Cuba 2020 - 2021
Si algo han aprendido los castristas, para mandar a sus anchas, es a dividir y a provocar odios y enfrentamientos entre los gobernados.
Acto de repudio contra el periodista Reinaldo Escobar en el año 2009
Derechos Humanos en Cuba: la prédica del odio
No es nueva la táctica del régimen de demonizar al contrario -o simplemente al que le estorbe en sus designios- para que sea rechazado y odiado por la población. Siempre lo ha hecho. Desde el mismo 1959.
Recordemos las turbas enardecidas que gritaban ¡paredón! cuando fusilaban a troche y moche a policías y militares de la dictadura de Batista, y no todos precisamente culpables de asesinatos y torturas, como hacían ver los improvisados fiscales de uniforme verde olivo en aquellos circos de odio y venganza que llamaban Tribunales Revolucionarios.
Todo el que fue funcionario o estuvo vinculado con el anterior régimen, si no fue enviado a la cárcel, sufrió algún tipo de represalia. También las personas que simplemente votaron en las elecciones de 1958, boicoteadas por los rebeldes, incluso los que lo hicieron en contra de Andrés Rivero Agüero, el candidato oficialista.
Los gritos de ¡paredón! siguieron cuando ya los fusilados no eran los militares del ejército del anterior régimen, sino excombatientes del Ejército Rebelde y otros antiguos revolucionarios que, defraudados, se alzaban en armas en contra de la dictadura comunista instaurada, y que eran presentados por la propaganda oficial como “bandidos, terroristas y agentes de la CIA”, a los que achacaban crímenes horrendos contra civiles.
También, para implantar el ateísmo de estado, quisieron que se odiara a los curas católicos y a sus feligreses, a los que acusaban de “conspirar y apoyar a los contrarrevolucionarios”.
Los más humildes, beneficiados inicialmente por las primeras medidas del régimen revolucionario, envenenados por el discurso oficial que atizaba la envidia y el rencor, apoyaban las expropiaciones y se alegraban de los males de los burgueses, “los siquitrillados”, como los llamaban, que eran presentados como “los explotadores insensibles que se enriquecieron a costa del sudor y la miseria de los trabajadores”. Fue un estado de ánimo que duró en gran parte de la población hasta que los expropiados ya no fueron los terratenientes y los magnates, sino también, luego de la llamada “Ofensiva Revolucionaria” de marzo de 1968, bodegueros, tenderos, y hasta los barberos, dueños de puestos de fritas y zapateros.
Los que se iban del país tenían que soportar todo tipo de humillaciones y vejámenes. Eran tildados de “gusanos” y “apátridas”. Sus familiares debían romper con ellos, olvidarlos para siempre. Y para cerciorarse de ni siquiera te carteabas con ellos, estaban aquellas planillas “cuéntame tu vida”, que había que llenar para cualquier asunto o solicitud, y donde indagaban, además de a qué organizaciones de masas pertenecías y si profesabas creencias religiosas, si tenías familiares en el exterior y si mantenías relaciones con ellos.
La apoteosis del odio ocurrió en 1980, luego de los sucesos de la embajada de Perú, con los viles actos de repudio, similares a los progroms nazis, contra los que se iban por Mariel, que eran presentados por la propaganda oficial como “escorias, delincuentes, antisociales”.
Muchos de los que se presentaron para irse por Mariel tuvieron que declarar a las autoridades que eran homosexuales. Como si la homosexualidad fuese un delito. Porque la homofobia y el machismo también fueron utilizados por el régimen para sembrar el odio y el rechazo al diferente entre los cubanos. Luego de los campamentos de trabajo forzado de las UMAP, ¿cuántas veces escuchamos decir “a ese lo que hace falta es mandarlo a cortar caña”? Antes del CENESEX, ¿cuántos abusos contra “pájaros, afeminados, amanerados, bitongos y blandengues” estimularon estas actitudes homofóbicas en escuelas y centros de trabajo?
Los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), encargados de la vigilancia en los barrios, con sus delaciones e informes a la policía sobre desafectos, comisores de ilegalidades y otros sospechosos, han fomentado, durante décadas, un ambiente de temor, rencores y desconfianza entre vecinos convencidos de que “las paredes tienen oídos” y el “aquí no se sabe quién es quién”.
La envidia, los celos y las rencillas personales han sido utilizados por el régimen para fomentar y estimular la chivatería. Aprovechan lo mismo al vecino que envidia el nivel de vida de otro vecino que al que aspira a un puesto superior en su trabajo; al artista o escritor celoso del éxito de otro colega que a al opositor chantajeado y de ego inflado.
Los mítines de repudio, luego de 1980, han vuelto a ser empleados contra los que disienten. Para ellos, la Seguridad del Estado utiliza a turbas canallas envenenadas por el odio que les inculcan contra los “traidores y mercenarios pagados por el gobierno norteamericano”, como califica el régimen a los que se le oponen.
Si algo han aprendido los castristas, para mandar a sus anchas, es a dividir y a provocar odios y enfrentamientos entre los gobernados.
En los últimos tiempos, cuando se han agudizado las carencias, el régimen, en vez de enmendar sus fallidas políticas económicas, culpa de la escasez a acaparadores, coleros y revendedores, y llama a la población a denunciarlos a la policía, al igual que a los que en los mercados suben los precios de los productos por encima de los topes fijados por el estado o a los implicados en las llamadas “actividades económicas ilícitas”, que lo mismo puede ser un carpintero que el campesino de las lomas que vende el café que cosecha o el que produce quesos con la leche de sus vacas.
El régimen, para su prédica de odio, cuenta con los papagayos de la prensa oficial, que parecen competir entre sí en vileza y abyección.
Entonces, no debe asombrarnos la actual campaña de difamación del castrismo, que alcanza niveles delirantes, ya no solo contra los opositores, sino también contra los artistas e intelectuales que reclaman libertad de expresión y a los que intentan vincular con el terrorismo, en una evidente preparación del terreno para más represión.
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