Llevo más tiempo viviendo fuera de Cuba que dentro. A estas alturas me pregunto si ello determina algo. No en la forma inmediata, que por supuesto lo hace, sino en cuanto a comportamiento en general.
Debo agregar que con el pasaporte que mejor me las he arreglado por el mundo no es el cubano, que desde hace unos cuarenta años no uso.
En fin, que envejecer me ha tocado en el extranjero. A mi, que siempre me consideré un extraño en la Isla.
Pero hay algo fundamental. En cualquier discusión —aunque casi siempre política—que no tiene que ver con Cuba, por lo general llega un momento donde estoy a punto de tirar la toalla, dispuesto al acomodo, a comprender también el punto de vista del sabueso, a considerar el asunto como un simple intercambio. Salvo con relación a Cuba. (Trump ha logrado llevar esta cuestión al extremo y no sé si he sobrevivido.)
Lo difícil es que, más allá de lo que considero un elemental anticastrismo, mis argumentos de sustentación son limitados aunque no dejan de ser decisivos; no me identifico con un exilo que ha dejado de ser “histórico” —¿o es que me he vuelto “histórico” yo?— y mucho menos con esa especie de negación de la negación que encierran las oleadas posteriores de inmigrantes.
Ni me aferro a un pasado que no conocí ni a unos supuestos logros que nunca me pertenecieron. Ni tengo orgullo ni me mata el desdén.
La Habana fue la única ciudad que verdaderamente me deslumbró en mi adolescencia, aunque luego otras me mostraron con pesar y alegría lo tonto que era entonces.
Por supuesto, Cuba era una ciudad. Pero repetirlo ahora —luego que otro lo dijo— suena a lugar común, repetición barata, ejercicio de imitación.
Hace más de cuatro décadas un conocido me leyó un fragmento de una carta que le había enviado Néstor Almendros.
Decía Néstor —la modestia admirable del Almendros que apenas conocí años más tarde me permite apelar al nombre— entonces: “Cómo hala esa isla”.
A diferencia del catalán, en realidad a mí esa isla nunca ha logrado tirarme, mucho menos consumirme, gastarme en la nostalgia.
Es simplemente como aspirar el humo del tabaco: no te llega, pero no te deja. Y no te abandona cierto orgullo en ello.
En The Voyage of the Damned, bien vestido y con un puro en la boca, hay un personaje —José Estedes— que participa en la negociación infructuosa para permitir a los refugiados judíos a bordo del buque St. Louis entrar en Cuba.
Estedes, entrepretado por Orson Welles, expresa: “En La Habana, de lo único que uno puede estar seguro, es de un tabaco”.
La frase guarda toda la vigencia que puede ofrecer el humo.
Antes de promulgar mediante una orden ejecutiva la extensión del embargo comercial con Cuba en 1962, el presidente John F. Kennedy tuvo el buen cuidado de colocar a resguardo una provisión tal de tabacos que le sobreviviría.
Kennedy no vivió lo suficiente para conocer que no era violar la ley, sino el tabaco cubano lo que resultaba dañino. Fidel Castro lo supo a tiempo y dejó de fumar, para terminar igualmente muriéndose. Por su parte, el embargo no se ha hecho humo aún.
Cuba enfrenta en la actualidad una enorme crisis económica y alimentaria, que posiblemente se agudice en los meses siguientes hasta las elecciones presidenciales de noviembre, en los que cabe esperar que terminen cortados casi por completo los mecanismos legales e inmediatos de financiamiento desde el exilio.
Pero por encima de las discusiones sobre la utilidad o implicaciones morales del embargo, del que no soy partidario; el análisis de las enormes transformaciones sociales y económicas que en última instancia solo sirvieron para convertir a Cuba en la nueva Sicilia del príncipe de Lampedusa; las nacionalizaciones e intervenciones que afectaron a mi familia y no mejoraron a nadie; la ampliación de desigualdades y el regreso del juego, la prostitución y la droga; la perenne espera, la represión incesante y la existencia de una nación donde el ideal ciudadano se resume en el deseo de abandonarlo, hay una cuestión simple que para mi define uno de los mayores desacuerdos que tengo con quienes ejercen el control del gobierno cubano: sus innumerables muestras de ser pésimos administradores. Y ello continúa siendo razón más que suficiente para seguir creyendo que deben marcharse del poder.