El anteproyecto del Código de Familias que fue aprobado en el Octavo Período Ordinario de Sesiones de la Asamblea Nacional del Poder Popular, será sometido a consulta popular a partir del próximo 1ro de febrero y hasta el 30 de abril del año en curso. La posibilidad de que en Cuba sea legalizado el matrimonio igualitario ha puesto en pie de guerra a las diversas comunidades religiosas. Una vez más, como ocurrió durante la consulta popular previa a la aprobación de la Carta Magna de 2019, los problemas de la nación se reducen a si dos personas del mismo sexo deberían tener el derecho de establecer una unión por la vía civil y formar una familia fuera de los patrones convencionales.
El arzobispo de Santiago de Cuba, Dionisio García Ibáñez, ha calificado de infame el Código de Familias y vuelto a recordar que la concepción de los hijos solo es posible entre un hombre y una mujer. Aunque desde el punto de vista biológico al clérigo le asiste razón, el tema es mucho más complejo. La iglesia continúa inmiscuyéndose en una cuestión que no le compete en tanto se trata de una alternativa que será viable solo en el marco civil. La comunidad LGBTI no exige casarse por la Iglesia, ni espera que los religiosos reconozcan sus derechos a amarse libremente y brindarle amparo legal a su unión.
Definir como matrimonio el “sí, acepto” entre dos hombres o dos mujeres ha sido suficiente para que el arzobispo dedique una homilía a rechazar, por “injusta”, una ley que podría poner en riesgo a la familia tradicional. Tanto celo por el modo en que se vería afectada la célula fundamental de la sociedad si fuera aprobado el matrimonio igualitario, contrasta con la postura circunspecta que ha mantenido la Iglesia ante la brutal represión y las alevosas condenas de cárcel que han hundido en el dolor a cientos de familias.
Pronunciarse a favor de cambios y contra la violencia, como hizo el señor arzobispo a raíz de las manifestaciones del 11 de julio, está lejos de ser una crítica al régimen que destruye las familias desde 1959, y con los juicios sumarios y crueles sanciones de los últimos días ha demostrado que no existe una amenaza mayor para la supervivencia de la sociedad cubana que el propio castrismo.
Si la Iglesia denunciara con firmeza la represión de los militares, que ha arrojado en los calabozos a tantos jóvenes por haber salido a exigir derechos y una vida digna, quizás sería posible creer en su interés por la familia cubana, que de repente se ve amenazada por la pecaminosa idea de que los niños tengan dos padres o dos madres, habiendo tantos huérfanos y menores que son maltratados en sus hogares por padres orgullosamente heterosexuales.
Al arzobispo de Santiago de Cuba le preocupa mucho que los homosexuales puedan firmar una unión conyugal, pero no tanto el caos social y económico que ha caído con todo su peso sobre la familia cubana, fragmentada por la emigración, las privaciones y la violencia de estado. Nada tiene que decir la Iglesia acerca de los feminicidios y el abuso machista que cada año dejan niños en la más terrible orfandad. Sobre esos conflictos el clero no se pronuncia, al menos no con la misma pasión que le inspira oponerse al matrimonio gay.
Reconocer el derecho de la comunidad LGBTI al matrimonio civil no significa que la familia tradicional vaya a desaparecer, como también es un error dar por sentado que todos los homosexuales dispuestos a casarse quieran tener hijos. Lo que sí es inevitable es que muchas personas, incluso padres y madres de familia, sigan saliendo del clóset donde nunca debieron estar. Esos amores a contracorriente existen, guste o no al arzobispo, desean una vida en común y tienen derecho a protección legal, a compartir y heredar patrimonio. La Iglesia obraría bien si dejara de hacerle el juego a la dictadura desviando la atención hacia un tema que en modo alguno soluciona la crisis total de derechos que padece Cuba.
A estas alturas, después de todo lo sufrido en 2021, debería existir un plan cívico-político para esta nación; sin embargo, seguimos estancados en las mismas discusiones sobre los mismos temas, sin aportar soluciones que no beneficien solo a las minorías, sino a todos. Una vez más llueve sobre mojado. Los religiosos hacen proselitismo contra el matrimonio igualitario y la comunidad LGBTI se defiende como puede.
Mientras tanto el país se nos derrumba encima. La juventud se corrompe en las cárceles o en los vericuetos de la delincuencia; arriesga su valiosa vida en rutas migratorias o la desperdicia consumiendo drogas y alcohol, vendiendo jabitas, holgazaneando y tejiendo ilusiones imposibles de alcanzar con un salario estatal.
El matrimonio igualitario no es una amenaza; es apenas una trampa para marear a la opinión pública. La Iglesia conoce de sobra el peligro mayor que siempre ha acechado a la familia cubana, pero también sabe con quién se mete y prefiere seguir mirando hacia otro lado. Salvo puntuales ocasiones, no ha hecho otra cosa en los últimos sesenta años.