Con dolor en el alma debemos reconocer que, en política, los dictadores latinoamericanos han hecho algo mejor que nadie: adaptarse. Mientras las democracias se han quedado ancladas en el pasado, los déspotas, en cambio, entendieron que si querían subsistir en este siglo XXI debían renovarse, maquillarse, disfrazarse de mil maneras y, sobre todo, abandonar las revueltas de cuartel. Por eso, los tiranos que hoy rigen las naciones más pobres de la región ya no andan de verde oliva. Y es que ahora no imponen sus regímenes con balas de fusil, como en décadas pasadas.
Desde los albores del milenio, y por ironías de la vida, andan valiéndose de los mecanismos democráticos para construir, a la vista de todos, sus totalitarismos modernos. Usan sobre todo tres instancias: las elecciones, los organismos internaciones, y el debido proceso. Manejando esas fichas a su antojo, se han robustecido sin resistencias, mientras la democracia, desde su ágora sagrada y enclenque, mira desconsolada cual diosa impotente.
Prueba de ello es lo que presenciamos en Nicaragua por estos días: el domingo (9.01), el inicio del período de una Asamblea Nacional fraudulenta. Y al día siguiente (10.01), la juramentación por un nuevo quinquenio del dictador Daniel Ortega. Pero a diferencia de las dictaduras clásicas que sembraron terror en Latinoamérica en los setenta y ochenta, este, al igual que su Asamblea, asume el poder por mandato de las urnas. Claro, unas urnas amañadas que en noviembre dijeron lo que él quiso que dijeran. Porque usó la institucionalidad para depurar el tarjetón electoral, sacando de la contienda a quienes, en una democracia verdadera, le hubieran arrebatado el poder gracias al voto popular. Pero utilizó la Justicia para meter en la cárcel a los opositores, para perseguir a los periodistas incómodos, y para cerrar las organizaciones civiles que denunciaban sus abusos. Y así, usó la democracia para elegir un parlamento a su medida, y para elegirse a sí mismo por un nuevo período. Ortega es la evidencia viva de que sin golpes de Estado y celebrando elecciones, también se puede ser un dictador.
Pero manipular el sistema puertas adentro no sería suficiente. Los autócratas de nuestro siglo también aprendieron a jugar con los organismos internacionales. La Venezuela chavista dejó claro que, teniendo dinero, se pueden comprar apoyos en cumbres decisivas para frenar procesos en contra. Porque las pequeñas islas del Caribe siempre necesitan quien les regale una carretera, un hospital o una central eléctrica. Y Chávez lo hizo, presentándose como un solidario humanista, pero a cambio garantizaba que esos países, sumados a algunos aliados ideológicos, vetaran una y cien veces resoluciones que, de otra forma, habrían evitado la consolidación de su poder absoluto, y en consecuencia que la otrora potencia petrolera se convirtiera en el imperio de la miseria. Y para hacerle contrapeso a los organismos históricos inventaron el ALBA, y antes UNASUR, y luego una docena de espacios y foros partidistas donde disfrazan el despotismo para reivindicarse como líderes de los "países no alineados".
Mientras tanto, las democracias, conservadoras y arcaicas, creyendo todavía en esas instancias, convocan a sus asambleas generales para redactar declaraciones inútiles que condenan crímenes y abusos, textos largos y sonsos que no llegan a ningún lado. Y así José Miguel Insulza abandonó la OEA con fama de insulso, porque no logró nada para detener la peste chavista que comenzaba a echar raíces. Y hoy Almagro parece vislumbrar un retiro igual de deshonroso.
A los dos elementos anteriores las dictaduras modernas agregan un tercero: el debido proceso. El debido proceso para investigar en el seno de sus fuerzas de seguridad las denuncias de detenciones arbitrarias, de desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales. Son pesquisas que pueden tomarse toda la vida, pero eso no es culpa de nadie: así son los tiempos del debido proceso. Y los resultados no llegan, mientras las víctimas vuelven a ser víctimas. Y para maquillarse la cara crean organismos de derechos humanos, y designan Defensor del Pueblo y colaboran con La Haya. Pero todo lo hacen al tiempo que protegen a los torturadores, burlándose de los muertos, y llenado sus retenes clandestinos con presos políticos.
Pero las democracias siguen dándole una oportunidad a los déspotas, creando misiones de observación y grupos de contacto, como si los asesinos tuvieran esa cosa noble que llamamos buena fe. Manipulando la democracia, los dictadores han logrado adaptarse y sobrevivir. Y así el tiempo le alcanzó a Fidel para morirse de viejo y a Chávez de cáncer, a Raúl para jubilarse, a Maduro para engordar en Miraflores y a Ortega para marchitarse en Managua, fosilizando sus raíces, prometiendo no abandonar nunca el poder, sin necesidad de asaltar casas de gobierno ni desplegar tanques de guerra. Al contrario, haciendo lo que tanto temían sus predecesores: elecciones. Y asisten a cumbres de corbata, dándole tiempo al tiempo, convencidos de que serán intocables hasta el fin, seguros de que esta generación de dictadores, gracias a la democracia, vivirá impune para siempre.