El concepto de que la libertad actúa como un valor fundamental de motivación en cualquier pueblo ha demostrado ser más un ideal que una realidad. La lucha por la democracia en Cuba no solo ha sido reprimida con tesón, sino que también han actuado en contra de ella factores como la envidia, el odio y el delito compartido.
La represión no se detendrá en Cuba. No se trata de una afirmación dogmática ni de una respuesta fundamentada en un supuesto anticastrismo vertical. Es una característica de una forma de gobierno que para sustentarse necesita ajustes constantes, que cada vez son más torpes.
Durante décadas el gobierno ha desarrollado y mantenido un eficiente aparato represivo, cuya actuación permite una comparación simple: la incapacidad para producir bienes corre pareja con la eficiencia para generar detenciones.
Al hablar de represión en la Isla no hay que olvidar que la maquinaria intimidatoria, que ha permitido la permanencia de un régimen por 62 años, no puede ser denunciada en términos simples ni limitar su alcance, responsabilidad y consecuencias a los hermanos Castro.
En primer lugar porque hay mecanismos establecidos que van más allá de la obediencia a un tirano: parcelas de poder, privilegios y temores sobre el futuro. En segundo, porque no hay un amplio desarrollo de una conciencia ciudadana empeñada en una transformación democrática.
El no ceder una pulgada, el no admitir siquiera la necesidad de reconsiderar una política de represión feroz que no admite la menor disidencia, no es algo nuevo en Cuba. Ello no exime a esa actitud de ser una muestra de debilidad del sistema.
En gran medida, esa debilidad es consecuencia de los tres pilares sobre los que el gobierno fundamenta el control: represión, escasez y corrupción.
Al exigir una posición incondicional, se abrió la puerta a oportunistas de todo tipo, quienes a su vez se han desarrollado gracias a la escasez generalizada. Dichos oportunistas —llamados erróneamente “burócratas” por el propio mando gubernamental, cuando con mayor o menor sinceridad ha tratado de limitarlos— constituyen un estamento que limita u obstruye cualquier avance, porque lo considera un peligro a su supervivencia.
Si La Habana admitiera un mínimo de cordura, y diera muestras de superar el encasillamiento que ha mantenido por décadas, el peligro de un estallido social disminuiría. Sin embargo, lo único que hace es alimentarlo a diario.
Mientras el gobierno cubano se empeñe en definir su estrategia entre la apatía y la violencia, corre un peligro permanente de caos e ira, que hasta el momento ha podido controlar, aunque no se sabe hasta cuándo.
Si ha resultado una táctica errónea e inhumana el intentar utilizar un agravamiento general de la situación económica como detonante social —ya sea mediante el embargo, las restricciones al envío de remesas y a los viajes familiares—, es igualmente irracional, y un ejemplo de afán desmedido de poder, el no ceder un ápice en las libertades y garantías ciudadanas.
Detrás de este control extremo, que no admite reclamos en favor de los derechos humanos, hay un fin mezquino. El mantenimiento de una serie de privilegios y prebendas.
La represión política actúa como un enmascaramiento de una represión social más amplia. En última instancia, el régimen sabe que el peligro mayor no es la posibilidad de que la población se lance a la calle pidiendo libertades políticas, sino expresando sus frustraciones sociales y económicas.
De producirse un estallido social en Cuba, el régimen lo reprimirá con firmeza. No hacerlo sería la negación de su esencia y su fin a corto plazo. Imposible para él no usar la violencia. En cualquier caso lleva las de perder.
La habilidad del gobierno radica en evitar las situaciones de este tipo. Durante mucho tiempo logró sortearlo con diferentes oleada migratorias, pero de momento esa salida está agotada; quizá de forma permanente, lo que es más probable.
La represión siempre ha sido una espada de dos filos. Ayuda o garantiza la permanencia de un sistema totalitario o una dictadura. Si bien en su forma más descarnada y extensa —decenas, cientos, miles de arrestos y muertos— puede tambalearlo ante un precipicio.
El régimen de La Habana cuenta con una sagacidad a toda prueba para acentuar la profilaxis represiva y anticiparse y controlar las crisis. Cabe siempre añadir la pregunta: ¿hasta cuándo?