Cuando Carol Baltosiewich era una monja católica, pasó diez años cuidando a hombres jóvenes que estaban muriendo de sida. Pero eso no evitó que, la primera vez que hablé con ella, en 2016, estuviera aterrado de decirle que soy gay.
Como reportero que cubre la Iglesia, empecé a entrevistar a personas católicas que trabajaron y se esforzaron durante el pico de la crisis del sida en Estados Unidos, más o menos entre 1982 y 1996. Gente como Baltosiewich persistieron en sus esfuerzos pese a la continua hostilidad de los líderes de la Iglesia católica hacia las personas gay y a los estigmas generalizados que existían en ese momento. Una encuesta de 1987 reveló que el 43 por ciento de los estadounidenses estaban de acuerdo con la idea de que “el sida podría ser un castigo de Dios por tener comportamientos sexuales inmorales”.
Como católico, yo había internalizado desde hace mucho tiempo que ser honesto sobre mi orientación sexual podría ser peligroso. Personas de la comunidad LGBT han sido despedidas de sus trabajos en organizaciones católicas. Algunos grupos de apoyo a católicos LGBT han sido expulsados de parroquias. Así que incluso alguien como Baltosiewich, quien había amado y cuidado a innumerables hombres gay, se podía sentir como un riesgo.
Pero mis conversaciones con Baltosiewich y otras personas como ella —la fraternidad, la gratitud y los momentos de descubrimiento que intercambiamos— tuvieron un efecto profundo en mi fe. Tanto que recientemente le escribí una carta al papa Francisco para compartirle el libro que escribí basado en esas pláticas, e incluso para contarle un poco sobre mí, como católico gay. Para mi sorpresa, él respondió. Sus palabras me animaron a pensar que es posible entablar un diálogo entre católicos LGBT y líderes de la Iglesia, incluso en los niveles más altos.
La primera vez que supe del trabajo de Baltosiewich, me tentó la idea de describirla como una heroína-enfermera-monja que tuvo compasión por hombres gay con sida en un momento en que muchas otras personas se negaron a ayudarlos. Y ella estaba dispuesta a hacerlo. Pero lo que se escapa con este enfoque es la manera en la que las personas que conoció a través de ese ministerio ensancharon su comprensión del amor de Dios y, al final, la hicieron una mejor católica.
Baltosiewich puede rastrear el comienzo de ese camino en un momento particular. Se había mudado a Manhattan desde su casa en Belleville, Illinois, para aprender sobre el ministerio del sida. Estaba sentada en la entrada del convento de Hell’s Kitchen, donde se alojaba, cuando vio a un joven, Robert, que caminaba hacia ella. Estaba visiblemente afligido. Baltosiewich lo reconoció del hospital donde se ofreció como voluntaria y le preguntó que qué había sucedido.
Su pareja estaba muriendo de sida y no había nada que él pudiera hacer para ayudarlo. Robert comenzó a llorar. Baltosiewich lo consoló.
Ella sabía lo que su Iglesia enseñaba sobre la homosexualidad. Recordó su propia incomodidad inicial ante la idea de un amor romántico entre dos hombres. Pero en ese momento, mientras abrazaba a Robert, pensó en el amor y la preocupación que tenía hacia su pareja y, recuerda haber pensado: “No podías decir que estaba mal”.
Por momentos me he sentido aislado y solo como un católico gay al tratar de encontrar un lugar en la Iglesia. Me quedo ahí en parte por razones culturales, y me consuela practicar la fe de mis antepasados. También encuentro orden y significado en el catolicismo, especialmente cuando la vida se siente impredecible. Con la reunión de obispos estadounidenses en Baltimore de esta semana, luego de meses de debate sobre el merecimiento de algunos católicos para recibir la comunión, me di cuenta de que yo me quedo en la Iglesia principalmente para la eucaristía, ese ritual durante la misa cuando creo que lo divino trasciende nuestras vidas ordinarias y Dios está presente. No he encontrado eso en ningún otro lugar.
