Varias veces se me ha pasado por la cabeza escribir una carta para este blog, pero pienso que igual no interesa lo que voy a escribir y lo dejo. Últimamente, se han publicado varias noticias sobre miembros y simpatizantes del Opus Dei y me apetecía contar cómo crecí en una familia que pertenece a esa organización. Como veréis más adelante, el modelo de familia que algunos defienden como el ideal para los niños no lo fue en mi caso. También he escrito esta carta porque acabo de cumplir 25 años y quería dar las gracias a las personas que han contribuido a que esté viviendo un momento muy feliz en mi vida. Espero que si algún chaval lo está pasando mal, al leer esta carta se sienta más fuerte y con esperanza de vivir un futuro mejor.
Nací en la primavera de 1984 en una familia tradicional y muy religiosa (a Rouco se le caería la baba). Mi padre era el hombre más feliz del mundo porque Dios había escuchado sus oraciones y le había regalado un hijo varón. Aunque a algunos les pueda parecer extraño, para mis padres, yo era un regalo de Dios. Cuando tenía 4 meses, mis padres viajaron al Vaticano para que Juan Pablo II me bendijese. El Papa me cogió en sus brazos y me bendijo. Todavía ahora, cuando voy a casa de mi madre y veo la foto, no puedo evitar sonreír al ver al Papa con un bebé mariquita en sus brazos. Mis padres eran miembros del Opus Dei y querían evitar a toda costa que «la sociedad moderna y decadente» corrompiese mi vida.
Durante los primeros años de mi vida, era un niño feliz y sentía una admiración sin límites hacia mi padre. Éramos inseparables y hacía todo lo posible para complacerle y que se sintiese orgulloso de su hijo. Mis padres me inscribieron en el colegio Torrevelo (un centro del Opus Dei en Santander) y estaban encantados porque era uno de los alumnos más brillantes. Dios estaba omnipresente en el hogar en que pasé mi infancia y adolescencia. Crecí muy aislado de la sociedad. Todas las actividades extraescolares en las que participé eran organizadas por grupos vinculados al Opus Dei. Los niños no podíamos ver la tele ni jugar con videojuegos. A muchos os podrá parecer muy raro, pero como casi todos los niños con los que me relacionaba vivían en las mismas condiciones, a mi me parecía normal.
A partir de los 8 años, mi primo Jesús y yo empezamos a ir a un campamento de verano organizado por La Obra. Mi primo era mi mejor amigo y, para los dos, el campamento era uno de los momentos más esperados del año. A los 13 años mi primo y yo empezamos a masturbarnos juntos. Los dos nos sentíamos culpables y decíamos que no lo volveríamos a hacer pero seguimos pajeándonos todas las noches. Cinco días antes de que terminase el campamento mi padre y mi tío vinieron a recogernos. No sabía que había pasado pero al ver la cara de mi padre me di cuenta que era algo grave. Nunca olvidaré la frialdad de mi padre al decirme «recoge tus cosas que nos vamos». Le pregunté inquieto que si había pasado algo y el me respondió “tú sabrás si has hecho algo malo”. Me quedé helado. Entré con mi primo en la tienda de campaña para recoger nuestras cosas, y me dijo que le había confesado a uno de los sacerdotes lo que habíamos hecho. Mi mundo se vino abajo. Me puse a llorar como nunca había llorado. No podía controlarme y me hice pis. Al verme en ese estado de desesperación, mi primo salió a buscar a mi padre. Cuando mi padre entró en la tienda, yo estaba tirado en el suelo llorando. Mi padre me dijo en tono serio que me levantara. Me levanté llorando y pidiéndole perdón. El me dijo que dejase de llorar y que ya hablaríamos en casa. Estaba hecho polvo y nada más entrar en el coche me quedé dormido. Al llegar a casa, nada más abrir la puerta, vi a mi madre que nos estaba esperando. Al verla, rompí a llorar y le pedí perdón por lo que había hecho. Mi madre me abrazó y me decía cosas cariñosas para intentar consolarme. Mi padre interrumpió ese abrazo con mi madre pronunciando una frase que nunca olvidaré: «sigue tratándole así que nos va a salir maricón, como tu hermano». Me quedé helado. Mi padre me ordenó que me fuese a la cama y me dijo que ya hablaríamos. Me metí en la cama y en lo único que podía pensar era que mi tío Miguel, al que sólo había visto un par de veces en mi vida, era maricón. Aunque en esa época de mi vida no hubiese reconocido de ninguna manera que era homosexual, me sentí inmediatamente identificado con mi tío Miguel. La revelación de la homosexualidad de mi tío despertó en mi una gran curiosidad hacia ese familiar que vivía en Inglaterra y del que se evitaba hablar en nuestra familia. Pasé casi toda la noche pensando en él y tardé mucho en poder dormir. Esa noche no podía imaginarme lo mal que lo pasaría los próximos cuatro años y lo importante que sería en mi vida mi tío Miguel.
