CIUDAD DE MÉXICO. – El pasado 7 de agosto, después de casi un mes detenido en diferentes centros penitenciarios, el doctor en estomatología Wilber Álvarez fue trasladado en un carro jaula junto a otra veintena de personas hasta una prisión de máxima seguridad. Una vez allí, él y los otros presos que lo acompañaban tuvieron que resistir varias horas en una habitación de unos cuatro metros cuadrados, donde apenas cabían. Luego, los carceleros los mandaron a desnudarse, los revisaron, les entregaron un colchón, una sábana y les permitieron quedarse con algunos objetos personales de aseo, además de pomos de agua o un cubo, si los tenían.
Wilber, de 31 años, quien salió a manifestarse el 11 de julio, había llegado a la cárcel de Boniato, en Santiago de Cuba, sin certeza de cuánto tiempo permanecería allí. Con sus pertenencias al hombro ingresó junto a los otros presos políticos a los pasillos de la cárcel, custodiados por guardias armados y perros.
A ambos costados, desde sus celdas, los demás reos les gritaban consignas: “¡Abajo la gusanera!, “Pa’ lo que sea Canel, pa’ lo que sea” y “¡Viva Canel!”. Los recién llegados, en el medio, caminaron sin voltear la mirada unos 500 o 600 metros mientras atravesaban el área de las cárceles.
Cada uno de los destacamentos de presos comunes, como una orquesta dirigida, vociferaba las mismas consignas. En un momento del trayecto, desde el patio, algunos detenidos lanzaron pomos y otros objetos contra Wilber y sus compañeros, que tenían sobre ellos una jauría de cientos de hombres sometiéndolos a un acto de repudio sin tener cómo escapar.
“Fue el miedo más grande que he sentido. Me impresionó ver a todos esos hombres gritando con rabia. Sentí que yo era una carnada fresca y ellos animales salvajes que me iban a devorar. Era mi primera vez preso y sentí miedo por mi vida e integridad, que me hicieran daño una vez que entrara a la celda. Pensaba que si habían puesto a tantos hombres a darnos un acto de repudio podían obligarlos a hacernos algo peor por motivos políticos”, rememora Wilber.
Luego supo que los guardias habían organizado “el recibimiento” como escarmiento a los nuevos reos por disentir. Sin embargo, no juzgó a sus compañeros. Al estar allí en prisión entendió que quienes lo atacaron verbalmente estaban sometidos. La alimentación, el acceso a servicios médicos, el no estar en una celda de castigo, no ser violentado, prácticamente todo en la vida de los presos, depende de la voluntad de los guardias. La abyección puede convertirse en la única opción. Al propio Wilber, posteriormente, uno de los oficiales lo obligaría a decir “¡Viva la Revolución!”.
11J: Salió al parque a transmitir una directa y terminó preso
“¿Tú no sabes lo que está pasando? Se tiró San Antonio [de los Baños]. Hay que hacer algo, este es el estallido que queríamos, que estábamos esperando”, fue lo primero que le dijo Ibrahim, su vecino, cuando entró a su casa, el pasado 11 de julio.
“¿Pero qué vamos hacer, si somos tú y yo nada más?”, respondió el doctor después de conectarse y revisar las redes sociales. Ambos vieron que no solo era San Antonio, que también Palma Soriano había salido a la calle.
Ellos, desde Contramaestre, comenzaron a compartir los videos en sus perfiles y acordaron ir hasta el Parque Cuba, a unas cuadras de distancia, con otros tres amigos.
Ya en el parque, constataron que aún no había ninguna manifestación en Contramaestre y mucho menos violencia de algún tipo. Eran apenas ellos cinco transmitiendo a través de Facebook. Hasta allí llegaron agentes o colaboradores de la Policía política vestidos de civil, que nunca se presentaron como tal. Uno de ellos, Maikel Planet Prado, quien trabaja oficialmente como guardia de Palmares, sacó un arma y apuntó a Ibrahim, desarmado. Wilber lo filmó. Para evitar las imágenes otros se acercaron al doctor y le ordenaron apagar el teléfono. Él decidió pararse en medio de la carretera y tratar de llamar la atención, mientras transmitía todo.
