El papa no se pronunció, pero tampoco hacía falta. Cuando, en 2011, una asociación de gays cristianos pidió a Benedicto XVI que nombrara a San Sebastián patrón del colectivo LGTBI, la máxima autoridad eclesiástica guardó silencio. En realidad, continuó con un silencio preexistente: el que llevaba manteniendolo la Iglesia durante los últimos siglos sobre este tema.
Quisieron censurarlo y finalmente optaron por ignorarlo, pero no tuvieron éxito: uno de sus mártires más reconocibles se había convertido en un icono gay. Empezó de forma discreta en representaciones custodiadas en sus propias iglesias, financiadas con su propio dinero. Pero sus connotaciones homosexuales acabaron siendo más explícitas cuando traspasó las puertas de la basílica. Desde hace más de 18 siglos, la figura de San Sebastián ha sido revisitada una y otra vez por la pintura, la literatura, la historia y el cine. Pero ¿cómo surgió de las entrañas del cristianismo el icono de un colectivo al que esta religión lleva siglos combatiendo?
Sebastián era un militar del ejército romano que gozaba de una buena posición hasta que confesó su fe cristiana. Fue entonces cuando el emperador Diocleciano ordenó que lo apresaran, desnudaran y ejecutaran a flechazos. Es esta la escena que han representado los pintores del cristianismo, convirtiendo su martirio en el más representado de la historia del arte. Pero lo cierto es que Sebastián no murió entonces: fue curado de sus heridas y, en lugar de esconderse y sobrevivir, se presentó ante Diocleciano una vez más. El 20 de enero del 290 d.C. fue lapidado y su cadáver fue arrojado a la Cloaca Máxima de Roma.
La imagen de un hombre apedreado que se hunde en las alcantarillas es menos agradecida de pintar. De hecho, en la historia del arte solo hay un cuadro famoso que represente este momento (del italiano Ludovico Carracci). Sin embargo, la iconografía que arrojaba su primer martirio era mucho más poética, más bella y mucho más fácil de reconocer por parte de los fieles.
Estos motivos convirtieron a San Sebastián en un icono recurrente de los pintores del cristianismo. Pero la popularidad de su imagen no nació del arte sino de la enfermedad. Durante la epidemia de la peste que diezmó Europa en la Edad Media, la gente empezó a colgar estampas del santo en la puerta de sus casas para protegerse: a fin de cuentas, él había sobrevivido a un martirio. Su estampa se convirtió en una especie de talismán que alejaba enfermedades y así San Sebastián se hizo más ubicuo que Rosalía.
EL ‘REBRANDING’ DE SAN SEBASTIÁN
Pero en aquel entonces el mártir era representado como un hombre mayor, barbudo, de cabello cano. Nada que ver con la imagen de efebo depilado y musculado que ofrecería más tarde.
San Sebastián necesitaba un cambio de imagen y este le llegó durante el Renacimiento. La recuperación de la estética clásica hizo que los artistas emularan la heroica forma masculina del arte griego y romano. Pero Hércules no pagaba el alquiler; si querían estar financiados por la Iglesia, tenían que ceñirse a personajes de la fe cristiana y dentro del canon masculino tenían poco donde elegir.
La figura de Jesucristo estaba demasiado expuesta para representarlo como un hombretón fornido, pero las de los santos podían disimularse en el retablo. De entre todos ellos, el que más juego daba era San Sebastián. Botticelli, El Greco, Caravaggio, Ribera… A lo largo de los siglos muchos artistas representaron la figura desnuda y extasiada de San Sebastián. Pero quizá nadie lo hizo tanto como Guido Reni.
Guido Reni era un pintor boloñés del siglo XVI especializado en pintura religiosa. Su biógrafo, Carlo Cesare Malvasia, insinúa en varios escritos una homosexualidad oculta. Es quizá una forma de rematar una leyenda que surgió a la luz de algunas de sus obras más conocidas: los siete cuadros de San Sebastián. Reni volvió una y otra vez sobre la figura del mártir, destacando siempre su físico apolíneo y su expresión de placer doliente.
