“No son apagones, son alumbrones”, se decía en Cuba en los años 90 en alusión a los constantes cortes de electricidad que no solo trajeron aburrimientos, calores y disgustos en la población, que ya bastante mal lo pasaba con la falta de alimentos (y de libertades), sino que, además, provocaron muertes totalmente evitables en las salas de terapia de los hospitales, olas de asaltos y violencia en las calles oscuras, incendios y la consecuente pérdida de propiedades y pertenencias por el uso de sustancias peligrosas para iluminarse o cocinar en los hogares.
En medio de la hambruna que eufemísticamente el régimen cubano llamó “Período Especial” para intentar maquillar la crisis económica post-soviética, los apagones llegaron tal como ahora lo hacen para hacernos la “sobrevida” (en Cuba no se vive, apenas se sobrevive) más insoportable, también más brutal.
No creo que haya una “mala intención” en dejarnos a oscuras, no ahora que desean evitar a toda costa que la gente se lance otra vez a las calles. Aunque sí estoy convencido de que la maldad —porque sin dudas la hay— radica, como estrategia de control, en mantener nuestra existencia de cubanos de a pie justamente en los límites que separan la incomodidad del bienestar. Condenarnos a una especie de suplicio de Tántalo en que, al igual que el mito griego, logramos divisar a lo lejos el agua que nos calmaría la sed aunque jamás nuestras bocas llegarán a beberla.
Porque no están dispuestos a hacer funcionar bien las cosas, quizás porque, para mantenerse en pie, el “sistema” necesita que la gente pase el día tan ocupada en sobrevivir que no les quede tiempo para pensar en otra solución a los problemas que no sea calmar el hambre y con eso alimentar no el cuerpo sino la esperanza de escapar algún día. Una esperanza que con los años, para la mayoría de nosotros, se transformará en frustración, incluso aunque nos vayamos bien lejos de la Isla, porque jamás se logra escapar mentalmente de los traumas que dejan las dictaduras cuando se extienden demasiado en el tiempo y en sus crueldades.
Con hambre y a oscuras, sofocados por el calor y los mosquitos en la noche, asediados por las enfermedades y sabiendo que si no les importamos vivos mucho menos les importaremos muertos, no quedan muchas energías ni para protestar ni para soportar las amenazas y castigos que implica hacerlo públicamente, en voz alta.
La permanencia de los comunistas en el poder solo se justifica en el estado de carencia total que ellos mismos generan pero que atribuyen a agentes externos, de modo que la “lealtad” de los ciudadanos es apenas una ficción construida sobre una especie de “lástima” colectiva sumada al terror latente. De ahí surgen, por ejemplo, reacciones como la de cierta vecina a la que escuché primero protestar por un apagón que duró más de cuatro horas pero, casi de inmediato, calificar de “pobrecitos” a los gobernantes cubanos a los que ha creído la historia sobre la “nación asediada”, impedida de prosperar.
Y es que a la señora, y a los miles de cubanos que han decidido abrazar la resignación como estrategia de sobrevivencia, se les hace difícil salirse de ese relato de la conformidad y la conmiseración, el único que les ayuda a procesar mentalmente que están siendo abusados, que han sido estafados una y otra vez con promesas que nunca cumplen, con planes que se quedan a medias, con estrategias económicas que solo profundizan las crisis. Nadie quiere quedar en el papel de tonto, nadie quiere aceptar que en realidad el aguante cuando dura demasiado es cobardía, que el aguantón no es astuto sino un pusilánime.
Así, con el asunto de las termoeléctricas paralizadas —ya rotas o ya programadas para reparaciones en los días más calurosos del verano y en el momento más crítico de la pandemia— ha sucedido como con las plantas de oxígeno medicinal a las que solo prestaron atención (es decir, les inyectaron capital y dieron luz verde para la importación de tecnología) cuando los cubanos y cubanas comenzaron por decenas a caer muertos de asfixia, y solo así la catástrofe se convirtió en noticia diaria.
Ahora se apresuran a solucionar las averías cuando ya el aguante está a punto de transformarse en algo bien peligroso pero también porque se acerca la apertura al turismo internacional y nadie por muy aventurero o imbécil que sea quiere pagar por visitar un país a oscuras y con revueltas populares como paisaje de fondo.
Igual asfaltaron y solucionaron los problemas de agua potable y alcantarillado de La Güinera y de otros barrios insalubres —solo de la capital, el resto del país no importa mucho— cuando los más valientes se lanzaron a las calles para dar fin a décadas de olvidos y abusos.
Pero todo eso tiene una única moraleja bien asentada en la sabiduría popular: “Niño que no llora no mama”. Pero también tiene otra, demasiado cruel, no en el refranero popular aunque sí en la mentalidad de los empresarios militares que manejan el país como si fuese un chiringuito de esquina: “Hacerse como que te agachas, pero solo para propinar un golpe bajo al contrario”.
La gente está tan “entretenida” con los apagones, las colas para comprar alimentos, el temor a la muerte sin atención médica, la esperanza de marcharse después del 15 de noviembre (o al menos de encontrar una pareja extranjera que les salve) que ni por enterados se han querido dar de que mientras reparan de “tumba y dale” una ciudadela de Centro Habana, se levantan o se concluyen a “toda leche” más de tres hoteles de lujo entre el Vedado y Playa (y con capital casi 100% cubano).
Que mientras no hubo oxígeno en los hospitales de la “potencia médica” porque las fábricas “civiles” se revelaron en ruinas, las plantas de producción de los militares lo producían para satisfacer completamente las demandas de sus cientos de proyectos de construcción de hoteles. Que la reciente donación de la UNICEF destinada a los niños ha ido a parar a un hospital militar. Que con lo que gastaron en vestir y calzar a la “primera dama” para que visitara México quizás se pudo dar a cada infante cubano de entre siete y 12 años de edad ese único vasito de leche que Raúl Castro prometiera incluso a los adultos.
También ignoran a los manifestantes pacíficos que aún continúan encerrados en prisión, como a los dos artistas recientemente obligados al destierro. Pero es que en un país tan infernal como el nuestro donde todo el mundo está preso y sueña con escapar como sea, incluso exponiéndose a la muerte ya en la selva o en el mar, el destierro como sucedáneo de la fuga y de la libertad es casi un anhelo, una bendición.
El apagón —o alumbrón— en Cuba no ha sido jamás una curiosa eventualidad como lo fue aquel de agosto de 2003 en Nueva York, sobre el cual todavía se escuchan las anécdotas, sino una cotidianidad, una condición asfixiante del “sistema” de la cual nunca estaremos a salvo mientras la economía cubana se planifique no para ofrecer bienestar a la población sino para perpetuar a toda costa el poder absoluto del Partido Comunista, lo cual consume la mayor parte de los recursos financieros y, en consecuencia, implica el perpetuo sacrificio de los ciudadanos (que no de la “dirigencia” y de quienes se han acomodado a su sombra).