Para los egipcios y los griegos, solo existían aquellas cosas que eran nombradas. Nombrar las cosas es como damos veracidad a su existencia. Es por eso que diferentes voces al interior de la comunidad arcoíris han levantado y siguen levantando la mano para decir “¡Yo también estoy aquí!”. La visibilidad siempre es un primer paso para la exigencia de derechos y sus obligaciones consecuentes.
Hasta hace poco tiempo, gays, lesbianas, personas trans, bisexuales, intersexuales, asexuales e identidades queer, todas estaban cobijadas bajo la misma identidad de lo “gay”. Y se llegó a equívocos tales como “los hombres gays quieren ser mujeres” o “los bisexuales no existen, solo es una fase mientras se definen como gays”. Nombrar las diferencias es empoderarlas, es lanzar luz ahí donde antes había oscuridad y dotarle de una serie de características que les son propias e inherentes.
Al especificar con nombres y siglas entendimos que un travesti puede ser homo o incluso heterosexual, y que las personas trans “no están confundidas” ni enfermas, solo son trans. Pero todas estas precisiones no fueron gratuitas: tuvieron que ser nombradas primero, después explicadas y finalmente dignificadas. Estos son pequeños pasos en la dirección correcta y que crean grandes cismas. En 1990, la OMS dejó de considerar a la homosexualidad una enfermedad mental. Pero no fue hasta junio de 2018 que hizo lo mismo con la transexualidad, dejando de considerarlo como un trastorno. Casi treinta años tuvieron que pasar para que las y los trans también dejaran de ser considerados enfermos. Pero esto no hubiese ocurrido si no se hubiese hablado de lo trans como una esfera aparte.
El llamado “orgullo gay” llegó a Latinoamérica como un calco del “Pride”, el orgullo homosexual que germinó en movilizaciones tan importantes y emblemáticas como la de Stonewall, en Nueva York. “Pero, ¿orgullo de qué?”, se preguntaron muchos. El famoso “Pride” fue, ante todo, un arma de resistencia: darle la vuelta a la lucha y —como si una justa de judo se tratase—, neutralizar sus ataques y aprovechar la fuerza del contrincante.
La palabra “gay” significa alegre o festivo en inglés y a pesar de tener muchísimas razones para no estar alegres (persecuciones, segregaciones, discriminación, asesinatos), la comunidad decidió insistir: Estamos aquí. No vamos a callar lo que somos. A quienes pretenden silenciarnos y excluirnos vamos a contestarles con una lluvia de algarabía, de plumas y de glitter.
Y así es como nació el famoso “orgullo gay”. Y esa debería ser respuesta suficiente para aquellos que se preguntan “por qué no existe un orgullo heterosexual”. La respuesta es evidente y sencilla: porque a las personas heterosexuales no les gritan ofensas al ir agarrados en la vía pública de la mano de sus parejas. Porque a las personas heterosexuales no se les expulsa de sus casas por haber nacido diferentes. Porque a los heterosexuales no se les niegan derechos humanos y beneficios sociales. Porque ser heterosexual no es ilegal en más de 70 países del mundo.
Debemos de reconocer que las cosas ya no son las mismas que hace 40 años, y qué bueno. Aún hay 15 estados de la República Mexicana donde si se quiere aspirar al matrimonio igualitario, hay que recurrir a un amparo. Pero la jurisprudencia es clara y a nadie se le puede negar este derecho en el territorio nacional: la unión tardará, pero se dará. Porque desde 2015, la Suprema Corte de justicia dictaminó que (y cito al calce): “ninguna norma jurídica debe vincular el matrimonio a la procreación ni limitarlo únicamente a la unión entre un hombre y una mujer”.
Ya se ha avanzado mucho por la vía institucional para respetar los derechos humanos de la comunidad LGBT, pero hay mucho por hacer todavía en lo cotidiano. Es en las pequeñas acciones donde la homo, bi y transfobia todavía se resienten. Si queremos aspirar a generaciones futuras libres de violencia y de exclusión, debemos comenzar a tender puentes hoy y trabajar ya no desde la tolerancia, sino desde la empatía. En este panorama, también la educación juega un papel fundamental. En la medida en que hoy formemos seres humanos conscientes y empáticos en cuanto a la diversidad, a la inclusión y a la diferencia, habrá más esperanza de que un buen día los crímenes de odio por orientación sexual o expresión de género sean vistos como una prueba superada, como un testimonio amargo, pero ya lejano.
Hace cuarenta y un años, la primera marcha en la Ciudad de México fue un ejercicio de rabia, de visibilización, de reconocimiento del derecho más fundamental: el derecho a ser. Hoy, 41 años más tarde, en la marcha en la que recordaremos la violenta redada del baile de los 41 en el Porfiriato, celebraremos con nuevas propuestas: marchan los contingentes que exigen que los derechos de algunas esferas privilegiadas sean universalizados. Con el puño en alto, marchan por los derechos que aún faltan por conquistar. Pero también se marcha con alegría, creatividad y en tacones porque ya no se vive la misma opresión que hace cuatro décadas. Y ambas son totalmente válidas: al verse al espejo, la comunidad LGBT reconoce que ya ha ganado mucho y por eso festeja, pero también sabe que en pleno 2019 todavía hay mucho por hacer.
¿Qué nos queda por hacer, entonces? Ya se nos han reconocido derechos fundamentales como los de formar una familia, pero hace falta hablar más sobre personas trans, el reconocimiento legal de su identidad y sus necesidades médicas, sobre universalización del derecho a la salud, sobre ITS, sobre las nuevas oleadas de SIDA, sobre la precarización de la comunidad, sobre acceso al trabajo.
A pie de calle, nos queda entender que las luchas de las minorías históricamente oprimidas son las luchas de la humanidad por incluir a las diferencias y responsabilizarse de todos sus seres humanos y, por ende, nos atañen a todos. Así como hace décadas no era necesario ser una persona afrodescendiente para reconocer y apoyar la lucha de las personas negras, ni ser mujer para defender su derecho al voto, hoy no hace falta ser homo, bi, o trans para hermanarse en la lucha. Basta con reflexionar: “¿de qué lado de la historia quiero estar, de quienes hicieron un mundo más inclusivo en beneficio de todos, o del lado de quienes se opusieron a ello gracias a sus temores, desinformación o sus prejuicios?”.
Ojalá que en 41 años, este tipo de discursos ya no sean necesarios. Ojalá que ni un adolescente tenga que preguntarse “cómo le diré a mis papás que soy homosexual. Ojalá que en unas décadas, —¡o quizá en menos tiempo!— la marcha ya solo sea un ejercicio festivo, donde todos sean bienvenidos, y no se tenga que exigir paridad de derechos humanos, porque ya estén del todo conquistados. Y hacia allá debe apuntar la brújula de nuestra lucha de todos los días: a que las generaciones del mañana ya no vivan en carne propia la homo, lesbo, bi o transfobia. A que todos seamos reconocidos como iguales. A que todas y todos reconozcamos que es precisamente la diversidad lo que nos hace fuertes como sociedad y donde radica nuestra valía.