Mis viajes de fin de semana a los parques infantiles del norte de Londres empiezan a parecerse al Día de la Marmota: en las últimas semanas he tenido casi exactamente la misma conversación con todas las personas con quienes me he encontrado.
“Vi esta extraña historia sobre las elecciones de Estados Unidos”, dicen, y sé lo que se avecina. Están a punto de preguntarme acerca de las travesuras electorales que no se han visto en Gran Bretaña, como la purga de los padrones electorales o los exdelincuentes en Florida que necesitan que Michael Bloomberg pague sus multas para poder votar. O el presidente Donald Trump diciendo que bloqueó el financiamiento del Servicio Postal de Estados Unidos porque no quería que el voto universal por correo fuera posible. Y que quiere confirmar un nuevo juez de la Corte Suprema antes de la elección porque espera que el resultado termine en la corte y quiere su apoyo abrumador.
¿Por qué, la gente quiere saber, están los estadounidenses dispuestos a tolerar esto? Están tan orgullosos de su democracia, ¿no quieren que la gente vote?
Así que explico, con palabras que me suenan más raras cada vez que salen de mi boca, que en Estados Unidos se ha considerado muy común manipular los resultados de las elecciones impidiendo que la gente vote. Sí, la privación del derecho del voto ha sido un tema político y legal importante durante décadas. Pero esas luchas han tendido a ser formuladas como una cuestión de derechos individuales, en lugar de una cuestión sobre la integridad del sistema en su conjunto.
Consideremos las elecciones presidenciales de 1960. Después de que John F. Kennedy venció a Richard Nixon por un estrecho margen, se rumoreó que el Partido Demócrata de Illinois había robado las elecciones al emitir votos falsos para los demócratas o al no contar los verdaderos votos emitidos por los republicanos. (Lo que probablemente hicieron, aunque hay algunas dudas sobre si realmente marcó una diferencia en la disputa presidencial). Eso fue malo. ¡Niños, no roben las elecciones!
Pero era 1960. En el sur, una combinación de leyes racistas, impuestos electorales, pruebas de alfabetización e intimidación violenta excluyeron a los ciudadanos negros del voto casi por completo. En muchos lugares, el Partido Demócrata del sur operaba como un régimen de facto de un solo partido, al crear enclaves autoritarios que restringían los derechos tanto de los blancos como de los negros. Así que aunque había algunas pruebas de que los demócratas de Illinois interferían en las elecciones, no había ninguna duda de que las leyes de Jim Crow de segregación racial lo hacían.
Sin embargo, no hubo controversia nacional sobre el derecho de los ganadores de las elecciones del sur a tomar el cargo, o la asignación de los votos electorales de esos estados. Los votos que se emitieron en Illinois dieron lugar a disputas sobre la legitimidad. Los votos que no se emitieron en el sur no lo hicieron.
Y aunque la cuestión de si la Corte Suprema “robó” las elecciones presidenciales de 2000 al detener el recuento de votos de Florida sigue siendo una controversia vigente, es raro escuchar a alguien que sugiera que la práctica de Florida de privar a los delincuentes del derecho al voto fue suficiente para hacer que la elección fuera intrínsecamente ilegítima, independientemente de lo que hiciera el tribunal, aunque el número de personas expulsadas de los padrones electorales fuera considerablemente mayor que el margen de victoria de George W. Bush allí.
En otras palabras, una de las principales cosas que hay que entender sobre las elecciones en Estados Unidos es que ganarlas impidiendo que la gente vote es una estrategia de bajo riesgo y alta recompensa. Y es una que los republicanos han perseguido fuertemente en los últimos años, al purgar los padrones electorales y al apoyar los requisitos de identificación y otras reglas que suprimen la votación dentro de los grupos que probablemente se inclinen por los demócratas.
Ahora, sin embargo, el presidente Trump puede estar poniendo a prueba los límites de la tolerancia pública de esa estrategia. Sus admisiones casuales de que espera que los recortes al presupuesto de correos bloqueen la votación por correo han violado la regla tácita de que la privación del derecho al voto debe ser para las personas de color, los pobres y otros grupos desfavorecidos. En elecciones pasadas, las personas que más votaban por correo eran los mayores de 65 años, un poderoso grupo demográfico que se muestra más blanco y conservador.
En la elección de Florida en 2018, cuando el gobernador Ron DeSantis y el senador Rick Scott, ambos republicanos, vieron cómo se estrechaban sus márgenes de ventaja de la noche de las elecciones al contarse los votos por correo durante la semana siguiente, el presidente Trump tuiteó que la elección debía ser declarada a favor de los candidatos republicanos porque las últimas papeletas habían “aparecido de la nada”. Pero retiró la queja después de que ambos hombres ganaran, e hizo que su objeción pareciera partidista en lugar de sustantiva, un historial que podría volver a perseguirlo si intenta desafiar los resultados de las elecciones de este año por motivos similares.