Por los años sesenta el más intelectual de los lacayos castristas, Carlos Rafael Rodríguez, tuvo un largo conversatorio con los estudiantes de arte en La Habana.
De ese encuentro quedó su infame reflexión sobre la canción de contenido social que los principales trovadores americanos acometían en medio de la llamada contracultura.
Según el dirigente, los jóvenes cubanos no requerían ni pelo largo, ni “guitarrita”, ni canciones protestas porque Fidel Castro encarnaba ya ese espíritu de rebeldía, así como cualquier inconformidad que pudiera derivar de las medidas tomadas drásticamente por la Revolución.
Poco tiempo después Silvio Rodríguez llegó con un cancionero contestatario para desmentirlo. Su paso por el campo minado no fue muy largo, aunque se hizo de numerosos seguidores. Al final, no aguantó la presión y se rindió a las ventajas oficialistas.
Los otros fundadores de la llamada Nueva Trova prefirieron cantarle al amor y sus desventuras, aunque Pablito Milanés debió sufrir una temporada en las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción).
Silvio Rodríguez es ahora un anciano barrigón con ínfulas rebeldes, aunque, cuando es necesario, se afilia sin pensarlo al castrismo, que él considera perfectible, como otros artistas de su estirpe y edad.
Sus discípulos, Carlos Varela, Frank Delgado y el difunto Santiago Feliú, se mantuvieron honestos a la hora de especular sobre los desatinos sociales del régimen.
Muchas de sus valiosas canciones “protesta” suelen ser ignoradas y con apenas divulgación. Dependen, en buena medida, de conciertos públicos que no se anuncian en los medios, y luego se disipan en el ámbito del miedo, donde han aprendido cómo comportarse sin levantar la ira del régimen que sigue sin creer en “pelos largos” y “guitarritas”.
Como una suerte de lobo solitario, en este panorama de manifiesta inconformidad se erigió Pedro Luis Ferrer, cultivador de sones metafóricos, donde incluso llegó a increpar al propio tirano.
Luis Ferrer ha sufrido castigo por tal soberbia antidictatorial y vaga por escenarios del mundo alejado de la isla contrahecha.
A mediados de los años noventa, la elusiva canción protesta cubana volvió a germinar al este de La Habana, en la barriada obrera de Alamar, con el surgimiento del movimiento hip hop.
Los ideólogos del ministerio de cultura atajaron con rapidez y firmeza a los cultivadores del rap que denunciaban, agresivamente, los desafueros sociales del régimen en festivales concurridos donde el ambiente era abiertamente de protesta.
La presencia de la población negra entre los intérpretes y compositores también constituía un agravante que debía ser desactivado y, de tal modo, crearon una “agencia” oficial de contrataciones y vigilancia para el hip hop, que fue mitigando su impronta.
El dúo Los Aldeanos, quienes hoy viven exiliados y cantan en solitario, es el momento cumbre del hip hop cubano tanto en su estética como en el contenido de textos francamente contestatarios.
El grupo Orishas es otro resultado loable del movimiento, más experimental en el ámbito musical, quienes rápidamente encontraron su posibilidad de ser libres en Europa.
La avalancha del reguetón produciría un cambio radical en el ámbito musical de la isla que el régimen observó con suspicacia. Nunca antes artistas sin el cacareado entrenamiento académico de la Revolución triunfaban arrolladoramente con textos sexistas y misóginos, cada vez más distantes del llamado “hombre nuevo”.
Tampoco había ocurrido que cultivadores de un género musical popular, generalmente provenientes de barrios humildes, llegaran a una suerte de cumbre económica insospechada por la austeridad y las prohibiciones comunistas.
En medio de la miseria circundante, los reguetoneros se transmutaron en verdaderos cuentapropistas adinerados. Ya los niños no querían ser como el Che, sino como El Chacal o El Micha, manejando sus carros alemanes o japoneses por la desvencijada ciudad.
Curiosamente, miembros de la nomenclatura gobernante comenzaron a suscribir públicamente a los cultivadores del género urbano, haciendo acto de presencia en sus conciertos e incluso bailando en los mismos.
Como los reguetoneros más famosos se consideraban apolíticos y lo mismo cantaban en La Habana que en Miami, ciudades donde establecieron residencia y facturaban sus cuentas bancarias, el régimen llegó a considerar que este era el llamado “intercambio cultural” que servía a sus intereses.
Casi ningún antecedente hacía presumir que el reguetón se establecería como la nueva canción protesta en la isla. Poco antes de la rebelión del pasado 11 de julio ya algunas de sus principales figuras, como Gente de Zona y Yotuel, habían roto lanzas, públicamente, contra el castrismo.
La repercusión internacional de la composición “Patria y Vida”, grabada entre artistas de las dos orillas, no tiene parangón en el cancionero político y social de la isla, si exceptuamos los clásicos de Willy Chirino en el exilio.
Recientemente Yomil, otro reguetonero famoso con residencia en La Habana, ha compuesto la canción “De Cuba soy”, que se dio a conocer mediante el más imaginativo de los video clips -realizado por el notable director de cine independiente Yimit Ramírez- en el que convoca y anima a figuras de la cultura, la sociedad y la política conviviendo en una nación posible, quienes denuncian la represión castrista y alaban la rebelión del 11 de julio.
Por lo pronto, la dictadura ha desnaturalizado de modo artero a quienes siguen siendo los artistas más venerados por el pueblo, y tal vez intente fabricar reguetoneros de cartón, como ha hecho con trovadores abyectos.
Los fanáticos de pura cepa, sin embargo, ya no pueden ser tramitados y seguirán al lado de la verdad, junto a sus nuevos juglares, quienes se han comprometido espontáneamente con amplificar el reclamo de derechos largamente preteridos por el régimen.