La mañana siguiente me sentía fatal. No había dormido casi nada y presentía que el día iba a ser muy duro. Mi padre, como todas las mañanas, salió a desayunar y leer la prensa al bar de siempre. Mi madre y yo estábamos acabando de desayunar cuando llegó mi padre. Entró en el salón y me dijo que me diese prisa porque nos íbamos, ya que teníamos que hablar de muchas cosas «entre hombres». Recuerdo que era la cosa que menos me apetecía del mundo. Me sentía sin fuerzas y, francamente, estaba acojonado. Mi madre debió de darse cuenta porque, antes de salir por la puerta, me abrazó y me susurró al oído que me tranquilizase porque lo hacían por mi bien. Mi padre era psiquiatra y me llevó a su despacho. Os ahorraré los detalles del sermón que me soltó. El caso es que, al cabo de una hora de contarme lo horrible que es la homosexualidad y lo infelices que eran sus pacientes homosexuales, me hizo jurar con la mano sobre el crucifijo de mi primera comunión que no volvería a ceder a las pulsiones homosexuales. Nos arrodillamos y rezamos juntos, y al levantarnos puso su brazo sobre mi hombro y dijo «mi hijo será un hombre como Dios manda, de eso me encargo yo».
Lo cierto es que la relación entre mi padre y yo nunca volvió a ser la misma. Por mucho que rezaba y que juraba que nunca lo volvería a hacer, cada vez me sentía más atraído por los hombres. Cuando me quedaba solo me pajeaba como un condenado. Cuanto más me reprimía más salido estaba. No paraba de mirar los culos y los paquetes de los compañeros de clase. Me volvía loco en el vestuario viéndoles en calzoncillos y luego me mataba a pajas. Me imagino que la mayoría de los chicos de mi clase también harían lo mismo pensando en las chicas, pero la diferencia es que yo me sentía sucio y culpable. Según pasaba el tiempo, me sentía cada vez más solo. Sabía que no podía contar con mis padres para ayudarme y en el colegio la situación se volvió insoportable. Alguien divulgó el rumor de que era maricón y los compañeros de clase empezaron a putearme. Al principio eran insultos en el recreo y pintadas «Fernando maricón». Yo sabía que si les decía algo a mis padres podrían sospechar y no les dije nada. Pero un grupo de chicos se propuso hacerme la vida imposible. Pasaron de los insultos a las collejas y las patadas. Un día, al entrar en clase vi como todos me miraban y se reían. Al ir a sentarme vi que habían dibujado una polla en mi silla. Hice como si no lo hubiese visto y me senté mientras se reían. Durante la clase oía los comentarios homófobos y las risas. Yo era un chico muy tímido y reprimido. La única visión de la vida que tenía era la que me habían enseñado en casa y en el colegio. Recuerdo, por ejemplo, que cuando empezaron a salirme pelos en los sobacos y los genitales me sentía sucio y muy avergonzado. En el fondo, me parecía normal ser humillado por mis compañeros por ser homosexual.
Fueron unos años horrorosos que destrozaron mi autoestima. Un día, me rodearon unos chicos en el recreo y me dijeron que tenía que pelearme con uno de ellos. Como me negué a hacerlo, se tiraron todos sobre mí y me dieron una paliza. Estaba desesperado y necesitaba hablar con alguien. Al llegar a casa, busqué en la libreta de mi madre el teléfono de mi tío Miguel. Cogí dinero y salí a una cabina para llamarle. Entré en la cabina y me costó marcar el número porque me temblaban los dedos. Entre llantos, pude hablar con mi tío y contarle lo que me estaba pasando. Mi tío se quedó muy preocupado y me dijo que vendría a Santander el sábado para verme. Al día siguiente me llamó a casa cuando mis padres no estaban y pudimos hablar más tranquilos. Quedamos que nos veríamos en un bar, sin que lo supiesen mis padres.
