UNA TRAGEDIA EN DOS TIEMPOS
En el mismo mes en que se celebra el Día Internacional contra la LGTBIfobia en el Deporte, el futbolista Phillip Lahm ha publicado un libro en el que aconseja a los deportistas gays no salir del armario. Todo un síntoma de cómo funciona aún el fútbol masculino (y que, afortunadamente, no sucede en los deportes femeninos)
Una enorme pancarta con una ilustración del futbolista Justin Fashanu y un arco iris se desplegó durante un partido entre el Norwich City y el Nottingham Forest el pasado diciembre en Norwich, Inglaterra.
“¿Quién lo aceptaría?”:
La triste y silenciosa historia de los gays en el fútbol continúa en 2021
La pasada semana, el diario alemán Bild publicó algunos extractos de El juego: el mundo del fútbol, el nuevo libro del futbolista Phillip Lahm. La frase que más ha dado que hablar va dirigida a los jugadores homosexuales a los que el alemán aconseja que no hagan pública su sexualidad: “Tendrían que soportar insultos y difamaciones, ¿quién lo aceptaría?”, afirma el campeón del mundo en 2014.
Lahm le predica al coro. A lo largo de toda la historia de las grandes ligas –Francia, Inglaterra, Italia, Alemania y España– tan solo un jugador en activo ha revelado su homosexualidad, y su nombre es símbolo de tragedia: Justin Fashanu.
El pasado viernes habría cumplido 60 años y, en su honor, cada 19 de febrero se celebra el Día Internacional contra la LGTBIfobia en el Deporte. Fashanu era pobre, gay y negro. Y tenía un talento desmesurado. Tras despuntar en el Norwich, su traspaso al Nottingham Forest lo convirtió en el primer jugador negro fichado por un millón de dólares. Allí se encontró con el mítico Brian Clough –uno de esos entrenadores de la escuela de sensibilidad de Luis Aragonés, que en 2006 causó indignación al rechazar un ramo de flores con la frase: “¿Me van a dar a mí un ramo de flores, que no me cabe en el culo ni el bigote de una gamba?”–. Cuando la vida privada del futbolista empezó a ser un secreto a voces, Clough se lo recriminó en el vestuario: “Si quieres una barra de pan, ¿adónde vas? Al panadero, supongo. Si quieres una pierna de cordero, al carnicero. Entonces, ¿por qué sigues yendo a esos malditos clubs de maricones?”.
La falta de apoyo dentro del club y los insultos de los aficionados desequilibraron al jugador, que acabó siendo apartado del equipo. En 1990, tras ser chantajeado por el tabloide The Sun, acabó confesando su homosexualidad en una portada que rezaba: “£1m Soccer Star: ‘I am gay”, (La estrella del fútbol de un millón de libras: “Soy gay”, en castellano). Su carrera se terminó, su familia lo repudió y los medios se cebaron con él. En 1998, se suicidó.
Como era de esperar, el ejemplo de Fashanu no ayudó a que otros futbolistas diesen la cara. Por eso el consejo de Lahm es innecesario: tres décadas después de la muerte del británico, ningún otro jugador de las grandes ligas en activo ha reconocido ser gay y tan solo uno lo ha hecho tras retirarse. Thomas Hitzlsperger, compañero de filas de Lahm en la selección alemana, lo hizo cuatro meses después de finalizar su exitosa carrera y “para impulsar un debate público sobre la homosexualidad entre los deportistas profesionales”. Un gesto que muchos calificaron de valiente y otros de hipócrita, porque Hitzlsperger desveló su sexualidad tras encontrarse alejado del césped, lo cual no enviaba un mensaje muy optimista a unos niños que seguirán creciendo sin referentes o, peor, con unos referentes que les enseñan que es más prudente ocultar una parte natural de sus vidas.
