Walt Whitman, el padre de la poesía moderna norteamericana, celebraba el amor entre los hombres. Nada debería haber de positivo o negativo en ello. Pero lo cierto es que lo celebraba. Nunca aspiró a ser un poeta homosexual, y mucho menos gay, entre otras razones porque aún no se había definido tal concepto. Tampoco le agradaba colgarse esa etiqueta. Pero está claro que aquel viejo yanqui de largas barbas blancas se sentía atraído por los de su mismo sexo. Lo dicen su poesía y sus escritos, y lo sugieren aquellos que más cerca estuvieron de él. De sus retazos biográficos nos quedan testimonios impagables, como esa deliciosa instantánea de Moses P. Rice, en la que Whitman cruza la mirada sentado junto a quien fuera el amor de su vida, Peter Doyle, un sencillo conductor de ómnibus, que le robó el corazón.
Que a Walt Whitman le gustaban los hombres es algo que guarda celosamente su poesía, un poemario disperso agrupado bajo el titulo de Hojas de Hierba, que algunos consideraron un libelo poético y que consiguió escandalizar a la pacata sociedad decimonónica americana. A lo largo de sus versos abundan las alusiones -entre veladas y explícitas- sobre lo que aún entonces Occidente consideraba como el más nefando de los vicios. Que amaba a los de su sexo también se desprende de la correspondencia conservada de puño y letra del poeta, así como del testimonio de quienes le conocieron de cerca.
ENTRE EL ESCÁNDALO Y LA DISCRECIÓN
Muchos críticos que cantaron las odas inmensas de Walt Whitman negaron, y siguen negando, la ambigüedad sexual que habita en sus versos. Lo mismo da la ideología de donde provengan las críticas. José Martí, libertador cubano y prosista decía en un artículo escrito en 1887: “Ese lenguaje (el de Whitman) ha parecido lascivo a los que son incapaces de entender su grandeza; imbéciles ha habido que cuando celebra en ‘Calamus’, con las imágenes más ardientes de la lengua humana, el amor de los amigos, creyeron ver, con remilgos de colegial impúdico, el retorno a aquellas viles ansias de Virgilio por Cebetes y de Horacio por Giges y Licisco”.
Cierto es que el mismo Whitman nunca se consideró homosexual ante el mundo. Admitir tal cosa, en aquellos tiempos, era poco menos que un suicidio. Tampoco es probable que alguien como él, que creía en la pansexualidad por encima de etiquetas, lo hubiera tenido muy claro. Y, por otra parte, siempre huyó del estereotipo de hombre afeminado, ese sissy que ya se muestra en las primeras películas de cine mudo. Pero Whitman debió ser consciente de sus inclinaciones y, por eso, las ocultaba a los ojos de los demás, más aún, teniendo en cuenta que el objeto de su deseo solían ser chicos muchos más jóvenes que él. Es lo que hacía cuando, por ejemplo, aludía a esos “amigos especiales” que tenía, designándoles mediante códigos. ¿Por qué tendría que referirse a ellos ocultando sus nombres, de haber sido tan sólo unos buenos camaradas?
ALMA LIBRE
Como todos los genios, Walt Whitman fue aclamado y criticado por sus coetáneos a partes iguales. Si algunos, como Emerson, lo alzaron al parnaso de las letras como iniciador de una poesía moderna y diferente, otros, en cambio, lo tildaron de poeta mediocre. Hoy día, nadie osaría calificar de triviales los versos de Whitman, pero es lógico pensar que, como suele suceder en estos casos, muchos críticos no supieran captar toda la frescura que aportaba Whitman a la literatura norteamericana, encorsetada como estaba entre el alambicado clasicismo de antaño y las nuevas corrientes románticas. Diez años después de que Edgar Allan Poe proclamara que en la época moderna no eran posibles los versos largos, Whitman demuestra que, además de posible, a él le resultaba imprescindible. De haber usado versos cortos, se habría perdido la necesaria intensidad que desprende su poesía.
Muchas de las críticas recibidas se debieron, más que a la forma, al fondo de sus composiciones, en las que aborda esa clase de sentimientos que nadie hasta entonces se había atrevido a verter en lenguaje poético. Ninguno antes había cantado a la desnudez del ser humano, a la fraternidad, el gozar de los hombres juntos, al amor entre camaradas, o el dilema de la sexualidad, abierto de par en par, como hizo Walt Whitman. Fue esa poesía suya, políticamente incorrecta, unida a su aspecto sencillo, casi desaliñado, lo que contribuyó en gran manera tanto a mitificarle cara a la posteridad, como a conseguir el desprecio de sus contemporáneos más conservadores.
