre las tablas, con la versión teatral de «Un tranvía llamado deseo», y después en la gran pantalla, donde se convirtió en una estrella que rechazaba tal aura.
Su Stanley Kowalski le robó el protagonismo a la Blanche DuBois de Jessica Tandy y, en la versión cinematográfica, también a la premiada Vivien Leigh, lo que le permitió encadenar la primera de sus cuatro nominaciones consecutivas al Oscar en una década gloriosa para su carrera artística, tan irregular como inolvidable, con películas como «Un tranvía llamado deseo» (1951), «¡Viva Zapata!» (1952), «Julio César» (1953) y «La ley del silencio» (1954), que le valdría la primera de sus dos estatuillas. «Actuar es algo muy tenue. Es algo frágil y tímido que un director sensible puede sacar de uno. En el rodaje de una película, el momento sensible llega con la tercera toma de la escena; entonces solo necesitas que el director te susurre algo para hacerlo cristalizar», le contó Marlon Brando a Truman Capote en una entrevista de siete horas, sin grabadora, que el escritor le hizo durante el rodaje de «Sayonara» (1957) en Kioto.
«Perseguí a mujeres para maquillar lo que mi madre nunca pudo darme y por hacer daño a mi padre. Necesitaba tener el control para no sufrir»
«Siempre me entusiasmo por alguna cosa, pero no me dura más de siete minutos. Exactamente siete minutos. Ése es el límite. Nunca sé ni siquiera por qué me levanto por la mañana», le reconoció a Capote en el reportaje de The New Yorker. Ni siquiera los caprichos de esa «bestia sexual», tanto con hombres como con mujeres, mantenían sus interés más del tiempo de rigor.
Cajón de sastre de inverosímiles anécdotas, borracheras y relaciones desastrosas, mantuvo a raya su insaciable apetito sexual con tres matrimonios fallidos —llegó a tener once hijos— e idilios con Marilyn Monroe o Rita Moreno, pero no dudó en rechazar a otros mitos eróticos de la época como Sophia Loren, con quien rodó «La condesa de Hong Kong» (1967), porque «su aliento era peor que el de un dinosaurio», o Elizabeth Taylor, con quien coincidió en «Reflejos de un ojo dorado» (1967), porque su trasero era «demasiado pequeño». «Perseguí a mujeres para maquillar lo que mi madre nunca pudo darme y por hacer daño a mi padre. Necesitaba tener el control para no sufrir», llegó a decir el actor, después de años de terapia. «Todos los rumores sobre la locura de Brando se quedan cortos», reconoció Harris Katleman, antiguo presidente de la Fox.
Desairó a Hollywood enviando a una actriz nativa americana a por el Oscar con el que premiaron su papel de Vito Corleone en «El padrino» (1971), tramó con Bernardo Bertolucci la macabra «violación» con mantequilla de «El último tango en París» (1972), ganó catorce millones de dólares por un papel de menos de diez minutos en «Superman» (1978) y apareció rapado y con exceso de peso en el caótico rodaje de «Apocalypse Now» (1979), forzando a Francis Ford Coppola a grabar sus escenas en medio de sombras.
Sus polémicas y excentricidades le mantuvieron en el candelero en el crepúsculo de su batalla con la vida. Con su bajón profesional, que dio la puntilla a una irregular carrera repleta de títulos tan emblemáticos como variopintos, llegó también la decadencia física, sumido en una obesidad decisiva en el paro definitivo de su corazón, en 2004.
Rozó la cumbre del éxito, pero su final fue agridulce. Ahogado en el alcohol y arruinado tras costear la defensa legal de su hijo Christian, condenado por el asesinato del novio de su hermanastra Cheyenne, se vio obligado entonces a vender todo menos Tetiaroa, el atolón situado en la Polinesia Francesa donde se enamoró de Tarita, su tercera esposa, pero también donde se suicidó su hija. Conservó, además, sus dos premios Oscar, incluido el que rechazó por «El padrino», la última contradicción de una leyenda indomable que despreció a Hollywood tanto como necesitó su atención.