El 7 de diciembre de 1990, un hombre de 47 años, escribió lo que de seguro sería el texto más difícil de su vida:
“Queridos amigos:
debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. En los últimos años, aunque me sentía muy enfermo, he podido terminar mi obra literaria, en la cual he trabajado por casi treinta años. Les dejo pues como legado todos mis terrores, pero también la esperanza de que pronto Cuba será libre. (...) Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Ninguna de las personas que me rodean están comprometidas en esta decisión. Sólo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país”.
La breve nota sería firmada por él con la precisa instrucción de ser publicada y enviada a todos sus amigos. Luego de escribirla, Reinaldo Arenas preparó un cóctel de alcohol y pastillas. Y bebió.
La leyenda urbana afirma que Lázaro Gómez Carrillo estaba presente aquel día en el apartamento de Nueva York, que posiblemente Arenas le dictó aquella última carta a Lázaro y que éste le ayudara a ingerir el cóctel de pastillas.
La presencia de Lázaro Gómez no es improbable debido a que en los tres años anteriores a su muerte, Arenas llegaría a estar en muchas ocasiones tan debilitado y enfermo que no podía escribir y dictaba todo en una grabadora. Lázaro se convirtió en un asistente cercano. Arenas siempre describió su relación como una amistad que se había convertido “en una suerte de hermandad” aunque muchos creen que fue su amante.
El círculo íntimo de sus amistades no se sorprendió mucho de su suicidio. No sólo porque sabían de su cada vez más deteriorada salud, sino porque en diversas ocasiones, Arenas había hablado del horror que le provocaba “el insulto de la vejez”, como él lo llamaba.
Además, el desencanto había comenzado a rondarlo:
“hacía unos meses había entrado en un urinario público y no se había producido esa sensación de expectación y complicidad que siempre se había producido. Nadie me había hecho caso y los que allí estaban habían seguido con sus juegos eróticos. Yo ya no existía. No era joven. Allí mismo pensé que lo mejor era la muerte. Siempre he considerado un acto miserable mendigar la vida como un favor. O se vive como uno desea, o es mejor no seguir viviendo. En Cuba había soportado miles de calamidades porque siempre me alentó la esperanza de la fuga y la posibilidad de salvar mis manuscritos. Ahora la única fuga que me quedaba era la muerte”.
Entre los libros que Arenas completó antes de morir estaban las dos novelas que faltaban para terminar su Pentagonía y su autobiografía Antes que anochezca, acaso su libro más conocido gracias a la película que muchos años después dirigiera Julian Schnabel y en la cual el papel de Arenas fuera interpretado por Javier Bardem.
Pero no era la primera vez que Antes que anochezca era escrito. Ni tampoco lo primera vez que el suicidio se planteara como una puerta de salida a una situación invivible. “Nada hay peor en Cuba que ser disidente, escritor y maricón”, decía el mismo Arenas. Y él era las tres cosas. Aunque involucrado en el movimiento inicial que derrocó a Batista, muy pronto se daría cuenta de que el nuevo régimen socialista no era lo que todos habían soñado o imaginado. Como muchos intelectuales, vio censurados sus escritos que eran una explosiva mezcla de disidencia política junto con la experiencia homosexual de la que él se ufanaba sin pudor alguno.
En La Habana, y huyendo de la policía luego de un frustrado intento por salir de la Isla, se escondió en el Parque Lenin. Durante el día, Arenas se apuraba a escribir los recuerdos de su vida mientras hubiera luz, antes que anocheciera. De ahí el título de su autobiografía. Sabía que era improbable que pudiera publicar aquellos apuntes porque ya muchas veces anteriormente había escrito algo y luego los manuscritos eran destruidos o se perdían en alguna persecución. Pero escribir en aquellas circunstancias, como en todas las demás de su vida, le servían de alivio. Finalmente fue encontrado por la policía entre el follaje del Parque y enviado al Castillo del Morro. Aquel primer manuscrito de sus memorias se perdió para siempre.
Lo que no perdió Arenas al ser apresado, y que curiosamente ningún policía le confiscó antes de entrar a prisión, fueron un reloj, una brújula y unas pastillas alucinógenas que le había dado alguna amistad. Arenas le temía a la tortura y temía comprometer a sus amigos. Tomó un puñado de aquellas pastillas con la esperanza de morir y evitar lo que se avecinaba. Tres días después recuperó el conocimiento en un hospital de la prisión, una galera llena de personas con enfermedades infecciosas. El médico le dijo que se había salvado de milagro.
La estadía en el Morro fue, como lo presintió, un auténtico infierno: convivir con asesinos y violadores despiadados, donde se corría peligro real de morir, hacinamiento, ruido, malos olores, violencia entre los prisioneros y los guardas, enfermedades, pésima alimentación, el calor húmedo e insoportable, además de la constante tensión de si sería interrogado o torturado...
Luego de una semana de intensos interrogatorios, decidió intentar suicidarse de nuevo. Pero no era fácil hacerlo. No había cuchillas, objetos punzantes ni cordones de zapato en aquel lugar. Optó por dejar de comer, pero no le funcionó. Así es que una noche rompió el uniforme, hizo con las tiras una especie de soga y se colgó de la baranda de hierro de la cama. Estuvo colgado cuatro o cinco horas, perdió el conocimiento, pero tampoco murió. Los soldados lo encontraron y el médico de la prisión lo atendió. Era el mismo que lo había atendido cuando lo de las pastillas. “Tienes mala suerte, no lo lograste”, fue lo único que le dijo.
Luego de dos años de estadía en el Morro, Arenas fue liberado. Pero la calle no era mucho mejor que la prisión. Era constantemente vigilado, descubrió que muchos a quienes creyó sus amigos eran en realidad delatores, escribía y escondía sus manuscritos para que no cayeran en manos de la seguridad. Dos golpes que lo deprimirían profundamente fueron las muertes de José Lezama Lima y Virgilio Piñera, ambos amigos suyos y cuya relación le valió sus primeras persecuciones políticas.
Fue en esa época que conoció a Lázaro Gómez, quien aunque era heterosexual, logró congeniar con Arenas a tal punto que jamás se volverían a separar. Ambos salieron de Cuba cuando la crisis del Mariel en 1980. Arenas tuvo que falsificar el apellido de su pasaporte transformándolo en “Arinas” puesto que su nombre estaba en una lista de gente a la que no se le permitiría salir.
La vida en las entrañas del imperio tampoco era fácil y de eso Arenas se dio cuenta bastante rápido. Pasó aprietos para comer, trabajar, encontrar un techo. Se trasladó a Nueva York. Reinaldo lograría, gracias a su prestigio como escritor, viajar a varios países como Venezuela, Francia y España y denunciar la situación en Cuba.
En el invierno de 1987, luego de una serie de fiebres inexplicables y terribles, acudió al médico. Le fue diagnosticado SIDA.
Al regresar a su apartamento, Reinaldo Arenas se plantó delante de una foto de Virgilio Piñera que tenía colgada en la pared. Le dice: “Óyeme lo que te voy a decir. Necesito tres años para terminar mi obra, que es mi venganza contra casi todo el género humano”. Y Virgilio Piñera, generoso, obra el milagro: le concede esos tres años en los que Arenas terminó de escribir lo que le faltaba por decir antes de que anocheciera la noche de su muerte. Gracias Virgilio.