El 24 de junio, en medio de otra noche de pobreza, la policía de La Habana mató a un joven negro de Guanabacoa, municipio periférico de la ciudad. Hansel Hernández, de 27 años, fue sorprendido por una patrulla cuando robaba piezas de autos en un parqueo de ómnibus. Ahí lo persiguieron “por un terreno irregular” hasta que le dispararon por la espalda.
El suceso alcanzó amplia difusión después de la denuncia de sus familiares a través de las redes sociales, pero enseguida la policía política los mandó callar. El primer pronunciamiento del gobierno sobre el asunto apareció tres días más tarde a través de una nota del Ministerio del Interior. Una de las características fundamentales del totalitarismo es su lentitud, un emisario que suele llegar tarde a la realidad porque está construyendo la suya propia.
El comunicado oficial se dedicó sobre todo a exculpar al policía que ejecutó el disparo, único testigo del incidente, y también deslizó elementos nada gratuitos, como los antecedentes penales de la víctima, que permitieron luego su criminalización en algunos medios de prensa estatales. Incluso dentro del relato legalmente admitido, no parece haber proporción entre el hecho de que Hansel Hernández haya recibido un balazo fulminante por la espalda y atacar con piedras a las autoridades.
Las comparaciones entre este episodio y el vulgar asesinato de George Floyd a manos de un policía blanco, un mes antes en Mineápolis, no se hicieron esperar. Que la rodilla del supremacismo no haya apretado el cuello de Hernández hasta asfixiarlo no quiere decir que su muerte no sea también un acto de racismo. Pero, en efecto, hay una diferencia principal entre la tragedia de Floyd y la de Hernández. En la primera, un culpable mata a un inocente; en la segunda, un inocente mata a otro, puesto que la vida del policía (también negro) que disparó en Guanabacoa ha sido igualmente comida por el racismo, el totalitarismo y la pobreza.
Nada en el suceso en sí es exclusivo de los procedimientos de una dictadura. La violencia es consustancial al cuerpo policial como elemento moderno de orden y represión. La dictadura, sin embargo, llega después, y es la dictadura la que convierte de manera rotunda la muerte de Hernández en un crimen consentido por el Estado.
Su cuerpo, no en vano, habría sido incinerado de inmediato, lo que impide volver sobre su autopsia y esclarecer las circunstancias de su muerte. Ante la ausencia de testigos o pruebas concluyentes, justo el intento deliberado de oscurecer las circunstancias del hecho es lo que empieza a aclararlo. El comportamiento del régimen significa una profundización de la injusticia y, para quienes saben leer ese lenguaje de silencio propio de los países sin democracias, una evidencia inobjetable del atropello racista.
La prensa, que anteriormente había cubierto con minuciosidad la muerte de Floyd y denunciaba el racismo galopante en Estados Unidos, ahora pasa de largo. Al inicio no informó del suceso y luego reaccionó con desprecio y se limitó a reproducir una versión del incidente filtrada al espacio público por los servicios de la Seguridad del Estado. Días después, un intento de protesta civil por la brutalidad policial fue diligentemente reprimido y secuestrado. La policía detuvo en sus casas y les cortó el servicio de internet a decenas de activistas, periodistas y artistas que se disponían a hacer en el país lo mismo que el régimen aplaude que suceda en otras naciones.
Hay una configuración social, una lógica cultural y económica, y una larga tradición de discriminación y exclusión en Cuba que hicieron de la vida de Hansel Hernández una experiencia ceñida al sentido racista, alguien a quien el racismo, por fuerza, limitó y cercó a cada momento, hasta emboscarlo esa noche definitiva en Guanabacoa.
Hay quien cree que su muerte no puede entenderse como un acto racista porque el policía que disparó también era negro, y un negro no comete racismo contra otro negro. Otros opinan que en el régimen cubano da lo mismo lo que seas. Te van a reprimir igual. Parafraseando el mantra orwelliano, podemos decir que en el comunismo todos son iguales, pero los negros son menos iguales que los demás.
El disparo no es una causa, es una consecuencia. La bala que lo derriba, una vez inicia su recorrido, ya carga con una ideología propia. El racismo no es solo la expresión fatal en la que un blanco mata a un negro porque sí, porque se le antoja o puede. Es ante todo un comportamiento general normalizado, un tipo de relación desigual entre individuos y una repartición específica de roles en las repúblicas que se desgajan de un pasado esclavista, ya sea como metrópoli o colonia.
No es casual que la versión oficial, intentando rebajar la gravedad de este crimen, haya echado mano de los mismos argumentos que el supremacismo blanco utilizó en Estados Unidos para ningunear la muerte de Floyd. Criminalizar la víctima, suponerlo un delincuente y presentarlo como alguien que merece su destino.
Sin rumbo firme ni propósito histórico alguno, lo que en última instancia ilustra el carácter del castrismo actual es el cinismo fascista, esa suerte de frivolidad arrogante típica de los autoritarismos vigentes, una ideología del poder dispuesta a permitir y a justificar la aniquilación del otro.
El régimen se incomoda particularmente cuando tiene que corregir los hechos, en vez de inventárselos. Lo que en Cuba llaman normalidad es justo eso: la obediencia civil a un tiempo histórico y político que no se vive, sino que se publicita. Es el tiempo eterno del eslogan, en el que nadie habita. A veces esa corrección, como un censor que tacha o borra directamente lo real, tiene que suprimir el cuerpo del descarriado o del pobre. Incluso si, como Hansel Hernández, se trata de un muerto. Porque un policía negro lo mató, pero fue la dictadura la que lo habría hecho cenizas.
Carlos Manuel Álvarez es periodista y escritor. Es autor de La tribu, un conjunto de crónicas sobre la Cuba después de Fidel Castro. Su novela más reciente es Los caídos.