Estados Unidos ha evolucionado de manera rápida durante los últimos 120 años; demográfica, cultural, religiosa y hasta idiomáticamente ha estado avanzando en la dirección de parecerse cada vez más a la sociedad cubana, afirma el autor de este artículo.
Las raíces profundas de la crisis nacional
Cuba pasa por un momento de crisis profunda de su Estado Nacional Independiente.
En razón de la ubicación y las características propias del archipiélago sobre el que se asienta, Cuba ha sido y es demasiado dependiente en lo económico del exterior; mientras que a su vez sus élites político-culturales han desarrollado un ansia de independencia política absoluta con respecto a todo lo que se halle más allá de sus costas. Esta incongruencia, que ha podido ignorarse por las mayorías al mirar hacia otra parte, es ya demasiado evidente para muchos tras sesenta años de una Revolución nacionalista a ultranza que ha venido a terminar en los dos últimos años, de acercamiento, de la administración Obama, y los subsiguientes cuatro de crisis bajo la de Donald Trump.
La razón de este desfase entre base económica y superestructura ideal se encuentra en los orígenes mismos de la Nación Cubana. Esta surgió en medio de un desfase semejante anterior, que solo pudo resolverse a medias y quedó por tanto pendiente en, y sobre nuestra Historia.
La Nación Cubana nace en medio de la contradicción entre la necesidad de los cubanos de alcanzar a desarrollar todas sus potencialidades económicas, y las innumerables trabas, de todo tipo, que a ello oponía la Metrópoli Española. La solución a la cual contradicción pasaba, para los primeros cubanos que trataron de solucionarla a finales de la década de 1840, por primero separarnos políticamente de España, y a seguido acercarnos lo más posible a los Estados Unidos. Estos últimos el mercado natural para nuestros productos, el imprescindible complemento para una economía como la cubana, necesitada de un alto grado de complementariedad económica.
El asunto estuvo en que, por una serie de escollos geoestratégicos, que no cabe detallar aquí, Cuba no consiguió separarse de España más que medio siglo después de sus primeros intentos de hacerlo, de la mano de sus élites económicas e intelectuales. Con lo que en el intermedio hubo tiempo para que surgiese y se estableciera en el tejido cultural de la Nación una clase político-militar, interesada ya no en resolver el problema de desfase entre base y superestructura, sino en levantarse en las nubes patrioteras de un país independiente, sobre el cual medrar a sus anchas.
Pero el escollo de veraz importante al plan cubano original estaba desde el mismo inicio en su segunda parte: acercarse lo más posible a Estados Unidos. Un problema que ya desde 1849 José Antonio Saco había señalado la diferencia cultural entre ambos países. Entre la Cuba española y Estados Unidos que se veían a sí mismos no como el expansivo proyecto universal liberal que creían descubrir en ellos los miembros de la mayoría de la élite económica cubana, sino como una civilización racial de los blancos angloparlantes y protestantes, opuesta a su vez a la civilización latina, hispanohablante y católica, del resto del hemisferio, incluida Cuba.
De hecho, esta diferencia se acentuó con el paso de los años, sobre todo tras la derrota del Sur Esclavista que tenía puntos en común con la sociedad cubana de los que carecía el Norte Abolicionista, hasta llegar a ser más acentuada que nunca precisamente en el momento en que Cuba por fin consiguió separarse de España.
El hecho estaba en que no solo bastaba con la voluntad cubana de buscar la anexión a Estados Unidos, sino que todo dependía más que nada de la voluntad americana de anexarse a Cuba. La cual no existía en 1899, como quedó manifiesto hacia esa fecha incluso para partidarios de la anexión como José Ignacio Rodríguez. La actitud de Estados Unidos en Puerto Rico lo evidenciaba. Cuba, habitada por el mismo tipo de individuos racialmente inadecuados para integrarse a la nación étnica del Norte que los de aquella Isla, solo podía ser admitida como dependencia económica pseudocolonial, al menos mientras la población en ella no mejorase étnicamente.