Y, sin embargo, ha habido momentos en los que sentía que no había otra opción sino marcharme, que la hipocresía y el juicio eran demasiado grandes. Una vez incluso comencé el proceso para ser aceptado en la Iglesia episcopal, pero no terminé el procedimiento. A veces me pregunto si debería haberlo hecho, como la vez que me senté en un restaurante en Roma y escuché a otro católico criticar al papa Francisco y sugerir que a pesar de la actitud del papa de “¿Quién soy yo para juzgar?”, los homosexuales, de hecho, arderían en el infierno.
Pero conocer a personas como Baltosiewich ha sido transformador, tanto que el verano pasado, cuando decidí escribirle la carta al papa Francisco sobre mi libro, el miedo que una vez había sentido con Baltosiewich desapareció. Le dije que soy un periodista católico gay y que estos encuentros tienen el poder de cambiar vidas. Le hablé de los muchos católicos LGBT que he entrevistado y que apenas se aferran a su fe.
Más tarde, cuando vi el sobre blanco con el remite de la embajada del Vaticano en Washington, me paralicé. El papa Francisco había respondido.
“Querido hermano”, comenzó el papa Francisco en español, su lengua materna. “Le agradezco la carta y el libro escrito por usted”.
“Al terminar de leer su carta”, continuó el papa, “espontáneamente me vino al corazón el protocolo con el que un día seremos juzgados: ‘tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver’”, una referencia al “Evangelio según san Mateo".
“Gracias por su esfuerzo de querer subrayar la vida y el testimonio de tantos sacerdotes, hermanas religiosas y laicos que, a riesgo inclusive de su propia vocación y reputación, optaron por acompañar, sostener y asistir a sus hermanos y hermanas enfermos de VIH y sida”.
Después ofreció una bendición papal demorada por décadas del trabajo realizado por personas como Baltosiewich.
“En lugar de la indiferencia, la distancia e inclusive la condena”, continuó el papa Francisco, “estas personas se dejaron conmover e hicieron de la misericordia del Padre su propio proyecto de vida; esa misericordia discreta, silenciosa y aparentemente escondida pero capaz de sostener y regenerar la vida y la historia de cada uno de nosotros”.
“Nuevamente gracias y le pido al Señor que lo bendiga y a la Virgen Santa que lo cuide; y, por favor, no se olvide de rezar por mí”, concluyó y terminó con su firma: “Fraternalmente, Francisco”.
No me hago ilusiones de que una carta —incluso una firmada por el papa— sane las heridas que algunos católicos infligieron hace décadas. O de que este podría ser, finalmente, el momento en que Francisco cambie la enseñanza de la Iglesia sobre la homosexualidad. De hecho, bajo su liderazgo, el Vaticano ha redoblado sus ideas, desplegando declaraciones que muchas personas leen como una reiteración de la prohibición de que haya sacerdotes homosexuales. Hace poco, el Vaticano declaró que, aunque la Iglesia debería recibir a las personas homosexuales “con respeto y sensibilidad”, Dios “no puede bendecir el pecado”, y, por lo tanto, declaró que los sacerdotes no pueden bendecir a las parejas homosexuales.
Pero los cristianos están llamados a tener esperanza y, por ahora, yo todavía la conservo.
El mundo de Baltosiewich se transformó debido a su convivencia con hombres homosexuales hace más de 30 años. Desde entonces, dejó la orden de monjas de la que formó parte durante sus años de ministerio contra el sida y se unió a las Hermanas para la Comunidad Cristiana (Sisters For Christian Community), un grupo no canónico, pero sigue siendo católica. Cuando la llamé para leerle la carta, me dijo que sus ojos se llenaron de lágrimas.
Mi fe se ha consolidado a través de mis interacciones con Baltosiewich. Y ahora, con una bendición papal para este tipo de trabajo, tal vez los líderes de la Iglesia, tal vez incluso el papa, transformen su manera en que ven a las personas LGBT y a otras cuya fe se vive de manera marginal. Si no lo hacen, imagina lo que habrá perdido la Iglesia.
Michael J. O’Loughlin es corresponsal nacional de America Media, una organización de noticias católica y presentador del pódcast Plague.