Llegó el sábado y fui a la cita con mi tío. Al llegar al bar le vi esperando en la puerta. Me acerqué tímidamente y le di la mano, pero el dijo «dame un abrazo, coño, que somos familia. Joder como has crecido». Enseguida me sentí cómodo con él. Le conté lo que me estaba pasando y noté como su sonrisa desaparecía de sus labios y cada vez parecía más indignado. Le conté que mi padre me dijo que sus pacientes homosexuales no eran felices. El me dijo que no le extrañaba porque ser homosexual y paciente de mi padre era para pegarse un tiro. Pero también me dijo que hay muchos homosexuales felices y que los que de verdad no son felices son los que no se aceptan. Me contó cosas sobre su casa en Brighton, su novio Jim, su trabajo, etc. Mi tío me dijo que podía contar con él para lo que necesitase. Pasé unas horas inolvidables con él. Volví a casa sobre la ocho y mi padre me preguntó que dónde había estado tanto tiempo. Le dije que por ahí. El dijo «ay pillín, con una chica». El mundo de mi padre y el mío estaban cada vez más distantes.
El haber podido compartir con mi tío lo que estaba viviendo, el sentir que me comprendía y me apoyaba me dio mucha fuerza. Durante las semanas posteriores a nuestro primer encuentro hablamos mucho por teléfono y vino a verme en 2 ocasiones, una de ellas con Jim. Al ver lo mal que lo estaba pasando, me dijeron que si me apetecía podía irme a vivir con ellos a Brighton. Mi tío me explicó que, teniendo yo 17 años, mis padres no podían obligarme a vivir en casa. Para mí, la oferta de Jim y Miguel, supuso la oportunidad de abandonar una realidad oprimente y empezar una nueva vida. Quería irme ya, pero me convencieron de que era mejor hablar con mis padres e intentar hacer las cosas por las buenas. Decidimos que el sábado 24 de marzo 2001 (nunca olvidaré esa fecha), aprovechando la celebración de mi decimoséptimo cumpleaños, mi tío vendría a comer a casa de mis padres y hablaríamos con ellos. Para que la cosa fuese más fácil, decidí escribirles una carta a mis padres en la que les decía que era homosexual, les contaba lo mal que lo estaba pasando en el colegio y les decía que me iba a vivir a Brighton con Miguel. También les decía que les quería mucho y que esperaba que siguiésemos unidos a pesar de la distancia. Fue una carta que me costó mucho escribir. Derramé muchas lágrimas y la escribí varias veces para intentar encontrar las palabras más apropiadas para decirles lo que sentía.
Finalmente, llegó el día tan esperado y temido. Pasé la noche casi sin dormir por mi estado de nerviosismo. Mi tío llegó a las 12. Recuerdo que me impactó lo contenta que estaba mi madre de volver a ver a su hermano y la frialdad – por no decir el desprecio – del saludo de mi padre. Como habíamos planeado, mi tío hizo como si no me hubiese visto desde hace años. Sólo cuando leyesen mi carta conocerían la verdad. Una vez en el salón, mi madre propuso que abriese los regalos, pero les dije que antes tenía yo una cosa para ellos. Al ir a mi cuarto a buscar las cartas, vi la cara de sorpresa de mi tío. Habíamos convenido que se las entregaría después de la comida, pero no podía aguantar más la situación y decidí precipitar los acontecimientos. Todo fue muy rápido. Saqué las cartas del bolsillo de mi chaqueta y le di una a mi madre y otra a mi padre. Empezaron a leerla y mi madre rompió a llorar. Mi padre la leía con aspecto serio y no decía nada. Cuando acabó de leerla, mi madre vino a abrazarme llorando. No paraba de decir «mi ratoncito, mi ratoncito» (así es como me llama desde pequeño). Sin decir nada, mi padre se levantó del sillón y se fue a su habitación. Mi madre y yo estuvimos abrazados y llorando durante unos minutos hasta que vi volver a mi padre con mi pasaporte en la mano. Se dirigió a mí con un tono muy frío y distante para decirme que no me iba a retener, pero que antes de irme tenía que escucharle. Me dijo que Dios nos pone a todos a prueba y que la tentación homosexual era mi prueba. Se acercó a mí y me dijo, mirándome a los ojos, que sabía que resistir a la tentación sería difícil, pero que era la única posibilidad que tenía de ser un hombre de Dios. Añadió que si escogía sacrificarme me apoyaría y me daría todo lo que necesitase, pero que si cedía a la tentación dejaría de ser su hijo. Mi madre le pidió que no dijese eso. Y él respondió «la homosexualidad no es el camino de Dios y no le acompañaré si toma ese camino». Recuerdo perfectamente esa frase porque esas fueron las últimas palabras que escuché de mi padre. Dejó el pasaporte encima de la mesa y se encerró en su habitación. Mi madre me pidió llorando que me quedase. Mi tío y yo le explicamos que necesitaba irme para poder reconstruir mi vida y ser feliz. Mi tío prometió a mi madre que se ocuparía bien de mí y yo le prometí que la llamaría por teléfono todos los días, cosa que hago desde ese día. Nunca olvidaré la desgarradora imagen de mi madre llorando al despedirse de mí. Una vez en el coche que había alquilado mi tío, rompí a llorar. Miguel me abrazó y me dijo que tenía que estar orgulloso porque había sido valiente. Nos fuimos a comer y Mi tío aprovechó para darme un regalo de él y Jim. Era una cinta de vídeo de la película «Beautiful Thing».