En consecuencia, en 1898 Cuba logra por fin separarse de España, y acercarse económicamente a Estados Unidos, aunque no hay anexión. Lo que quizás en sí mismo no hubiera sido un mayor problema si no fuera por el establecimiento en Cuba de la mencionada clase político-militar, transformada en político-cultural, y por la también mencionada mentalidad de civilización étnica dominante en los Estados Unidos por entonces. De un lado la clase aspirará desde un inicio a un grado de independencia política irrealista para un país tan dependiente en lo económico como Cuba, y del otro los americanos, desde su discurso de una supuesta superioridad étnico-cultural suya sobre los cubanos, al hacer crecer un sordo resentimiento en el corazón de estos, no harán más que retroalimentar esa aspiración.
El problema empeorará porque entre americanos y élites político-culturales queda atrapada en medio la población cubana. La cual, entre los años finales de la Colonia y los primeros de vida independiente, ha sido llevada por un conjunto de circunstancias a adoptar el nivel de consumo americano como aquel por debajo del que no se podría tener una vida decente y tolerable. Un nivel de vida que, sin embargo, la base económica dependiente nunca será capaz de asegurar más que a una parte de la población. Lo que poco a poco, durante el periodo republicano, desengañará a cada vez más y más cubanos con el modelo independiente en lo político, pero dependiente en lo económico. Así, ante la imposibilidad real de avanzar hacia un mayor acercamiento a Estados Unidos, léase anexión, que garantice poder cumplir con sus aspiraciones, dada la traba señalada en aquellos de verse como una civilización étnica que no puede admitir a millones de individuos como los cubanos, estos optarán por desplazarse hacia el extremo opuesto: un nacionalismo popular cada vez más radical, cuya pretensión en el fondo no es otra que lograr en otra parte lo que con el vecino resultaba imposible.
Es justo reconocer que una parte considerable de las élites republicanas intentó rebajarle el tono radical al nacionalismo cubano, a la vez que sacar las mayores ventajas posibles de la relación con Estados Unidos. Mas a su vez también las élites se encontraron entrampadas entre factores que les impedían hacerlo con eficacia. Ya hemos señalado la tendencia americana a vernos a ambas orillas del Estrecho de la Florida como pertenecientes a dos civilizaciones distintas, contrapuestas, lo que a su vez los hacia mirar a Cuba como una colonia a ser explotada, y el resentimiento que ello provocaba en los cubanos. Debemos agregar ahora las presiones generacionales de las nuevas hornadas de políticos e intelectuales, en un país que había heredado de España una avidez excesiva por los puestos públicos. Esas nuevas hornadas, en medio del sordo descontento de las mayorías republicanas, no encontraron mejor modo de diferenciarse de las generaciones anteriores que al acentuar el radicalismo de su discurso nacionalista. Y para ellos era imprescindible diferenciarse, porque solo así podrían tener esperanzas de hacerse con el Estado antes de que les tocase por el relevo generacional natural, a los cuarenta o cincuenta años.
La República acumuló vapor nacionalista durante sus 57 años, hasta que por fin un político, seguido fanáticamente por un sector de su generación, la del centenario del natalicio de Martí, se atrevió a liberar toda esa energía acumulada, a intentar cabalgar sobre ella en la persecución de sus desmedidas ambiciones personales. Con Fidel Castro y sus muchachones, en Cuba más que una revolución se da una explosión nacionalista. Por demás muy en la tónica de los tiempos de la segunda posguerra mundial, en que Nasser desafiaba desde Egipto a Washington, París, Londres, y hasta Moscú.
Fidel Castro adopta la lógica popular y explícita, desde la privilegiada tribuna del poder, lo que todos sienten, aunque muy pocos han conseguido, o se han atrevido a expresar con claridad: si Estados Unidos nos niega adelantar en una relación cada vez más próxima, que les permita a los cubanos vivir según los estándares americanos, y sin a la vez sentirse discriminados en el trato con ellos por motivos étnicos, solo cabe dar por terminada la relación de dependencia. En definitiva, arrancar a la Isla de su lecho marino, demasiado cerca de Estados Unidos, para llevarla muy lejos, al entonces casi ignoto Mar Antártico, como ya en 1900 Enrique José Varona describiera en una vívida imagen el meollo de los sueños de los nacionalistas cubanos radicales de todos los tiempos.
