En Cuba están dadas las condiciones para un eventual cambio de régimen. El resultado deseable sería un proceso de transición de un sistema basado en un régimen totalitario hacia otro democrático. Los pilares que han apuntalado a la dictadura por más de sesenta años han comenzado a debilitarse y, por ende, ciertos sectores de la sociedad cubana han mostrado un activismo amplio e inusitado, que ha contribuido a canalizar los sentimientos de muchos ciudadanos comunes hacia lo que Havel denominó como “vivir en la verdad”.
La meta de estos sectores, que han empezado a oponerse abierta y frontalmente al grupo apoyado por el Partido Comunista, que ha monopolizado el poder en el Estado cubano —y que lo ha ejercido sin limitaciones—, ha sido lograr la adhesión creciente de ciudadanos a su causa. Una tarea que, aunque lenta, no se torna imposible, y que constaría de dos etapas para su consecución. La primera, enfocada en ayudar a movilizar y unificar a las personas comunes a través del compromiso emocional en la búsqueda de la verdad; y una segunda etapa de acciones colectivas más concretas y transcendentes, como la asistencia a protestas pacíficas que agrupen a amplios sectores sociales en un objetivo común: la transición.
Históricamente, en los procesos de transición en algunos estados controlados por dictaduras, han existido factores que han acelerado el salto al vacío de grandes masas de ciudadanos comunes hacia protestas multitudinarias; por ejemplo, la muerte violenta de un líder disidente, como en el caso del Bogotazo en 1948 en Colombia, que se produjo tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán; o por un abuso de poder particularmente condenable, como la muerte de un ciudadano por las acciones de las autoridades de un Estado, como el ejemplo del suicidio de un ambulante que condujo a la revolución tunecina del 2011; o por la ocurrencia de casos de corrupción rampante, uno de los factores principales para el estallido social que condujo a la llamada “Revolución Blanca” egipcia del 2011; factores que, en todos los casos, se tradujeron en oleadas de indignación y protesta masivas.
Ante la ausencia de hechos excepcionales que empujan a grandes sectores populares a tomar las calles de una manera espontánea, se han dado situaciones en que los ciudadanos comunes han tomado la decisión de unirse a protestas masivas sobre la base de señales que han recibido de acciones específicas del Estado totalitario, que resultan intolerables a nivel ciudadano. Estas, unidas a factores como el recrudecimiento del sistema represivo o un empeoramiento de las condiciones económicas que redundan en una caída brusca y dramática del nivel de vida, producen un caldo de cultivo perfecto para que amplios sectores populares abracen movimientos disidentes. El movimiento de resistencia civil promovido por el sindicato Solidaridad en la Polonia de los años ochenta ilustra perfectamente este tipo de accionar por parte de movimientos de resistencia civil pacífica.
Algunas transiciones, muchas fracasadas, han sido promovidas no solo por ciudadanos comunes y opositores, sino también por sectores de las mismas élites que controlan el sistema totalitario. Estos grupos, en algunos casos, han impulsado el cambio de régimen ante el temor de perder control en transiciones que ocurrirían con o sin ellos, o como consecuencia de presiones o acontecimientos externos. Los casos de Imre Nagy y Alexander Dubček, líderes comunistas reformistas que se sumaron a las revoluciones húngaras de 1956 y Checoslovaca de 1968 —aplastadas violentamente por intervenciones soviéticas—, ilustran como se pueden producir estos procesos revolucionarios guiados por élites del régimen que se intenta cambiar.
También, en muchos procesos revolucionarios transitivos se han producido adhesiones masivas de ciudadanos a protestas cuando estos han creído que la acción colectiva en sí misma sugiere una debilidad del régimen. Son acciones colectivas de una sociedad civil en disidencia que de pronto se encuentra dispuesta, a partir de esta percepción de debilidad estatal, a poner límites a las acciones del Estado, y también a contrarrestar, penetrar, fragmentar y descentralizar ese poder estatal; como ocurrió en el caso de la Revolución de Terciopelo de 1989 en la antigua Checoslovaquia, que mostró que una vez activadas estas acciones colectivas a niveles lo suficientemente notorios, el miedo a represalias se desmorona y los que se han opuesto al régimen comienzan a darse cuenta de que no están solos.
Estas acciones de resistencia pueden a su vez ser avivadas, en los tiempos actuales, por nuevos recursos organizacionales como el uso de teléfonos móviles, el internet y las redes sociales, que han permitido a organizaciones relativamente descentralizadas coordinar acciones masivas.
Sin embargo, incluso en países donde se han producido protestas masivas en cierta medida espontáneas, o estas se han producido por acciones colectivas planificadas, es poco probable que se hayan podido mantener, y menos ser victoriosas, en ausencia de organizaciones que puedan desempeñar un papel de liderazgo y coordinación.
Dos importantes teóricos en el tema de las transiciones hacia la democracia, Acemoglu y Robinson, han presentado un importante argumento teórico sobre por qué es probable que las organizaciones o movimientos bien estructurados importen demasiado en los procesos exitosos de derrocamiento de regímenes dictatoriales. Según estos autores, cuando las movilizaciones masivas son transitorias, sin un objetivo y una organización bien estructurada que las dirija, sería casi imposible que los gobernantes autoritarios en ejercicio del poder cedan ante las demandas populares. En estos casos, para los autócratas, siempre ha tenido más sentido coaccionar, hacer concesiones reversibles y esperar a que pase la tormenta.