UN AMERICANO DE A PIE
La vida del poeta estuvo jalonada de altibajos repletos de gestos sencillos, que magnifican su figura cara a la posteridad. Walter Whitman había nacido en Huntington, Long Island, cerca de Nueva York, el 31 de mayo de 1819, en el seno de una humilde familia. Poco se sabe de su vida hasta que cumple 12 años, cuando empieza a ganarse el pan como mensajero en un bufete de abogados y, a la vez, de aprendiz en una imprenta. Ya en 1836 le vemos trabajando en una tipografía de Nueva York y, poco después, ejerciendo como maestro en una pequeña escuela de su ciudad natal, durante dos cursos consecutivos.
Durante la década de los 40 despega su actividad creativa en colaboración con importantes publicaciones de Nueva York, y en 1849, año en que se afilia al partido Free-Soilers, contrario a la propagación de la esclavitud, dirige y edita el Brooklyn Freeman. Poco después, entre los años 1851 y 1854, se dedica a construir viviendas en el mismo Brooklyn. Estalla la Guerra de Secesión (1861-65) y Whitman trabaja como enfermero voluntario para el ejército de la Unión, a algunos de cuyos soldados llegó a escribir melodramáticas cartas de amor. Su salud se resiente y en 1865 es contratado en la oficina del Fiscal General. En 1873 Whitman sufre un ataque de parálisis y se va a vivir con su hermano George en Nueva Jersey. Poco después fallece su madre y queda inválido para los restos, lo que no le impide viajar en los años venideros, como hace en 1879, cuando recorre las tierras del oeste norteamericano. Pero un nuevo ataque de parálisis le ha de postrar definitivamente para el resto de su vida. Muere septuagenario, en 1892, mientras se dedicaba a ultimar la publicación de la novena edición de sus Hojas de Hierba.
BARBA DE NIEVE
A través de los recuerdos fotográficos que guardamos de él, Walt Whitman se nos muestra como un hombre de físico ciertamente peculiar. Su poblada barba blanca y su aspecto desaliñado le conferían un innegable aire bohemio. Lo que para muchos lo convertía en un ser entrañable, para otros suponía motivo suficiente para cerrarle las puertas a la alta sociedad americana. Una anécdota cuenta cómo Ralph Waldo Emerson, su crítico amigo y protector, tuvo que sacarle de un pequeño atolladero cuando el recepcionista del lujoso Hotel Ashton, donde se habían citado, impidió la entrada a Whitman, pensando que se trataba de un vagabundo, y de cómo a la postre el bueno de Walt tuvo que interceder a favor de aquel pobre empleado.
Esa era una de las muchas razones por las que Whitman tal vez prefirió rodearse de gente joven y sencilla. De aquéllos que nunca mirarían por encima de su hombro para tacharle de amoral o de construir una poesía de escaso valor. Sabemos, igualmente, que perdió numerosos empleos, muchos de ellos como periodista, por considerarse inconveniente su conducta y falta de moral, pero posiblemente también contribuyó a obstaculizar sus contratos esa misma fachada escasamente elegante que el poeta exhibía con total desparpajo. Esa misma imagen que se muestra en alguna fotografía suya de las pocas que se conservan, como un viejo barbudo –con menos años de los que aparentaba-, campechano y de aspecto patriarcal, liberal y socialista.
POETA ABSOLUTO
La poesía de Walt Whitman es un canto eterno a su patria americana, cuna de una libertad y democracia aún incipientes. También fue la crónica oficial de la fraternidad entre los hombres, entendida, más que como una aspiración universal, como un proyecto que va creciendo poco a poco por el contacto armónico entre las partes, y –ahí estriba la pequeña diferencia- también entre los hombres entre sí, sin excluir el impulso sexual, que siempre estará presente en muchos de sus versos. Una poesía, la suya, que algunos consideran perteneciente al género trascendentalista, pero que rebosa humanismo en cada letra, cada palabra, en cada uno de sus versos.
También Whitman trajo a la poesía un aire fresco en lo que se refiere a su métrica, incorporando nuevos ritmos y cadencias. Así consiguió romper con la tradición de un verso anclado en la metáfora y en las formas antiguas. Sus versos son de esa clase a la que León Felipe se refiere cuando canta que la poesía es un arma cargada de futuro.
