Amanece y el sonido de unas gallinas de un patio cercano se oye por todo el barrio, al llegar el mediodía se escuchan los gritos de una vecina que avisa que hay plátanos en el mercado de la calle Tulipán y, en la tarde, el chirrido de una carretilla cargada con dos chiquillos nostálgicos de un parque de diversiones se cuela por las ventanas. Son los sonidos de la crisis en Cuba.
Aunque las imágenes de largas colas, de las caras sin sonrisa y las bolsas vacías son las más recurrentes a la hora de describir la actual situación de esta Isla, hay una banda sonora del descalabro que apenas se describe pero que nos rodea por todas partes. Algunos de esos ecos se parecen a los que escuchábamos en los años 90, durante el Período Especial, como si la aguja del tocadiscos de nuestras vidas hubiera saltado y vuelto a comenzar otra vez a reproducir la misma música.
Estos últimos tiempos me recuerdan a aquella época en que unos vecinos de nuestro edificio criaron un puerco en su baño y para que no molestara demasiado le operaron las cuerdas vocales, al final el animal emitía un sonido ronco y aspirado mucho más inquietante que su gruñido original. Ahora, en un balcón cercano mantienen encerrados en una jaula a varios guanajos [pavos] que cloquean todo el tiempo, una práctica que intenta garantizar algo de proteína para las familias temerosas de que lleguen peores tiempos.
Pero también hay otro tañido permanente y es el de la irritabilidad. Llegan las palabrotas de las peleas hogareñas azuzadas por la falta de recursos y el forzado confinamiento que ha traído la pandemia en las familias con casos positivos por covid-19; el llanto de los niños que no entienden por qué no pueden salir a jugar y los sollozos del hijo cuya madre murió por falta de oxígeno o de medicamentos.
Una resonancia asfixiante, el coro de una ciudad y de un país desesperado.