Una de las peores consecuencias de un gobernante autoritario, o con tendencias autoritarias —y la carencia de precisión en estas dos formulaciones es porque hay un amplio registro donde caben múltiples ejemplos pero que de momento es mejor no establecer comparaciones— es no solo amparar sino alentar la ignorancia. En estos días la ignorancia abunda, crece a diario en las redes sociales y particularmente entre los seguidores de Trump.
Hay en marcha toda una maquinaria orquestada para fomentar la confusión y el miedo, con el objetivo de revertir un proceso democrático.
Como parte de ese proceso, algunos legisladores y funcionarios del actual gobierno juegan una carta donde al tiempo que cumplen objetivos políticos e ideológicos —quizá hasta órdenes o simplemente se ponen a tono con los deseos del mandatario—, tratan de aparentar un mínimo de dignidad desde hace tiempo perdida o sin mucho interés en conservar. El secretario de Justicia, William P. Barr, es el ejemplo más conspicuo.
Desde su llegada al cargo —ese cargo que según él no buscaba, y así alardeó con falsedad durante su proceso de confirmación— Barr se ha destacado en desempeñar dicha función sibilina. Solo lo supera el senador Mitch McConnell, pero para éste el papel de cancerbero del Partido Republicano en el Senado —y su exitosa tarea tanto en poner trabas como en hacer avanzar una agenda reaccionaria— tiene un desempeño más ilustre, aunque despreciable para quien esto escribe.
Barr es simplemente el sabueso de turno. Lo hace bien, pero cada vez se enloda más en ello.
El secretario de Justicia autorizó el lunes a los fiscales federales para que investigaran “alegaciones específicas” de fraude antes de que se certifiquen los resultados de las elecciones presidenciales en los estados.
La autorización de Barr tuvo como resultado inmediato que el funcionario del Departamento de Justicia a cargo de la supervisión de las investigaciones de fraude electoral, Richard Pilger, renunciara a las pocas horas de conocerse el anuncio.
Sin embargo, Barr aclaró en el memorando de autorización que ello no significa dar carta blanca a cualquier acusación, alegación o rumor.
“Las afirmaciones engañosas, especulativas, fantasiosas o inverosímiles no deberían ser una base para iniciar investigaciones federales”, dice el texto.
Así que el reproche al secretario de Justicia se limita al hacerse eco de una intención más que a iniciar persecuciones, cosa que no ha hecho.
Solo que la acción del fiscal general ha promovido gritos de euforia y falsas esperanzas —hasta ahora no justificadas— de revertir el resultado electoral.
Por ejemplo, un funcionario del Departamento de Justicia dijo que Barr había autorizado el escrutinio de las acusaciones sobre votantes no elegibles en Nevada y las boletas electorales llegadas tras el día de la elección en Pensilvania, de acuerdo a The New York Times.
En ambos casos, se trata de reclamos que los republicanos han hecho circular en días recientes, pero sin mostrar prueba alguna que los sustenten.
Dadas las cifras de los resultados electorales, ya computados en ambos estados, se trata de un ejercicio destinado a entretener a los partidarios de Trump con la apariencia de un triunfo que le quitaron, el wishful thinking de que su líder ganó y la ración diaria de nuevas sospechas.
Solo que al mismo tiempo ello contribuye al clima de desconfianza, cinismo y caos que busca alentar Trump, como una forma para mantenerse en el poder.
El papel de un funcionario público debe ser todo lo contrario a alimentar ese clima. Pero Barr ha escogido otro camino.