Ese silencio no es exclusivo del fútbol. Hace unos días, y con motivo de los actos contra la LGTBIfobia en el deporte, el jugador de la NFL Ryan Russell habló de su decisión de declararse bisexual hace un año. En los 101 años de historia de la NFL, la Liga de Fútbol Estadounidense, no había habido ningún atleta abiertamente gay y quiso cambiarlo. “Es abrumador, pero tengo que seguir avanzando. Quiero ser el primero, pero no el último”, declaró a BBC Sport. Si no lo hizo antes fue porque antepuso su seguridad económica y la de su familia a su propia vida personal. Mientras sus compañeros de equipo hablaban de sus ligues ocasionales o sus parejas, él tenía que ocultar esa faceta de su vida para no perder patrocinadores, recibir insultos ni renunciar a un trabajo que era su vida. “Ahora me doy cuenta de que ninguna de esas razones valen mi propia salud y bienestar”, ha sentenciado.
También fue el primero, y por ahora el último, Jason Collins, jugador de la NBA que reconoció su homosexualidad en 2013. “No me propuse ser el primer atleta abiertamente gay que compite en un gran deporte de equipo estadounidense, pero como lo soy, estoy contento de comenzar la conversación. Desearía no ser ese niño de la clase que levanta la mano y dice: ‘Soy diferente’. Si fuera por mí, preferiría que otros hubieran dado antes este paso. Nadie lo ha hecho, y por eso levanto la mano”, declaró el jugador en Sports Illustrated. Al año siguiente se retiró y, ocho años después, ninguno más ha seguido su camino.
Pero también hay excepciones felices, o todo lo feliz que puede ser la historia de un hombre sano, rico y exitoso que llegó a plantearse el suicidio simplemente por ser incapaz de afrontar que estaba enamorado de otro hombre: Gareth Tomas, una de las grandes leyendas del rugby británico y capitán de la selección de Gales. En 2009, reveló al Daily Mail que era homosexual y que si no lo había desvelado antes es porque temía no ser aceptado: “Casi me lleva al suicidio”. Su gesto de valentía fue inspirador, pero como parece que ninguna buena acción queda sin castigo, hace un par de años sufrió una agresión homófoba por parte de un adolescente.
España también tiene una figura inspiradora, Víctor Gutiérrez, una de las estrellas del waterpolo patrio. Gutiérrez, que reveló su homosexualidad en 2018 en la revista Shangay, declaró a EL PAÍS los motivos que le llevaron a hacerlo: “Cuando tenía 13 años, si hubiese visto futbolistas con su chico, mi proceso hubiese sido más fácil”. Un argumento que no parece ablandar el corazón de las grandes figuras de los deportes mayoritarios que, por ahora, no se plantean el debate de la visibilidad.
Está claro que los deportes de equipo masculinos no son un buen entorno para los homosexuales. ¿Mejora la situación en los individuales? No parece. Solo hay que fijarse en tenistas, nadadores o golfistas. El silencio es ensordecedor. Los pocos que lo han desvelado pertenecen a deportes minoritarios o lo han hecho tras finalizar su carrera, como el nadador Ian Thorpe. Tras escribir una autobiografía en la que negaba rotundamente ser homosexual, y después de un tratamiento contra la depresión, El Torpedo lo reconoció en una entrevista en el canal australiano Channel Ten.
La mejor muestra de esa falta de deportistas abiertamente homosexuales han sido los pasados Juegos Olímpicos de Río. De los más de 11.000 que participaron, no llegaban a 50 los que se reconocen abiertamente como homosexuales. ¿Cómo puede ser que en un momento en el que una influencer de 17 años como Jojo Siwa, con un público eminentemente infantil, habla con naturalidad de su novia, la estrella adolescente de los eSports SonicFox aprovecha cualquier foro para recordar que es gay e incluso Disney estrena su primera serie protagonizada por un personaje queer, adultos en el cénit de sus carreras, avalados por su talento y con millones en sus cuentas bancarias, sigan siendo incapaces de erigirse como los referentes que ellos mismos habrían deseado tener?
Hay varias causas posibles. Por una parte está el perfil heteronormativo, machista y conservador del deporte. Cualquier intento por apartarse de la norma ha sido severamente castigado. Hace 20 años el “Guti maricón” que coreaban los rivales del Real Madrid era una letanía tan inherente al equipo como el “así gana el Madrid”, y el insulto estaba motivado, básicamente, porque Guti lucía melena. El cuento ha cambiado poco: hoy, el lateral del Arsenal Héctor Bellerín tiene que escuchar como desde las gradas le llaman “lesbiana” por llevar el pelo largo.