Al día siguiente viajamos a Brighton. En el avión, Miguel me dijo que Jim estaba muy ilusionado que fuese a vivir con ellos y que había estado preparando minuciosamente mi cuarto para que me sintiese cómodo. Efectivamente, al llegar a casa, Jim nos estaba esperando loco de contento. Me enseñaron la casa y mi cuarto. Durante los años que viví con mis tíos, Jim se ocupó de mí como de un hijo. Tenía una capacidad de darse cuenta de mi estado anímico que nunca tuvo mi propio padre. Cuando notaba que estaba mal, me ponía la mano en el hombro y me decía «are you alright?» Recuerdo con especial cariño cuando veíamos juntos «Big Brother» (Gran Hermano), comiendo helado. Nos reíamos mucho viendo el programa y cuando mi tío Miguel se enfadaba porque veíamos esas gilipolleces. El cariño de Jim fue esencial para sentirme bien y dejar atrás el sufrimiento pasado.
En Brighton pasé cinco años maravillosos. Fueron unos años de formación personal y profesional que me permitieron reconstruir mi vida. Conocí a otros chicos y chicas lgtb con los que compartí amistad y de los que aprendí mucho. Conocí a mi primer novio, Dale (pronunciado Deil, no seáis malpensados). Nada más verle me enamoré de él. Era muy guapo, pero lo que más me atrajo fue esa sonrisa que tenía y la confianza con la que iba por la vida. Era la prueba viviente que se podía ser joven, gay y feliz. Con Dale hice el amor por primera vez y aprendí a ir por la vida sin miedo. Con él también aprendí lo que duele una ruptura amorosa. Durante esos años, me di cuenta de lo oprimente que había sido mi educación y aproveché al máximo la libertad que tenía viviendo en casa de mis tíos. Tuve una época, después de la ruptura con Dale, en la que follaba más que un conejo. A mis tíos les hacía gracia asistir a la transformación del chaval tímido y reprimido en un follador insaciable. El calentón duró unos meses, hasta que me volví a enamorar. El único momento difícil que viví durante mi estancia en Brighton ocurrió cuando me enteré que a mi padre le diagnosticaron un cáncer. Ocurrió unos meses después de irme de casa y la familia de mi padre me acusaba de ser el responsable de su estado de salud. Mi padre sólo aceptaba hablar conmigo si le pedía perdón y le prometía que iba a cambiar. No lo hice. Mi padre murió en 2003. No asistí a su funeral y no he ido a visitar su tumba. Aunque a algunos les pueda parecer una salvajada, no echo de menos a mi padre. Tampoco siento rencor hacia él, pero no siento su ausencia en mi vida cotidiana. Tras la muerte de mi padre, la relación con mi madre mejoró mucho. Pude visitarla en varias ocasiones y mi tío Miguel y yo la convencimos para que viniese a Brighton a pasar unos días con nosotros. Mi homosexualidad y la muerte de mi padre permitieron a mi madre cambiar y, desde entonces, nos llevamos muy bien.
En 2006, decidí ir a Paris para perfeccionar mi francés y conocí a Alain, mi novio. Tiene 16 años más que yo y, aunque físicamente no corresponde a la imagen que tenía en la cabeza cuando me imaginaba a mi príncipe, somos muy felices. Disfrutamos mucho haciendo la compra juntos, viendo una peli juntitos en el sofá de casa, paseando o, simplemente, quedándonos en la cama los domingos por la mañana. La relación con Alain me ha aportado mucha serenidad y paz interior. Es difícil creer que ese adolescente que sufrió tanto la homofobia de su entorno que rezaba por la noche para no despertar la mañana siguiente vivo pueda ser hoy un hombre feliz. Pero, por muy feliz que sea, nunca olvidaré a ese niño de 13 años que lloraba desconsolado y se hizo pis porque era homosexual y su padre no le aceptaba. No quiero olvidarme de él ni de los chicos que lo estén pasando mal en la actualidad.