HOJAS DE HIERBA
Animado por su amigo el crítico Emerson, en 1850 Whitman empezó a escribir lo que llegaría a ser la obra de su vida. El 4 de julio de 1855 aparece la primera edición, sin nombre de autor y con un extenso prólogo en el que Whitman se daba a conocer ante el público, bajo el título de Leaves of Grass, traducido literalmente en español como Hojas de Hierba, tras lo cual Emerson le felicita por escrito. Las críticas adversas no se hacen esperar y muchos tachan de inmoral el contenido de su poesía. Casi treinta años después, en 1881, aparecerá la séptima edición y un año más tarde la Sociedad para la Supresión del Vicio, considera indecente su publicación y la censura. Ello impulsará un continuo revisionismo por parte del autor, para evitar nuevas condenas, que, a pesar de ello, no se hace esperar. En 1892 sale a la luz la última de sus ediciones, dos meses antes de la muerte del poeta, que había cumplido nada menos que 82 años.
Hay que decir que este libro de Whitman es la obra de su vida, el libro en el que se resume su existencia toda y que posiblemente sea “el más extraordinario publicado en lengua inglesa desde los místicos poemas de Blake”, en palabras de Henry Seidel Camby-. De todas formas, muchos han considerado única la poesía de Whitman, por lo que resulta imposible parangonarla con otra de su tiempo. Hasta la publicación de Hojas de Hierba, nadie había escrito de esa forma tan íntima con que escribió Walt Whitman.
De las distintas partes de que se compone Hojas de Hierba a nosotros nos interesan especialmente aquéllas que hablan de su forma de entender la sexualidad. Y es que uno de los logros de Walt Whitman fue, sin duda, rehabilitar el papel de la sexualidad en la literatura, que él mismo sufriría en propia carne, como luego veremos. Se trata de los poemarios titulados Hijos de Adán (Children of Adam) y Cálamo (Calamus). Hijos de Adán canta con crudeza y candor, a un mismo tiempo, el amor físico, los impulsos sexuales y la perpetuabilidad deliciosa de la existencia.
CALAMUS
Los 39 poemas que componen Cálamo, en cambio, celebran con tono elevado y en clave personal la amistad del hombre para el hombre (aquí la mujer no parece tener cabida). En el poema Épocas y épocas que vuelven a intervalos, Whitman se autodefine como “vigoroso, fálico, de poderosas entrañas primitivas, puro”, y, también, “cantor de cánticos adánicos”, donde se ofrece a sí mismo, se abisma en el sexo y abisma sus cantos en el sexo. A través de sus versos Whitman indaga en su propios sentimientos sobre el afecto viril, ese secreto amor que está por encima de los convencionalismos y que, según Pierre Messiaen, es la esencia de la democracia, el conocimiento de las apariencias terrenales, la identidad más allá de la misma tumba.
Whitman escogió la espata de la planta del cálamo aromático como símbolo fálico relativo al afecto varonil, igual que antes había elegido la humilde hierba, tupida, compacta, brizna sobre brizna, para representar la humanidad toda. Cuando quedaron escritos los poemas de Hijos de Adán y Cálamo, el erotismo, lo que el poeta llamaba perturbación, cesó casi por completo de alimentar su poesía. Incluso muchos de estos versos desconcertantes fueron suprimidos en ediciones posteriores, como dijimos. Pero ya todo estaba dicho de alguna manera.
LA METAFÍSICA DE LA FÍSICA
Tal vez uno de los poemas que mejor resuma los enormes y, a la vez, sencillos sentimientos ‘fraternales’ de Whitman sea el titulado The Base of All Metaphysiscs (“La Base de todas las Metafísicas”), contenido en el poemario Cálamo, que concluye con estos hermosísimos versos:
Tras haber estudiado los sistemas antiguos y modernos, los griegos y germánicos,
Tras haber estudiado y enseñado a Kant, a Fichte, a Schelling y a Hegel,
Y enseñado la doctrina de Platón, y Sócrates -más grande que Platón-,
Y estudiado y enseñado mucho tiempo -más grande que Sócrates- a Cristo divino,
Hoy recuerda mi mente esos sistemas griegos y germánicos,
Y las filosofías todas, iglesias y doctrinas,
Pero, detrás de Sócrates, y debajo de Cristo divino,
Veo el tierno amor del hombre hacia su camarada, la atracción del amigo al amigo,
El amor mutuo del esposo y la esposa, de los hijos y padres,
El amor de la ciudad a la ciudad, y del país por el país..
