Como este verano es un momento de pandemia e incertidumbre, en esta serie recuperaremos algunos de aquellos momentos en los que el mundo parecía a punto de acabarse
El milenarismo iba a llegar:
Profetas, mesías y apocalipsis medievales
POR RAMÓN GONZÁLEZ FÉRRIZ
No es la primera vez que una pandemia, una catástrofe natural o una sucesión de acontecimientos azarosos producen la sensación generalizada de que el mundo va a terminar o, en cualquier caso, va a transformarse radicalmente. Antes, a estos sucesos se les buscaba una explicación religiosa —la ira de Dios, habitualmente, que castigaba nuestros pecados—; ahora, más bien, se acude a la ciencia para obtener una explicación, pero la superstición sigue propagando sus mensajes confusos e histéricos. En todo caso, el mundo no se ha acabado nunca, y por lo general solo ha cambiado de manera gradual. Como este verano es un momento de pandemia e incertidumbre, en esta serie recuperaremos algunos de sus precedentes. Como el del milenarismo medieval.
En el año 591, un pobre hombre de Brujas, en el centro de lo que hoy es Francia, tuvo la mala suerte de verse rodeado, en un bosque, por un enjambre de moscas que le persiguieron y le atosigaron. Por culpa de esa experiencia perdió la cabeza durante dos años. Después, se convirtió en un ermitaño dedicado por completo a la oración y vestido únicamente con pieles de animales. Tras esa inmersión en el ascetismo, se puso a vagar por el país, acompañado de una mujer llamada María. Se había persuadido de que tenía dones sobrenaturales, podía sanar y hacer profecías. La gente le seguía allí por donde fuera, le llevaba enfermos para que los que curaba con solo tocarlos. Él profetizaba enfermedad y muerte para la mayoría, y la salvación para unos pocos. Estaba convencido de que era Cristo.
Si abundaban las pestes y el hambre, ¿cómo no iban a aparecer falsos mesías?
Y ese Cristo ganaba seguidores; hasta tres mil le atribuye un cronista de la época, san Gregorio. El oro, la plata y las telas que se le entregaban, los distribuía entre los pobres; a cambio, exigía adoración. No quería ser rico, pero sí reverenciado. Y lo estaba consiguiendo. Sin embargo, el obispo de una ciudad que visitó, y que pretendía tomar por la fuerza, se hartó y mandó matarle. Uno de sus hombres se arrodilló ante él como si le adorara, le cogió por las rodillas y le tiro al suelo. Lo cortaron en trocitos.
En aquella época, el caso de este Cristo no fue ni mucho menos único. De hecho, eran habituales. Y san Gregorio, el cronista, consideraba que esa proliferación de falsos profetas eran “indicios” de que se acercaba el fin del mundo. Si abundaban las pestes y el hambre, ¿cómo no iban a aparecer falsos mesías? Lo había dicho el Cristo verdadero. Cuando haya hambrunas y pestilencias y terremotos, surgirán profetas que engañarán incluso a los sabios. Todo aquello era la señal de la llegada de los últimos días. El mundo se acabaría y solo unos pocos encontrarían la salvación.
Lo cuenta 'En pos del milenio', de Norman Cohn, un libro clásico de 1957 (publicado en España por la editorial Pepitas de calabaza) que retrata de una manera impresionante la historia de quienes llama “revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media”. Lo que tenían en común estos hombres y mujeres era su convicción de que el fin del mundo era inminente y de que, después de él, algunos elegidos —ellos— serían liberados y pasarían a vivir en una especie de paraíso regido por Cristo. Pensaban que el mundo estaba dominado por poderes demoniacos muy poderosos, que someterían a sus víctimas a una tiranía cada vez mayor que les provocaría sufrimientos indecibles. “Hasta que, de repente, llega el momento en que los santos de Dios son capaces de alzarse [contra el opresor] y derrocarlo —dice Cohn—. Entonces los propios santos, los escogidos, la gente sagrada que hasta entonces ha gemido bajo el yugo del opresor, heredará el dominio de la tierra. Será la culminación de la historia; el reino de los santos”.
Pero había santos de toda clase: a veces extremadamente violentos y a veces puramente contemplativos; a menudo procedentes de los estratos más miserables de la sociedad, pero con frecuencia acuciados por ricos fanáticos; en ocasiones renunciaban por completo a los placeres materiales y en otras vivían rodeados de lujo, sin hacer trabajos manuales, vestidos con elegancia: es decir, que saqueaban los lugares por los que pasaban y se quedaban con sus bienes materiales.
Muchas veces, sobre todo cuando estos movimientos los formaban pobres urbanos a los que un revés económico o un descubrimiento tecnológico les había dejado sin trabajo y, por lo tanto, sin sustento, el milenarismo adquiría tintes políticos evidentes. Puede que fueran razones teológicas las que les hicieran creer que los justos serían recompensados, que los malvados arderían y que los santos serían devueltos a una condición primitiva en la que las divisiones sociales no existían y la iglesia no era corrupta. Pero estos santos pensaban que había que acelerar esos trámites, a menudo mediante la violencia política, lo que en ocasiones llevaba, como por ejemplo en el norte de Alemania, al asesinato de judíos, sacerdotes católicos y comerciantes.
Norman Cohn, que era historiador de profesión, escribió 'En pos del milenio' tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, después de trabajar durante un tiempo para el servicio de inteligencia británico. Destinado en Viena, dedicó varios años a interrogar a antiguos nazis y a rusos huidos del estalinismo. La suma de los relatos de ambos, que describían —fuera como ejecutores o como víctimas— las consecuencias del fanatismo, le hizo darse cuenta de que la búsqueda de chivos expiatorios, la matanza de minorías y la creencia en un paraíso a la vuelta de la esquina tenía sus raíces en la Europa medieval, y se puso a escribir el libro con la intención explícita de encontrar los orígenes de la violencia política del siglo XX.
En 1567, un zapatero y trescientos seguidores establecieron en la región alemana de Westfalia una Nueva Jerusalén
Uno de los últimos precedentes de carácter medieval que Cohn señala es el de los anabaptistas militantes que creían que había que establecer por la fuerza el Milenio, el periodo paradisiaco en el que solo quedarían los justos bajo el reinado de Cristo. Cuenta que, en 1567, un zapatero y trescientos seguidores establecieron en la región alemana de Westfalia una Nueva Jerusalén. (La anterior, instalada en Münster, había acabado muy mal. Su mesías anunció la salvación para un día determinado y aseguró que se quemaría en el mercado municipal si no se producía; como no tuvo lugar, dijo que hablaba metafóricamente. Lo mismo hizo después de asegurar durante una hambruna que Dios convertiría los adoquines en pan.)
En todo caso, en la Nueva Jerusalén de Westfalia estos santos practicaban la poligamia —el líder mesiánico tenía veintiuna esposas— y consideraban que la propiedad privada no debía existir, por lo que todo les pertenecía. Para hacer efectivo ese principio teológico, acabaron convirtiéndose en una banda de ladrones que empezó atacando residencias de nobles y sacerdotes y acabó, dice Cohn, practicando puro terrorismo. La aventura duró doce años, tras los cuales el mesías polígamo y sus seguidores, que solo querían adelantar la llegada del nuevo mundo tras la desaparición del actual, fueron capturados y ejecutados.
El mundo no terminó después de aquello. No ha terminado desde entonces. Seguramente, no lo hará con la pandemia actual. Pero este verano recordaremos unas cuantas ocasiones en las que muchos creyeron que el mundo iba a acabar y eso les daba permiso para casi todo.
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