MANUEL CUESTA MORÚA
Se confirma en su VIII Congreso: el Partido Comunista de Cuba es un partido antisocial. Entendámonos, esta condición no involucra siempre, ni en el plano individual ni en el grupal, asuntos penales o delictivos. En su comportamiento dentro de la sociedad, un comunista puede ser tan antisocial como cualquier persona que rompe las reglas de convivencia. La delincuencia o la sociopatía no tienen cariz ideológico.
Sin embargo, se entiende mejor la circunstancia antisocial cuando la comparamos con la condición antihistórica de un individuo, grupo o movimiento político. Ser antihistórico señala con el puntero del juicio político o intelectual a aquellos que se oponen a las tendencias fundamentales ―mancomunadas― que marcan el curso de acontecimientos, ideas, procesos y cambios culturales de un momento específico. Quien se resiste a ello no es necesariamente antihistórico. Solo está atrapado por la sorpresa y el temor al cambio de status que envolvería todo ese movimiento. Al final, se adapta. Por el contrario, quien se opone es devorado. Tal y como le está sucediendo a la Revolución cubana.
Es en este sentido que el Partido Comunista de Cuba es antisocial. Se opone a los cambios, una profunda mutación, cabría decir, que se ha producido en la sociedad cubana en dos direcciones: retomando por un lado su mirada hacia el futuro sin tutelas y, por otro, reencontrándose con su tradición de diversidad, invención y pluralidad. Un doble movimiento social hacia el futuro y hacia el pasado, sin presencia ni influencia del Partido-Estado, que solo puede conllevar a una diversificación y diferenciación de la sociedad en su original e inicial condición moderna.
Dos ejemplos, no tan banales. Refiriéndose a la posible relación armónica entre el sector privado y el Estado, el ahora primer secretario general del Partido Comunista de Cuba comentaba cómo las mascarillas plásticas habían sido introducidas en el país por representantes del sector privado, de regreso del exterior, sin que eso supusiera una competencia con el Estado. Por el contrario, dice el discurso, ambos podían trabajar juntos para lograr un suministro apropiado de un dispositivo facial tan importante para frenar la Covid-19. Lo que no es cierto en varios puntos. Estas mascarillas se comercializan en el mercado informal y son traídas por personas naturales. El Estado, por otra parte, no distribuye mascarillas ni en el mercado ni a través del sistema de Salud Pública y, finalmente, no ha dado pasos para formalizar una relación público/privada en el sector de la Salud, que las políticas contra la Covid-19 demandan con fuerza. La sociedad cubana tiene mascarillas porque se las autoproporciona.
El segundo ejemplo tiene que ver con el mundo de las Tecnologías de la Comunicación. A pesar de que una sola empresa tiene en Cuba el monopolio de las telecomunicaciones, el Gobierno cubano no ha sido capaz de desarrollar como contraparte ―hay que alegrarse― un conjunto de empresas, pequeñas, medianas o grandes que se desenvuelvan en el campo del hardware, la reparación y el software más avanzado. Todo esto se descifra y mueve mejor en manos del sector privado, poblado de jóvenes tecnológicamente avezados.
¿Qué dimana de estos dos ejemplos? Que donde antes el Estado tenía una presencia omnímoda, total, ahora la sociedad se autonomiza y se diversifica para responder a sus necesidades sin presencias "protectoras". Y que ambos procesos ―autonomía y diversidad― producen una complejidad y sofisticación cultural, social y económica imposibles de domesticar por el Partido Comunista. El último y mejor ejemplo es el mundo del bitcoin. El escenario de operaciones bursátiles y financieras entre ciudadanos, que está dejando atrás el tardío comercio digital de la banca cubana.
Es un fenómeno todoterreno, en todos los terrenos, que convierte en obsoletas todas las formas de organización social conectadas con el Partido-Estado. Su vaciamiento es imparable, sea por abandono, por inoperancia, ineficacia, parálisis o por relleno numérico en el vacío de sentidos de pertenencia. La Federación de Mujeres Cubanas, la Central de Trabajadores de Cuba, la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños, los Comités de Defensa de la Revolución y la Unión Nacional de Artistas y Escritores de Cuba no son sociedades activas ni trabajan con las nuevas demandas y herramientas sociales y culturales que se trasiegan con fluidez en los espacios inventados por la nueva sociedad. Lo que se acentúa por la naturaleza del Partido Comunista. Es un Partido de vanguardia, no es un partido ciudadano. Elige a sus miembros, no es elegible por los ciudadanos.