En otros versos del mismo poemario aparece de manera más palpable aún este tema recurrente, su obsesión por la virilidad:
Resuelto hoy a no cantar otros cantos que los del másculo,
Proyectándolos a lo largo de esta vida sustancial,
Legando desde aquí tipos de atlético amor,
En el atardecer de este delicioso setiembre, en mis cuarenta y un años,
Procedo para todos los que son o han sido jóvenes,
Confío el secreto de mis noches y días,
Celebro la necesidad de los camaradas.
Se trata de una obsesión reiterada en otros versos de Cálamo, como en estos que siguen, espléndidos, que parecen mostrarnos la importancia de interpretar las más íntimas convicciones afectivas, como una extraña invitación a las nuevas generaciones para leer más allá de los versos que Whitman ha escrito sobre el amor entre los hombres, a la manera de un extraño outing de personal interpretación:
Lleno de vida, ahora, compacto, visible,
Yo, de cuarenta años de edad en el año octogésimo tercero de los Estados,
A quien viva dentro de un siglo o dentro de cualquier número de siglos,
A ti, que aún no naces, a ti te buscan estos cantos. Cuando leas estos cantos, yo, que fui visible, me habré hecho invisible,
Entonces serás tú compacto, visible, penetrarás el sentido de mis poemas, me buscarás,
Imaginarás qué feliz serías si yo estuviese contigo y fuese tu camarada;
Piensa, pues, que estoy contigo. (No des por demasiado seguro que no esté yo contigo ahora.)
Complicidad entre dos varones es lo que expresa el poema:
Nosotros, dos muchachos, abrazándonos juntos, sin que uno al otro jamás abandonara,
Recorriendo las sendas en todas direcciones, desde el norte hasta el sur,
Gozando en el vigor, ensanchando los pechos, uniendo nuestros dedos,
Armados y sin miedo, corriendo, bebiendo, durmiendo, amando...
Y estos versos que hablan de un fuego eléctrico que recorre el cuerpo por el deseo del amado:
¡Oh, tú, al que a menudo y silencioso acudo para quedar contigo,
deambulando a tu lado, sentado junto a ti, compartiendo tu alcoba!,
¡Qué poco sabes del sutil fuego eléctrico que por ti arde en míª
En el poema En la barca de Brooklyn, Whitman insiste en la sensación placentera que le produce el contacto carnal con los muchachos:
Me ha llamado por mi nombre la voz alta y clara de los jóvenes que me han visto aproximarme o pasar junto a ellos,
He sentido sus brazos alrededor de mi cuello, estando en pie, o el contacto negligente de su carne, estando sentado,
He visto en la calle, o en la barca, o en los parajes públicos, a muchas personas a quienes he amado, y no les he hablado.
Posiblemente fuera esa la primera sensación que tuvo antes de que el joven Peter Doyle se cruzara en su camino.
Cuando en una entrevista en 1895 a Peter Doyle le preguntaron cómo llegó a conocer a Whitman, respondió: “Nos hicimos amigos inmediatamente. Ponía mi mano sobre su rodilla, nos entendíamos. Al final del viaje no se apeó; de hecho hizo el camino de regreso conmigo”. Algo inevitable surgió entre ambos en aquel viaje en tranvía, que se repetiría muchas otras veces. La mano delatora de Whitman apoyada en la rodilla del muchacho ya es suficientemente elocuente. Y es que sólo mediante el amor y la atracción mutua puede explicarse que dos personas de extractos sociales tan diferentes y vidas aparentemente distantes se hicieran inseparables. Es lo que sucedió entre Whitman y su amado Pete, cuyas iniciales el poeta solía disimular en sus notas mediante el código “16.4”, que representaban el orden de las iniciales P.D. en el alfabeto.
Peter Doyle era hijo de un herrero irlandés emigrado a los EE.UU., aunque trabajaba como conductor de un ómnibus de tracción animal en Washington DC. Él y Whitman se conocieron en uno de esos transportes colectivos, precursores de nuestros autobuses de hoy, en un tormentoso día de invierno de 1865. Whitman, el único pasajero del trayecto, tenía 45 años y medía ocho pies de altura. Doyle tan sólo 21 y apenas alcanzaba los seis pies. Ambos empezaron a charlar y, sorprendentemente, surgió la chispa que prendería la llama del afecto entre dos seres tan diferentes, no sólo física, sino también cultural y socioeconómicamente hablando. Una llama que alimentaría durante muchos años la unión de un maduro periodista y poeta de la Unión y un joven conductor de tranvía, antiguo soldado confederado. Una vez más se demuestra el axioma de que los polos opuestos se atraen.