Por Carlos Alberto Montaner
La historia no comenzó hace 20 años, el 11 de septiembre del 2001, sino mucho antes. Pero en esa fecha se produjo una agresión a Estados Unidos que Washington no podía dejar impune.
A partir de ese momento, George W. Bush tomó algunas decisiones acertadas y otras erróneas. Los organismos de inteligencia no tardaron en dar con los autores intelectuales del ataque. Era Al Qaeda, dirigida por Osama bin Laden, un millonario saudí que operaba desde Afganistán, viejo conocido de la CIA desde que luchaba contra los soviéticos. Washington les exigió a los talibanes, que gobernaban Afganistán con mano fanática, que le entregaran a Bin Laden. Como no lo hicieron, armaron una coalición con algunos países de la OTAN y destruyeron al gobierno protector de los terroristas. En Afganistán, por cierto, vieron la intervención occidental con simpatías. No así en Pakistán, donde acabó escondido Bin Laden, o en Arabia Saudita, donde impera una lamentable ambivalencia hacia Estados Unidos. Se suele ignorar que los talibanes estudian en “madrasas” subsidiadas por Arabia Saudita.
Entre las decisiones acertadas fue involucrar a la OTAN en la operación de castigo. Pero se transformó en un error cuando intentaron construir una democracia en Afganistán. EE.UU debería saber que las libertades, la democracia y el buen gobierno no se imponen desde el exterior con las bayonetas. Desde 1898 los Estados Unidos han intervenido en el Caribe y Centroamérica con esos objetivos más de una docena de veces sin resultados positivos verificables.
Las repúblicas democráticas surgen cuando un porcentaje de la clase dirigente está compuesto por ciudadanos que tienen ciertos principios y valores. Incluso, el elemento más importante de la experiencia americana fue descrito por Douglass North, Premio Nobel de Economía (sin siquiera comprender el formidable alcance de su hallazgo), cuando estableció que, a partir de 1776 los estadounidenses crearon “la primera sociedad de acceso abierto” que registra la historia, en el momento en que se vieron sin el amparo de la Corona británica.
Hasta ese momento, todas las sociedades eran de “acceso limitado” (como la afgana) y estaban fundadas en los privilegios y en las relaciones entre el poder político y el poder económico que se reforzaban mutuamente. Hoy el Reino Unido, Holanda, Alemania, Francia, los países escandinavos y, en general, las naciones de la Unión Europea, aspiran, como Estados Unidos, a forjar una nación en la que el mercado y los méritos –la “meritocracia”– decidan el destino individual, y en las que se juzgan los privilegios muy negativamente.
Diez años después del ataque, Osama bin Laden y otras cuatro personas fueron ejecutadas por un comando de SEAL. Los comandos llegaron en varios helicópteros de madrugada a su casa en el territorio pakistaní, cerca de la frontera afgana, (en el vecindario de una base de la inteligencia de Pakistán). Tras comprobar que se trataba de Bin Laden, trasladaron el cadáver a Afganistán, y de ahí a un portaviones de la marina norteamericana que lo sepultó en el mar. Ese era el momento, como anunció el presidente Obama en la cumbre de Lisboa (2011), de largarse de Afganistán ordenadamente, en tres años. Todos estarían fuera de Irak y de Afganistán en el 2014. En el 2011 los talibanes no controlaban prácticamente nada del territorio de Afganistán.
Pero no lo hicieron así. ¿Por qué Obama cometió ese inmenso error? ¿Por el consejo de los militares? Tal vez. Tras él le tocó el turno a Donald Trump. Durante los cuatro años que estuvo en la Casa Blanca, decidido a que regresaran las tropas, tampoco se marchó de Afganistán, pero negoció con los talibanes la ida del país el 1 de mayo de 2021, a los pocos meses de haber ganado las elecciones de noviembre de 2020, en su segundo término presidencial. No ganó, y le dejó a Biden un clavo ardiente. Si hubiera triunfado sospecho que hubiésemos visto las mismas escenas de pavor en el aeropuerto de Kabul.
Biden se defiende diciendo que con el legado de Trump no había margen de maniobra. No estoy seguro de ello. Sin embargo, en abril extendió el plazo de la retirada americana a tres meses, hasta el 31 de agosto. Pero el 15 de agosto huyó Ashraf Ghani, el presidente de Afganistán, y se desmoronaron las FF.AA y la Policía afganas, produciéndose el espectáculo horrendo del aeropuerto de Kabul donde miles de personas quedaron a merced de los talibanes.
No me sorprende lo sucedido en Afganistán. A los 15 años de edad vi a un ejército deshacerse y a una república desarmarse totalmente tras la fuga de Batista. Cuarenta mil hombres bien pertrechados se entregaron a unos cuantos centenares de escopeteros distribuidos en los diferentes centros montañosos de la Isla. Ninguna provincia importante había caído en poder de los rebeldes. Sé las enormes diferencias entre Afganistán y Cuba, pero también hay ciertas similitudes. La corrupción generalizada es una de ellas. La dependencia real e imaginada a los Estados Unidos es otra.
El diplomático americano William D. Pawley, hombre de negocios en Cuba, visitó al presidente Fulgencio Batista en diciembre de 1958 para decirle que había perdido totalmente la confianza de Dwight Eisenhower, presidente de EE.UU. Le “sugirió” pasarle el poder a una junta cívico-militar para impedir que Fidel Castro llegara al poder. Batista le respondió airado. Había celebrado elecciones (deshonestas, pero al fin y al cabo, elecciones), y el 24 de febrero, pocas semanas después, le entregaría el poder a Andrés Rivero Agüero. Por otra parte, sabía que el alto mando militar, enterado del rechazo de Washington a Batista, conspiraba, y comenzó a preparar su fuga en secreto. Eligió a sus colaboradores más íntimos, incluidos sus familiares y llenó con ellos tres aviones. Aprovechó la noche del 31 de diciembre para escapar rumbo a República Dominicana, donde lo esperaba el dictador Trujillo. No había instituciones, ni partidos políticos capaces de resistir el embate. El país se desplomó en manos de Fidel Castro, un extraño “talibán” refugiado en Sierra Maestra.
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