Los partidos de vanguardia, como las vanguardias artísticas, están pensados y diseñados para arrebatar el Estado, el espacio de representación, en nombre del pueblo y no devolvérselo nunca más. Es el problema de las vanguardias, que se ven a sí mismas muy por delante del resto de la sociedad y solo conciben guiarla. Vanguardia es elitismo y auto selección. Una especie de darwinismo político en el que solo los "más aptos" entran a la cofradía. Ello es la negación palmaria de la naturaleza de un partido político moderno que adquiere su sentido y legitimidad porque representa, en los viejos partidos, a militantes-ciudadanos; en los nuevos, a ciudadanos autónomos con sus diferencias e intereses.
Atenazado en su propia lógica, el Partido Comunista se convierte en una minoría dominante e ideológicamente colonizadora dentro de su sociedad. Cuando el resto de las minorías guardaban silencio, se alimentaba la percepción de que una minoría activada por el poder representaba a las demás, fundidas en una mayoría silenciosa.
Pero lo que ha sucedido es que, al igual que en el mundo de la sociedad civil, en el mundo de la definición política las minorías dominadas han aflorado: dentro de las religiones, dentro de la sociedad civil, en las hermandades, en la juventud, en todos los grupos poblaciones y dinámicos, y en la autopercepción creciente de los cubanos como ciudadanos. Ello ha implosionado los antiguos conceptos de mayoría y de pueblo.
Hay en este sentido un vacío de representación tanto por el Partido-Estado como por las expresiones políticas plurales que se han venido conformando a lo largo de estos años. La diferencia es que, mientras que los últimos tratan de orientarse e identificarse con la sociedad real en medio de la represión, el primero se inventa en cada discurso al pueblo que fue, al pueblo que quiere ver o al pueblo que necesita. Pura construcción verbal en un desfase peligroso, contenido solo por la represión y la coacción.
Y lo que es peor para el Partido-Estado, en su propio universo ideológico ya no representa todo lo que se agrupa en la izquierda halada, hacia el extremo. De modo que se trata de una minoría dentro de una minoría, que sigue intentando representar a otras minorías que tienen su propia identidad, dentro del perímetro de una mayoría inexistente.
El Partido Comunista de Cuba, haciendo uso de la autocrítica leninista, muy distinta de la crítica en su acepción lógica, reconoce su condición de minoría dentro de la minoría. El decrecimiento en sus filas, detenido, según su discurso oficial, está haciendo tendencia y no prosigue a más velocidad por su condición de Partido-Estado. La burocracia y la meritocracia lo tienen muy claro.
Ya en estado de negación, el VIII Congreso no incorpora en el lenguaje estos cambios en la sociedad. Otro ángulo de su condición antisocial. En uno de sus temas, el del trabajo fuera de sus estructuras, se refiere a los cubanos ya no como pueblo, sino como masa. Justo la categoría política menos recomendable hoy para mirar, analizar y tratar de conectar con la sociedad cubana.
La condición antisocial del Partido Comunista de Cuba se completa con su comportamiento legal. Aquí roza una de las figuras del Código Penal, traídas del viejo manual jurídico, para contener y sancionar conductas que, sin constituir delitos, son sancionadas por el Estado: la de "peligrosidad predelictiva", es decir, la "especial proclividad" de un sujeto para cometer delitos. El Partido Comunista es también antisocial en este sentido: es proclive a violar la Constitución y la ley, diseñadas en su seno, para castigar extrajudicialmente o a través del llamado lawfare (la guerra judicial contra adversarios) a quienes hacen uso de los derechos reconocidos en la Constitución o de las leyes que les amparan.
Pero no hay otra avenida lógica para un partido único, en medio de una sociedad occidental como la cubana que recupera sus propios fundamentos: gobernar contra ella, en nombre de una Revolución que la expulsa hacia el exterior o fuera de las tiendas en divisas imperiales.