Estados Unidos ha sido una tierra de inmigrantes, un lugar de acogida para muchos que esperaban encontrar una vida mejor. Ha sido y es una tierra de oportunidades que no siempre ha mostrado su mejor cara. Eso es lo que debían muchos de los que pasaban los controles en Ellis Island procedentes de una Europa que parecía que les había dado la espalda. Una de esas viajeras procedía del viejo continente, concretamente del Este, de la lejana Gorodok, en Ucrania. Se llamaba Clara Lemlich y fue la responsable de la primera gran manifestación por los derechos de las mujeres que se haya visto en Nueva York.
Lemlich procedía de una familia judía que había sido testigo de la decadencia de los zares y del empobrecimiento de un país que se iba hundiendo poco a poco. Por otra parte, la violencia contra los judíos del mismísimo gobierno ruso tampoco se lo estaba poniendo muy fácil. Eso le hizo tomar la decisión con los suyos de probar suerte en Estados Unidos a donde viajaron en 1903, aunque otras crónicas señalan 1905. Clara sentía cierta fascinación por aquel país: se había ganado algún dinero ayudando a escribir cartas para madres analfabetas que tenían a sus hijos en la otra punta del mundo. Con el dinero que ganaba compraba literatura rusa, pese a que su padre le había prohibido que la leyera. Cuando le descubrieron en casa ocultos ejemplares de obras de Tolstoi o Gorki, estos acabaron en el fuego y la muchacha tuve que empezar de nuevo a hacerse una biblioteca. Pero además de literatura, Clara también leyó en secreto a los primeros revolucionarios gracias al material que le proporcionaba un vecino. Fue entonces cuando empezó a surgir su ideario más comprometido.
Cuando se instaló en Nueva York, nuestra protagonista logró un empleo en la industria textil, como pasaba con parte de la inmigración judía e italiana. Fue en la fábrica de camisas Gotham donde empezó a trabajar seis días -de lunes a viernes-, durante once horas, por un salario de tres dólares a la semana. Poco a poco, Clara Lemlich fue comprobando que las condiciones laborales eran pésimas y que aquello era una total explotación laboral. Como ella misma escribió, se reducía a las mujeres a ser máquinas. Fue eso lo que la motivó para organizar a las mujeres alrededor del naciente Sindicato Internacional de Trabajadoras de la Confección de Mujeres (ILGWU). Clara incluso descubrió que compañeros en el mismo sector y con los mismos problemas se aliaban para poner en marcha protestas, pero sin contar con el concurso de las mujeres. Estaba claro: ellas estaban solas.
El 23 de noviembre de 1909, algo más de 20.000 mujeres inmigrantes, en su mayoría adolescentes, anunciaron una huelga de once semanas para protestar por las pésimas condiciones en las que debían hacer su trabajo y por un salario escandalosamente bajo. Todas ellas eran empleadas de la industria de la camisería de Nueva York, todas ellas cobraban una miseria, todas ellas pasaban demasiadas horas en talleres cosiendo y cosiendo. Aquello fue conocido como el Levantamiento de las 20.000, la mayor protesta protagonizada por mujeres que había visto la ciudad de los rascacielos hasta ese momento. Fue Clara la encargada de liderar el movimiento al proclamar tras escuchar los abusos de los que eran víctimas sus compañeras: “Soy una de las que sufre los abusos descritos aquí, y propongo que hagamos una huelga general”. Gracias a la iniciativa, entre 1909 y 1915 se sucedieron las huelgas protagonizadas por mujeres en Nueva York, Filadelfia, Cleveland, Chicago, Michigan, Iowa y Kalamazoo.
Clara fue incluida en la lista negra por parte de la industria textil de Nueva York, pero eso no impidió que siguiera dando la cara y protestando ante injusticias sociales. De esta manera, por ejemplo, fue una de las más firmes responsables de promover el voto de la mujer en Estados Unidos, al fundar la Wage Earners League for Woman Suffrage.
Clara se acabó convirtiendo en miembro del Partido Comunista de Estados Unidos, continuando con sus protestas, como cuando protagonizó una huelga de hambre ante los abusivos precios que había en el país durante la Primera Guerra Mundial. Tanto ella como su esposo, el impresor Joe Shavelson, y su hijo fueron víctimas de la llamada “caza de brujas” tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Fueron investigados durante décadas por los federales. Murió en 1982 a los 86 años.