No obstante, a esa lógica popular adoptada por el poder no tarda en imponérsele la realidad material de la Isla, que no puede sustentar sobre ella una economía autárquica. La realidad se impone casi de inmediato sobre las fantasías de “La Revolución”.
De dos maneras intentará La Revolución solucionar la contradicción entre su nacionalismo radical y la incapacidad autárquica del Archipiélago Cubano. De preferencia al intentar contagiar el espíritu revolucionario cubano a América Latina, para así crear una Unidad Latinoamericana la cual no es más que un eufemismo para el intento de imponer un súper estado estalinista, controlado desde La Habana, y dominado por los principios y valores revolucionarios, cubanos. En segunda opción al aprovechar lo más valioso del país: la propiedad inmobiliaria Cuba, situada en el vecindario del centro del sistema-mundo contemporáneo, pared con pared con su potencia central, Estados Unidos de América. La cual propiedad La Revolución pondrá en valor al venderse como la aliada ideal de todo aquel que en el mundo de su época esté interesado en molestar a Washington, a cambio de que a su vez ese aliado brinde a Cuba la complementariedad económica necesaria.
De más está decir que ambas maneras han fracasado. Si es que lo miramos desde el punto de vista en que lo que importa no es exhibir un alto grado de independencia de la entidad estatal cubana, sino satisfacer los niveles de vida a que aspiran los cubanos: los americanos.
Que los estándares cubanos no han dejado de ser los americanos se evidencia aún en los períodos en que hubo una casi total desconexión de la sociedad cubana de la americana. El Éxodo del Mariel, ocurrido precisamente en medio del período más próspero de La Revolución, a fines de los setenta e inicios de los ochenta, lo demuestra a las claras. La apertura cubana de los noventa a la comunicación más fluida entre la sociedad cubana y la americana, en especial de los cubanos de la Isla con su comunidad exiliada, solo ha provocado un reforzamiento de la tendencia, e incluso su difusión hacia ciertos sectores antes no muy influidos por ella, como el campesinado que La Revolución urbanizó a las buenas, o a las malas.
Lo cierto es que La Revolución, que fue un legítimo intento de superar mediante más independencia la incongruencia cubana entre base y superestructura, ha demostrado, sobre todo tras el periodo de acercamiento de Obama, que Cuba solo podrá encontrar reposo entre las aspiraciones de sus gentes, con sus caras casi aplastadas contra los cristales de la vitrina americana, y su realidad, en el ahondamiento de su relación con los Estados Unidos.
Una conclusión válida hoy, cabe aclarar, pero no solo por la experiencia revolucionaria con su intento de llevar al absurdo el argumento independentista, sino porque también Estados Unidos ha evolucionado de manera rápida durante los últimos 120 años. Demográfica, cultural, religiosa y hasta idiomáticamente ha estado avanzando en la dirección de parecerse cada vez más a la sociedad cubana, al punto que ya hoy la corriente política americana que trata de conservar el ideal de una civilización étnica, diferente de la cubana, el Trumpismo o Novísima Derecha, se ve atravesada de incoherencias y ha demostrado ser minoritaria. Incluso en cuanto a cultura política popular se ha dado un acercamiento mutuo, ya que la más social cubana tiende con el tiempo a acercarse a los valores del individualismo americano, mientras, sobre todo en las nuevas generaciones de Estados Unidos, se nota la tendencia contraria.
¿Qué pasa en definitiva hoy en Cuba? Un momento de profunda crisis nacional, que ojalá nos sirva para sacar las experiencias de nuestro pasado, identificar qué queremos en verdad, y en consecuencia nos sentemos a consensuar los pasos a dar, como colectivo humano, en la edificación de nuestro futuro, y el de nuestros descendientes.
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