Toda esta producción, creada en el seno de la iglesia, fue apuntalando una imagen excesivamente sensual del santo. Tanto se les fue la cosa de madre que durante la Contrarreforma del siglo XVI se escondieron algunas pinturas pasadas y se pidió que se suavizara la carga sensual de las futuras para «no agitar los deseos pecaminosos de las monjas». Pero no era de las monjas de quienes se tenían que preocupar.
En su ensayo sobre la reinterpretación gay de San Sebastián (que responde al maravilloso nombre de Losing his religion), Richard A. Kaye fija la apropiación del mártir por el colectivo en el siglo XIX. Asegura Kayne que «los hombres gays vieron inmediatamente en Sebastián un anuncio conmovedor del deseo homosexual (de hecho, un ideal homoerótico) y un retrato prototípico de un hombre en el armario torturado». Y fuera del armario. Otros autores trazan un paralelismo entre su reivindicación de la fe y su forma de defender quién era con el orgullo y la visibilidad LGTBI.
María Bastarós y Nacho M. Segarra son los creadores de Inclusive Love, una visita guiada desde una perspectiva LGTBI que se organizó en el Thyssen Bornemisza. En el folleto, los autores explican que en esta época el santo adquiere una nueva connotación, la de depravado. «Si relevantes pensadores religiosos victorianos intentaron masculinizar al santo, un ejército de artistas decadentes estaban dispuestos a convertirlo en un icono del vicio y la corrupción», explican, mencionando a autores como Gustave Moreau, Odilon Redon, Oscar Wilde y Aubrey Beardsley.
El caso de Wilde es especialmente recurrente, pues tras su cumplir su condena por sodomía, en su exilio parisino, se hace llamar «Sebastian Melmoth». No es el único literato que lleva a San Sebastián de los cuadros a los libros. Otros autores como Tennessee Williams llamarían Sebastián a algunos de sus personajes, en una especie de lenguaje en clave para insinuar su homosexualidad.
Más explícito fue el autor japonés Yukio Mishima, que en su obra Confesiones de una máscara narra cómo quedó fascinado por la belleza de un San Sebastián de Guido Reni, fijando este momento como el del descubrimiento de su homosexualidad. Más tarde se hizo unas fotos emulando el cuadro en cuestión, lo que le restó puntos para ganar un Nobel de literatura que muchos daban por hecho.
Federico García Lorca también estaba fascinado con la figura del santo. El dramaturgo español aseguraba que «una de las posturas más bellas del hombre es aquella de San Sebastián».
El psicoanalista Sigmund Freud aportó su visión sobre este fenómeno desde una óptica nueva, apuntando que la actitud receptiva e incluso gozosa con la que el santo recibe las flechas estaría vinculada con el deseo de penetración e incluso con un placer sadomasoquista.
Así, durante el siglo XX, su reivindicación como icono gay continúa de forma velada pero imparable.
Todo el mundo había reinterpretado al santo cuando la popularización de la fotografía y la despenalización de la homosexualidad empezaron a añadirle una estética kitsch y amanerada. Editoriales en revistas subiditas de tono, reinterpretaciones en el cine y el teatro desde una óptica queer… Cuando el mito estaba ya a punto de fagocitarse a sí mismo, ocurrió algo que lo volvió a conectar con sus orígenes.
Dicen que la historia es cíclica y en el caso de San Sebastián esta máxima se cumple a la perfección. El santo que se hizo popular para frenar las distintas plagas de Europa, el mismo que había empezado a quedarse anticuado con el nacimiento de los movimientos LGTBI, volvió a sus orígenes con una nueva pandemia que esta vez se cebó con el colectivo que lo había adoptado. El sida hizo que el mártir recobrara su originaria y supersticiosa función.
Las representaciones modernas del santo se hicieron otra vez populares y se fue adaptando su estética al momento. Desde entonces ha quedado encumbrado como el santo oficioso del colectivo LGTBI. Quizá no por la Iglesia, pero sí por una religión mucho más numerosa: la cultura pop.