En ese momento, uno de los agentes le golpeó el rostro con tanta fuerza que le tumbó la gorra, mientras otro le aplicaba una llave y lo sometía. Aún con el teléfono en la mano, le golpearon la nuca y lo obligaron a arrodillarse. Entonces aparecieron tres hombres, uno por el lado izquierdo y dos por el derecho, para arrebatarle el celular. Wilber lo lanzó al suelo y uno de sus atacantes lo tomó y salió corriendo. Los demás soltaron al estomatólogo, que también fue detrás de la persona que se robó su teléfono.
“Ahí veo que para una patrulla y el hombre que me atacó se sube, como si trabajara con ellos”, cuenta Wilber. “Yo sigo caminando hacia la estación de la PNR a denunciar el robo, pero antes de llegar se detiene otra patrulla frente a mí, se baja el oficial, me pone las esposas con las manos en la espalda, que me laceran las muñecas, y me lleva detenido. Antes de bajarme en la estación de policías, me golpeó y me dijo que me mantuviera callado. Pasé de víctima a culpable”.
Wilber piensa que, quizá, si no se le hubiese enfrentado con opiniones y argumentos al agente de la Seguridad que lo interrogó, lo hubiesen liberado ese día o el siguiente. Sin embargo, el doctor no quiso callar e intentó dialogar con el agente sobre los cambios políticos y económicos que necesita Cuba, a su juicio. El oficial, canoso y con una barriga que desbordaba el pantalón, no lograba más que calificarlo como “un ingrato que debía agradecer a la Revolución por ser universitario”.
Mientras él era “entrevistado” por la Policía política dentro de una oficina, escuchaba afuera los golpes a otros detenidos que habían salido después a manifestarse. Luego lo movieron hacia un calabozo, donde pasó las dos semanas siguientes.
En la unidad de policías de Contramaestre hay cuatro calabozos unidos por un pasillo, con capacidad de cuatro y seis personas. Son espacios oscuros, calurosos, con mosquitos y muy sucios, donde no se limpia nunca. Huelen a sudor, excrementos y humedad.
Cada celda mide aproximadamente 2,5 metros de ancho por lo mismo de largo. Las camas de cemento, de unos 50 centímetros de amplitud, salen de la pared. Sobre ellas no hay colchones.
“Duermes en un pedacito de concreto siempre en la misma posición, como quiera te duele el cuerpo”, explica Wilber. “No puedes sentarte siquiera porque el piso superior te lo impide. En el pasillo no caben dos personas de pie. Es asfixiante”.
El baño es un hueco en el piso y no hay agua para descargar. Los detenidos orinan y defecan sobre las heces de otros, y en ocasiones frente a sus compañeros de celda. El cubo que usan para bañarse o almacenar agua es el mismo con el que limpian afuera.
“Cuando nos sacaban a almorzar, los primeros cogíamos los cubiertos limpios, pero ya cuando se agotaban los restantes debían reciclar las mismas cucharas sucias que usaron otras personas. No podían ni enjuagarla. Cada día que estuve allí, la textura de mi caca no era normal y me dolía el estómago por el mal estado del agua. Incluso, tuve COVID-19 y no recibí atención médica”.
El 12 de julio, los policías trajeron a Ibrahim, el amigo de Wilber, muy golpeado y con la ropa destruida. Después supo que una brigada de respuesta rápida lo había atacado con palos y piedras, y que también lo habían arrastrado por la acera. Eran en su mayoría agentes vestidos de civil.
“Él llegó con las manos esposadas atrás, la cabeza partida, la ceja rota y lleno de moretones. Casi no tenía voz y no lograba respirar bien porque le habían echado gas pimienta. Me quité las chancletas y se las di porque lo traían descalzo, y le alcancé agua a través de la reja. No hablamos mucho, casi de inmediato se lo llevaron a otro centro. En ese momento, y en la piel de mi amigo, vi con más claridad lo que era la violencia policial en Cuba”.
Durante las casi dos semanas que pasó detenido en la estación no le permitieron ver o hablar con su familia. Su único contacto con el mundo exterior era la radio que escuchaban los policías y que transmitía constantemente la emisora local. Su esposa le llevó aseo, cuatro hojas de la Biblia y ropa limpia, pero algunas de estas pertenencias nunca llegaron a sus manos. Todo indica que fueron robadas por la misma Policía.
