Unas horas antes del inicio del Octavo Congreso del Partido Comunista de Cuba había quien aseguraba que el cónclave sería cancelado y pospuesta la salida de Raúl Castro de su cargo. La hipótesis no era del todo descabellada pero desconocía dos aspectos muy importantes del hasta ayer secretario del PCC: su mediocre predecibilidad y los casi 90 años que le pesan sobre los hombros.
Sin sorpresas, como quien lleva a cabo un plan largamente redactado hasta en los más mínimos detalles, Castro no solo inauguró la cita partidista sino que confirmó que su nombre ya no encabezará formalmente una organización colocada por encima de cualquier institución o entidad de poder en esta Isla. Se había preparado mucho para ese momento y postergarlo era correr el riesgo de morirse en el puesto.
Tras el anuncio, los medios de prensa internacionales se han ido llenando de titulares sobre el adiós de un apellido que ha regido el país por 62 años, pero sin percatarse de que el castrismo es más que un hombre y su clan. Se trata de una manera de manejar la política, controlar los medios de prensa, gestionar desde el sector militar la economía, definir los planes de estudio, llevar las relaciones internacionales y estructurar la propaganda ideológica.
Ahora, cuando Raúl Castro se despide de su secretariado en el Partido y atraviesa el último tramo de su finita biología, queda sobre los hombros de los sucesores que designó la responsabilidad de llevar a cabo las urgentes reformas que necesita el país. Pero emprender la ruta de esos cambios implica desarmar en buena parte al castrismo, ese sistema marcado por el voluntarismo, la ineficiencia y la intolerancia.
Moldeado e impulsado por Fidel Castro y posteriormente maquillado por su hermano con las flexibilizaciones llevadas a cabo en la década pasada, el castrismo ha terminado por erigirse en una forma de comportarse. De ahí que poco importa si el apellido que le da nombre ya no estará en las actas o los documentos. Mientras los herederos del poder no desmonten tal legado, será como si ambos hermanos todavía estuvieran al mando de la nave nacional.
¿Está Miguel Díaz-Canel dispuesto a desarmar esa estricta red de controles y absurdos en que el castrismo ha atenazado a todo un país? ¿Quiere trascender como un continuista que hundió la Isla o como un reformista que priorizó el bienestar de la gente por sobre la oscura encomienda de prolongar un régimen disfuncional? Mientras Raúl Castro respire es poco probable que esas preguntas puedan ser respondidas y, para entonces, la situación es posible que sea más catastrófica aún.
Para poder decir adiós al castrismo hay que remover pilares fundamentales que hacen de este rancio populismo, disfrazado de nacionalismo soberanista, un mal profundamente enraizado en Cuba. Hay que desmontar su odio a la diferencia, esa profunda alergia a toda crítica o disidencia que ha sido uno de sus signos más característicos. Pero su final también pasa por eliminar el centralismo económico con el que han controlado desde el comercio azucarero hasta la importación de un vehículo.
Para poder decir adiós al castrismo , se necesita extirpar la confusión de que la independencia nacional solo es posible desde el modelo de gestión socialista y, de paso, desarmar la falacia de que en Cuba rige algo parecido a un sistema de justicia social e igualdad para todos. Enterrar el castrismo pasa por abrir el parlamento a la pluralidad, los estanquillos a la diversidad de prensa y las escuelas a otras versiones de la historia.
No basta el panegírico de despedida de Raúl Castro este viernes ante una, cada vez más menoscabada en número y ascendencia social, organización partidista. El verdadero fin de la era de los Castro pasa por extirpar ese constante odio al otro, a la prosperidad, a la riqueza y a la libertad que una familia logró colar en el ADN de todo un país.
Raúl Castro se fue a bolina
Si uno es comunista y buena gente, pero no da resultados en su trabajo, el partido tiene derecho a pedirme el carné. Raúl Castro Ruz, febrero de 1987.
Raúl Castro Ruz asumió su derrota ante Estados Unidos, reconoció que en el seno del tardocastrismo habitan "ingenuos" reformistas y ordenó continuar fortaleciendo la defensa, durante la lectura de su último informe como máximo dirigente del Partido Comunista de Cuba (PCC).
El General de Ejército -que pasará a ser "un militante con el pie en el estribo"- reconoció, sin nombrarlo, que las medidas de la administración de Donald Trump pusieron a su régimen con el agua al cuello, hostilidad que persigue "provocar un estallido social", uno de sus temores atávicos desde la Primavera Árabe y el asesinato de Muamar El Gadafi, al tiempo que pidió a Joe Biden, sin mentarlo tampoco, un diálogo que respete la independencia y soberanía de Cuba, como si creyera que el mandatario norteamericano olvidó su desprecio al gobierno del que era vicepresidente.
El otro mensaje político de su discurso fue para los reformistas, identificados como "cuadros ingenuos", que abogan por cambios estructurales en la economía, incluida la propiedad privada, tildándolo de enemiga del pueblo, al que la revolución deberá seguir sirviendo mediante la preservación del ruinoso monopolio estatal comunista.
Raúl Castro recordó que Cuba sufre una guerra económica y ordenó que se siga fortaleciendo la defensa, que implicará al menos mantener el actual presupuesto bélico y el impopular servicio militar obligatorio, junto a movilizaciones periódicas para que "cada cubano tenga un medio" de defensa de la revolución, sin admitir el desgaste de esta y otras consignas y el daño que ocasiona el desvío de recursos económicos para una guerra imaginaria y útil -durante años- para exacerbar el nacionalismo emocional.
Al menos en la versión difundida públicamente por la televisión cubana no se apreció autocrítica por la actual crisis cubana, que sigue siendo culpa del enemigo imperialista, ni mensaje de condolencia y solidaridad con la familia de los casi 500 cubanos fallecidos por coronavirus y los actuales enfermos hospitalizados.
Castro, que aparenta estar en buena forma física a sus casi 90 años, compareció vestido de General de Ejército ante un Palacio de Convenciones semivacío por el azote del coronavirus; y se despidió como Primer Secretario del PCC traicionando su propia vocación reformista, desplegada en sus primeros años de mandato, cuando despenalizó la emigración y la compra venta de casas y vehículos, ensanchó los estrechos márgenes de la propiedad privada, incluidos pequeños negocios; para acabar pareciendo un Fidel profetizando plagas capitalistas a diestra y siniestra.
El comunista cubano que restableció las relaciones diplomáticas con Estados Unidos y recibió en La Habana a Barack Obama, acabó devorado por sus propios miedos, la ancestral desconfianza de gallero viejo y la amargura de saber que -pudiendo navegar con el viento a favor, el apoyo de Estados Unidos y sus aliados, que condonaron millonarias deudas; y asistiendo a la ilusión colectiva; cambió el rumbo para meterse en una galerna que ha descuajeringado a Cuba y dejado a los cubanos a la intemperie.
Ya sabíamos que Raúl no relevó a Fidel para instaurar la libertad y el capitalismo, pero si al menos hubiera procurado un vaso de leche y un buchito de café; ahora no tendría que estar calculando por qué estribo montaría mejor al caballo, teniendo un pie más corto que otro, y podría pasear, del brazo de su hermana Emma, por Yucatán, beber vino del año en cualquier bar de París, intentar una pollona de dominó en cualquier esquina y apostar a su gallo favorito, mientras le llega la hora de subir a reposar en Mícara, junto a Vilma, que nunca creyó en que los muertos salen.