También influye el desinterés de las instituciones, que además de consentir los insultos homófobos en los estadios, dan el visto bueno a la celebración de competiciones internacionales en países con “zonas libres de homosexuales” como Polonia; Rusia –donde el Mundial de Sochi supuspo una bofetada a los deportistas LGTBIQ– o Qatar, sede del próximo Mundial y donde la homosexualidad está penada con 15 años de prisión.
Otros lo achacan al temor por la pérdida de patrocinios, aunque eso chocaría con la receptividad con la que han sido recibidos figuras como Gus Kenworthy, el primer atleta abiertamente gay que ha competido en unos Juegos Olímpicos de Invierno. Visa, Procter & Gamble, United Airlines y Deloitte son solo algunos de los patrocinadores que se subieron al barco de un deportista que acabó protagonizando la serie American Horror Story 1984.
El beso que le dio a su pareja tras una de las pruebas se convirtió en la imagen más poderosa de los juegos de Pyeongchang. Kenworthy actúa con naturalidad porque sabe lo que es crecer sin referentes. “No me di cuenta de que este momento estaba siendo filmado, pero estoy muy feliz de que así fuera. Mi yo de la infancia nunca hubiera soñado con ver un beso gay en la televisión en los Juegos Olímpicos, ¡pero por primera vez un niño puede verlo en su casa! El amor es amor”, escribió en su cuenta de Twitter.
Que algo tan cotidiano como el beso de una pareja se convirtiese en una foto de portada deja claro el camino que queda por recorrer. Los que se plantean por qué todavía es necesario un Día del Orgullo LGTBQ –y con más fuerza un Día Internacional contra la LGTBIfobia en el Deporte– deberían preguntarse por qué han visto más veces de las que pueden recordar a Tom Brady besando a Gisele Bündchen, Nadal abrazando a Xisca Perelló o Sergio Ramos declarando su amor a Pilar Rubio, mientras miles de deportistas tienen que esperar a llegar a sus casas y correr sus cortinas para poder celebrar sus éxitos con sus parejas para no ser insultados, golpeados o despedidos.
Esa falta de referentes no se vive de igual manera en los deportes femeninos. Tal vez porque esa misma lógica absurda que considera que los gays son débiles para practicar deportes, da por sentado que todas las deportistas son lesbianas. O tal vez porque la misma capa de invisibilidad que envuelve a los deportes femeninos en general las protege del escrutinio más descarnado. Sea cual sea la razón, lo cierto es que tanto el número de mujeres lesbianas que han decidido dar un paso al frente como su relevancia es muy superior al de hombres.
En 1981, Martina Navratilova salió del armario en el New York Daily News. Lo hizo tras abandonar su Checoslovaquia natal donde “los gais eran enviados a asilos para enfermos mentales y las lesbianas nunca salían del armario”. El mismo año se desveló el lesbianismo del otro gran icono del tenis, Billie Jean King. En la cima de sus carreras se convirtieron en ese referente imprescindible que facilitó el camino de las Mauresmó, Novotna, Mandlíková o Gigi Fernández, unas niñas que crecieron viendo jugar a sus ídolos y también leyendo sobre sus relaciones tan felices, tristes, anodinas o tumultuosas como las de los heterosexuales. Muchos se preguntan por qué hay tantas lesbianas en el tenis. La respuesta es sencilla: no hay más que en el resto de los deportes, pero ellas han tenido referentes que les han enseñado que no hay motivos para esconderse.
Tampoco son infrecuentes las lesbianas en el baloncesto o el fútbol. Dos de las mayores estrellas de estos deportes, la dos veces MVP de la WNBA Elena Delle Donne y la futbolista Megan Rapinoe, son lesbianas. Lo mismo ocurre en España con Mapi León, que en 2018 lo reveló en su cuenta de Instagram. Al igual que Fashanu, ella también fue una pionera: fue la primera mujer del fútbol español por la que se pagó un traspaso. Pero sus historias no pueden ser más diferentes. Ni sus categorías. Mientras el fútbol femenino está en el siglo XXI, el masculino prefiere mantenerse en el pasado y seguir el consejo de Philipp Lahm, alguien que nunca a tenido que esperar a llegar a su casa y correr las cortinas para celebrar una victoria con la persona que ama.
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