Hace un año, una turba violenta guiada por políticos sin escrúpulos irrumpió en el Capitolio y casi logró evitar la transferencia democrática del poder. En aquel momento, los cuatro expresidentes condenamos sus acciones y afirmamos la legitimidad de las elecciones de 2020. Luego hubo una breve esperanza de que la insurrección conmocionaría al país a tal grado que eliminaría la polarización tóxica que amenaza nuestra democracia.
Sin embargo, un año después, los promotores de la mentira de que las elecciones fueron robadas se han apoderado de un partido político y han avivado la desconfianza en nuestros sistemas electorales. Estas fuerzas ejercen poder e influencia a través de una desinformación implacable que sigue dividiendo a los estadounidenses. Según el Survey Center on American Life, el 36 por ciento de los estadounidenses —casi 100 millones de adultos de todo el espectro político— están de acuerdo en que “el estilo de vida tradicional estadounidense está desapareciendo tan rápido que quizá tengamos que usar la fuerza para salvarlo”. The Washington Post informó recientemente que cerca del 40 por ciento de los republicanos creen que la acción violenta contra el gobierno en ocasiones se justifica.
Políticos en mi estado natal de Georgia, así como en otros, como Texas y Florida, se han aprovechado de la desconfianza que han creado para promulgar leyes que facultan a legislaturas partidistas para intervenir en los procesos electorales. Buscan ganar por cualquier medio, y se está persuadiendo a muchos estadounidenses a pensar y actuar de esa manera, lo que amenaza con derrumbar los cimientos de nuestra seguridad y democracia a una velocidad asombrosa. Ahora temo que aquello por lo que hemos luchado tan duro a nivel mundial —el derecho a elecciones libres y justas, sin la influencia de políticos autoritarios que lo único que buscan es incrementar su propio poder— se haya vuelto peligrosamente frágil en casa.
Personalmente me enfrenté a esta amenaza en mi propia tierra en 1962, cuando un jefe de condado con votos amañados intentó robarme las elecciones que había ganado para el Senado del estado de Georgia. Esto fue en las primarias y denuncié el fraude en los tribunales. Al final, un juez anuló los resultados y terminé ganando las elecciones generales. A partir de allí, la protección y el avance de la democracia se convirtieron en una prioridad para mí. Como presidente, una de mis principales metas fue establecer gobiernos de mayorías en el sur de África y otros lugares.
Tras salir de la Casa Blanca y fundar el Centro Carter, trabajamos para promover elecciones libres, justas y organizadas en todo el mundo. Dirigí decenas de misiones de observación en África, América Latina y Asia, comenzando con Panamá en 1989, donde le hice una simple pregunta a quienes gestionaban el proceso: “¿Son funcionarios honestos o ladrones?”. En cada elección, a mi esposa Rosalynn y a mí nos conmovieron el valor y el compromiso de miles de ciudadanos que caminaban kilómetros y esperaban en fila desde el anochecer hasta el amanecer para emitir sus primeros votos en unas elecciones libres, renovar la esperanza en su futuro y el de sus naciones, y dar sus primeros pasos hacia el autogobierno. Sin embargo, también he visto cómo nuevos sistemas democráticos —y a veces incluso algunos establecidos— pueden caer en manos de juntas militares o déspotas hambrientos de poder. Sudán y Birmania son dos ejemplos recientes de eso.
Para que la democracia estadounidense perdure, debemos exigir que nuestros líderes y candidatos defiendan los ideales de libertad y se adhieran a los más altos estándares de conducta.
En primer lugar, si bien los ciudadanos pueden tener desacuerdos sobre políticas, las personas de todas las tendencias políticas deben estar de acuerdo en los principios constitucionales fundamentales y las normas de equidad, civilidad y respeto por el Estado de derecho. Los ciudadanos deben poder participar con facilidad en procesos electorales transparentes, seguros y protegidos. Las denuncias de irregularidades electorales deben presentarse de buena fe para que los tribunales las juzguen, y todos los involucrados tienen que aceptar las resoluciones. El proceso electoral debe llevarse a cabo de manera pacífica, libre de intimidación y violencia.
En segundo lugar, debemos impulsar reformas que garanticen la seguridad y la accesibilidad en las elecciones, así como la confianza pública en la veracidad de los resultados. Las falsas afirmaciones de votaciones ilegales y el exceso de auditorías sin sentido solo socavan los ideales democráticos.
En tercer lugar, debemos resistir la polarización que está dando nueva forma a nuestra identidad en torno a la política. Necesitamos enfocarnos en algunas verdades fundamentales: todos somos humanos, todos somos estadounidenses y todos queremos que prosperen nuestras comunidades y nuestro país. Debemos buscar la manera de reencontrarnos en la división, de forma respetuosa y constructiva, mediante conversaciones cordiales con familiares, amigos y compañeros de trabajo, y el enfrentamiento colectivo a las fuerzas que nos dividen.
En cuarto lugar, la violencia no debe tener cabida en nuestra política y tenemos que actuar con urgencia para aprobar o fortalecer leyes que reviertan tendencias como la difamación, la intimidación y la presencia de milicias armadas en eventos. Debemos proteger a los funcionarios electorales, quienes son amigos y vecinos de confianza de muchos de nosotros, de las amenazas a su seguridad. Las fuerzas del orden deben tener el poder para abordar estos problemas y participar en un esfuerzo nacional para aceptar el pasado y el presente de la injusticia racial.
Por último, debemos resolver el problema de la propagación de desinformación, en especial en las redes sociales. Hay que reformar esas plataformas y acostumbrarnos a buscar información veraz. Las empresas estadounidenses y las comunidades religiosas tienen que fomentar el respeto por las normas democráticas, la participación en las elecciones y las iniciativas para contrarrestar la desinformación.
Actualmente, nuestra gran nación se tambalea en el borde de un abismo cada vez más grande. Sin una acción inmediata, corremos un verdadero riesgo de entrar en un conflicto civil y perder nuestra preciada democracia. Los estadounidenses debemos dejar de lado las diferencias y trabajar juntos antes de que sea demasiado tarde.
Jimmy Carter fue el 39.º presidente de Estados Unidos.