En 1983 yo tenía 21 años y estaba cansado de sufrir. Estaba cansado de esconderme, de fingir y de rumiar a solas. Era homosexual, pero no encontraba a nadie con quien compartir mi vida. No me atrevía a ir a bares gais, y en las citas a ciegas solo me cruzaba con personas desequilibradas o incompatibles conmigo. No podía pedirle ayuda a nadie, no quería decepcionar a mi familia y no tenía la suficiente fortaleza psicológica como para aceptar insultos o burlas de mi entorno.
Fue en ese momento de desesperación cuando decidí que la única posibilidad que me quedaba para ser feliz era cambiar mi tendencia sexual. Echarme una novia, casarme al cabo de un tiempo y quizá tener hijos. Llevar, en suma, una vida normal. Y entonces busqué una clínica conductista para hacer todo eso.
En aquellos años, el conductismo había desterrado al psicoanálisis como terapia de moda. El conductismo sostenía que cualquier comportamiento podía ser modificado, tuviese el origen que tuviese. Es decir, yo era homosexual pero podía dejar de serlo con el tratamiento adecuado.
La doctora que me atendió escuchó mis explicaciones y después me dijo que la homosexualidad no era una enfermedad. Me dijo, además, ante mi estupor de reprimido, que sus amigos gais ligaban por la calle con un simple cruce de miradas y que todos tenían una vida sexual muy intensa. A pesar de eso, yo insistí en mis deseos de convertirme en heterosexual.
La terapia —que duró aproximadamente cuatro meses— consistía en asociar estímulos placenteros con el erotismo heterosexual y estímulos desagradables con el homosexual. La teoría aseguraba que, a fuerza de repetir esa dinámica, el cerebro iba corrigiendo sus inclinaciones.
Mis ejercicios consistían básicamente en masturbarme frente a revistas pornográficas. Con las de mujeres, debía estar en un lugar cómodo, fumando sensualmente, tomando alguna bebida que me gustara y escuchando la música de mis sueños. Con las de hombres, debía escuchar una cassette con ruidos estridentes que me facilitaron, provocarme dolor en algunas partes del cuerpo (preferentemente en los genitales) y, si podía, apestar la habitación con olores fétidos.
Obedecí con severidad. Me pasaba los días masturbándome con esos rituales. Además, tenía prohibido detener la mirada callejera en los chicos guapos y debía buscar, por el contrario, a las mujeres que me atrajeran. También lo cumplí rigurosamente, aunque recuerdo que —para mi desesperación— solo aparecían chicos guapos.
Al cabo de los tres meses, empecé a decir que me gustaban las mujeres. Escribí en mi diario que ya era heterosexual. A la psicóloga le dije, sinceramente, que el trabajo estaba casi acabado. Ella me aseguró —tal vez por quitarme de en medio piadosamente— que solo me faltaba encontrar a la mujer de mi vida: con la experiencia sexual, terminaría de convertirme en un hombre derecho.
Durante algunos meses, busqué a esa mujer ideal. No la encontré. En la calle, en la universidad y en mi entorno seguía viendo solo chicos guapos. Un día me acosté con uno de ellos. Y dejé de ser heterosexual para siempre.
Luisgé Martín es escritor. Ha publicado El amor del revés (Anagrama), una autobiografía sentimental en la que aborda su homosexualidad.