Una escuela convertida en cárcel
Al sexto día de estar detenido a Wilber le informaron que la Fiscalía pedía prisión preventiva contra él, y que lo trasladarían posteriormente a una cárcel. Cinco días después lo llevaron a una antigua escuela convertida en prisión, a la que se le conoce en Santiago de Cuba como “El Eléctrico” o “La Polipalo”, cerca de la prisión de Mar Verde. Son bloques de edificios de cuatro pisos donde sustituyeron las ventanas por rejas. Salvo que ahora podía dormir sobre un colchón y conversar con más personas, todo en su nuevo destino era aún más terrible.
“Te llevan de un lugar a otro sin darte información, te desnudan, te quitan tus cosas. No sabes que va a pasar. Sientes que pueden hacer contigo lo que quieran. Había un oficial que me tildaba mucho de líder, y me amenazaba con eso. Hasta me recriminó por acercarme a detenidos que estaban enfermos o en huelga de hambre. Yo solo quería ayudar como profesional”.
“Allí vi maltratos contra los reos. Es común que te amenacen con golpes, que te aíslen, que te quiten las llamadas [telefónicas]. Te castigan cuando quieren y no pasa nada. Una vez que pones un pie en la cárcel te conviertes en una no persona”.
En el tiempo que pasó en este centro, Wilber apenas comía; los alimentos que les ofrecían a él y al resto de los presos en ocasiones estaban descompuestos. En su mente se quedó grabada la imagen y el olor de una pasta putrefacta y con gusanos de hasta tres centímetros que les dieron para comer. El agua para beber era amarilla y les revolvía el estómago.
Wilber estuvo allí hasta el 7 de agosto, cuando lo trasladaron a la prisión de Boniato, su último destino, y donde lo recibieron con otro acto de repudio.
“Me sorprendió que ni siquiera en la cárcel uno escapa de tanta propaganda. Allí nos congregaron para que viéramos a un youtuber, desconocido para mí, que defendía al Gobierno y la represión del 11 de julio. Cada día detenido recordé a los presos políticos de la Primavera Negra. Temía que nos condenaran: ya fuera uno o 10 años, que te encierren por ejercer un derecho provoca mucha impotencia”.
Wilber también temía que los carceleros los envenenaran o que afectaran de algún modo su salud. “En Cuba hay una dictadura y si te le enfrentas cualquier escenario de estos es posible”, apunta.
Una semana después de su llegada a Boniato, a pesar de que le habían negado un cambio de medida, el doctor fue entrevistado por un nuevo agente de la Seguridad del Estado. Este le dijo que haría lo posible por liberarlo, pero que antes escribiera a mano una especie de compromiso de defender la Revolución y lo firmara con un seudónimo. Wilber intuía que era una escena de teatro, pero le siguió el juego e hizo lo que el policía político le pedía. Un rato después fue liberado. Recogió la comida que le había llevado su familia y se la regaló después a los familiares de dos detenidos el 11 de julio. Hasta ahora, Wilber los ha estado ayudando con los pocos recursos disponibles y piensa seguir haciéndolo.
“A los pocos días en libertad me llamó un agente [de la Seguridad del Estado] por teléfono para que me reuniera con él . En resumen me propuso que trabajara para ellos”.
Según el oficial de la Policía política, como Wilber era doctor, probablemente sería contactado por organizaciones y prensa independiente para obtener su testimonio. “Ellos quieren saber quién me contacta y para qué. Se supone que la Seguridad autorice qué puedo decir”. A cambio le prometieron ayudarlo a salir de la Isla o “resolverle” otra misión médica. Entre 2017 y 2019, el estomatólogo estuvo en Venezuela, de donde regresó a Cuba después que le cerraran el contrato porque se había negado a firmar un documento que pedía la liberación del exgobernante brasileño Luiz Inácio Lula da Silva.
Después de pasar por tres centros carcelarios en 35 días, Wilber quedó libre de cargos y los agentes no lo han vuelto a contactar. Solo tuvo que pagar una multa de 2 000 pesos por “desorden público”. Sabe que tuvo suerte. Su amigo Ibrahim continúa preso.
“En la cárcel no todo fue malo: también conocí a mucha gente que piensa como yo y esa energía te contagia. Hace que no te sientas solo. Incluso cantábamos ‘Patria y Vida’ y hablábamos del país que queríamos. Es contradictorio porque estás preso, pero eres libre por primera vez. Allí compartí con gente de mi municipio y provincia que no conocía, pero con la que tenía deseos comunes: cambios para Cuba, otra vida”.