Por el contrario, las protestas masivas que derrocan regímenes y posibilitan una transición democrática, típicamente han involucrado interacciones estratégicas sostenidas, en las que las élites totalitarias primero intentan contener las protestas a través de una combinación de represión y concesiones parciales. Estas interacciones estratégicas pueden durar meses, o incluso años.
Según Acemoglu y Robinson, los gobernantes casi siempre se han visto obligados a ceder cuando las protestas han persistido y crecido, respaldadas por recursos, organizaciones y redes de comunicación que pueden sostenerse en el tiempo. Serían estos recursos organizativos, enfocados a una resistencia no violenta, los que en última instancia respaldarían las demandas expuestas por las disidencias políticas.
Existe una amplia literatura sobre campañas no violentas y masivas dirigidas por movimientos bien organizados, que ha documentado la variedad de estrategias disponibles para las oposiciones. Estos estudios han probado que la acción colectiva no violenta puede ser tan efectiva o incluso mas efectiva que la acción violenta. Además de la obra citada de Acemoglu y Robinson, libros como el de Gene Sharp de 1973: The Politics of Non violent Action: Power and Struggle, el aclamado texto de Erica Chenoweth y Maria J. Stephan de 2011: Why Civil Resistance Works: The Strategic Logic of Nonviolent Conflict, o el clásico de Sidney G. Tarrow de 1994: Power in Movement: Social Movements and Contentious Politics, constituyen obras que bien pueden servir de referencia a los cubanos en la búsqueda de una transición democrática exitosa que ponga fin a la dictadura.
En el caso cubano, la revisión de esta literatura nos sugiere que es urgente la centralización del disenso y las ansias de cambio de sistema hacia un movimiento bien estructurado y con una estrategia bien definida que, de una manera inclusiva y no exclusiva, ayude a los ciudadanos cubanos a superar su desgana natural a tomar riesgos y encauzarlos a acciones que impongan costos al régimen. Estas pudieran incluir todo tipo de acciones pacíficas, desde una huelga general hasta huelgas más limitadas y bloqueos de industrias selectas como hoteles, tiendas en divisas, cierre de ciudades o carreteras claves, sentadas masivas y otras formas de comportamiento disruptivo y no cooperativo, como bien pudiera ser la iniciativa de la “Cola por la Libertad”.
Un movimiento de este tipo en Cuba, con una dirigencia carismática, plural y estratégica, facilitaría una coordinación horizontal más flexible entre los diversos grupos, veteranos y noveles, que hoy se oponen a la dictadura como activistas contestatarios. Como ha argumentado Tarrow en “Power in Movement”, la movilización social siempre es más efectiva cuando está unida por “estructuras conectivas” que coordinan y aglutinan a varias organizaciones.
Un modelo organizativo de coordinación horizontal permitiría a movimientos sociales independientes aprovechar las capacidades organizacionales que residen en otras organizaciones aliadas, que aunque pudieran ser diferentes en intereses o ideologías, poseen el mismo objetivo: el fin de la dictadura.
Estas organizaciones cubanas pueden tener intereses que se superponen solo parcialmente; pero, no obstante, pueden aportar importantes recursos a la causa común. Los ejemplos incluyen iglesias, grupos culturales, asociaciones profesionales independientes, partidos políticos ilegales, periodistas independientes, organizaciones del exilio, etcétera. Estas coaliciones de actores de la sociedad civil, organizadas en un movimiento unitario, pudieran servir como “multiplicadores de fuerza” que aumentan el poder de facto ejercido sobre la élite comunista cubana.
Un tema central para la promoción de esta unidad entre actores tan diferentes en la búsqueda de un objetivo común es el diálogo, que debe ser promovido entre ellos, excluyendo —en las etapas de consolidación opositora y de fomento de movilizaciones— a las élites totalitarias. Este diálogo debe buscar que todos se integren a la movilización en un marco que redefina los intereses individuales de los actores disidentes involucrados, y los vincule a una nueva identidad colectiva.
Esta nueva identidad ayudaría a superar las barreras individuales para participar en acciones colectivas antigubernamentales de una manera diferente, que deslegitime el status quo promovido por la dictadura con el planteamiento de alternativas socioeconómicas y políticas plausibles para el futuro y convincentes para el ciudadano común; planteamientos que ayuden a convencer a aquellos escépticos de que su futuro con democracia es mejor que su presente con dictadura.
A modo de conclusión: este artículo argumenta la necesidad imperiosa de un movimiento que aglutine a amplios sectores sociales que buscan una transición democrática en el país; movimiento que actuaría como un mecanismo coordinador de diseño de estrategias enfocadas hacia la organización de un proceso de resistencia civil masivo; mecanismo que necesitaría estar dotado de un liderazgo con carisma, participativo y con responsabilidad ciudadana. Sería esta una tarea titánica, que pudiese tornarse larga en el tiempo, pero que podría conducir eventualmente a un cambio de régimen y la instauración de un sistema democrático en Cuba. Para ello se necesita de mucha humildad y de un pensamiento estratégico a corto, mediano y largo plazo por parte de aquellos que hoy están en el centro del combate al totalitarismo en Cuba.