Para decirlo mal y rápido, a un cubano que vive en la Isla sometido a la actual dictadura solo le quedan tres opciones: la obediencia, la fuga o la rebeldía.
La obediencia puede ser asumida conscientemente, aceptada por miedo a las consecuencias de la rebeldía o simulada para tener un espacio rumbo a la fuga.
Aquellos que la admiten conscientemente son los que tienen una militancia basada en sus convicciones. Actúan como soldados convencidos de que "la orden del jefe encarna el mandato de la Patria", creyendo que quienes ocupan los puestos en la máxima instancia son unos iluminados poseedores de una sólida formación política y conocedores de todos los elementos a tener en cuenta para tomar las decisiones; elementos, que no siempre pueden ser divulgados porque la discreción es un arma de guerra y el enemigo no debe enterarse de todo.
Los que obedecen por miedo han llegado a la convicción de que cualquier rebeldía es inútil, porque sería aplastada sin misericordia mientras encuentran ventajosas las migajas que se les ofrecen. Su bajo nivel de autoestima los lleva a considerar (con razón o sin ella) que no serían capaces de sobrevivir o prosperar en una sociedad competitiva hacia la que podrían escapar.
Los simuladores son difíciles de identificar, porque pueden superar con creces las muestras de entusiasmo y de "fervor revolucionario" de los auténticamente convencidos. Se les ve en las marchas de reafirmación agitando banderitas y sonriendo a las cámaras; aplauden, adulan, levantan la mano para aprobar lo que se les propone y, si fuera necesario, esgrimen un garrote para enfrentar a los opositores. Hasta que les aprueban la visa y consiguen el dinero del pasaje.
El precio a pagar por la obediencia es la renuncia a ser uno mismo. El premio, la tranquilidad de no terminar encarcelado y la seguridad de contar con la cuota de miseria asignada.
Resulta difícil calcular el número exacto de cubanos que han elegido esta opción. Para conocerlo habría que sumar a los que ya tienen una residencia, incluso una ciudadanía en otro punto del planeta; a quienes viven fuera pero vienen a "marcar la tarjeta" antes de que se cumplan los 24 meses que la ley les permite para no ser considerados oficialmente como emigrados, y, tristemente, a los que reposan en el fondo del mar en ese cementerio del estrecho de Florida.
La decisión de emigrar no es hoy tan dramática como durante el medio siglo de vigencia del concepto de "salida definitiva", aunque todavía persisten las listas negras para impedir la entrada al país a los incómodos o para sancionar por varios años a los considerados como "desertores".
"Los traidores aquí no volverán", machacaba el himno de las Milicias Nacionales Revolucionarias en 1960, cuando todo el que "abandonaba el país" era tenido como enemigo. Dos décadas después, en medio de la estampida del Mariel, fueron calificados como escoria. "No los queremos, no los necesitamos", argumentó el comandante.
Cuando se descubrió que desde el exterior podía fluir el dinero, se cambió el discurso intentando despolitizar la emigración. Los llamados "motivos económicos" como causa para escapar fueron usados indistintamente por las autoridades para mostrar un país normal y por algunos emigrados que evitaban "buscarse problemas".
Ha habido muchas formas de escapar: jugándose la vida en el mar o en la selva; pidiendo a los familiares que apadrinen legalmente a los parientes que quedaron en la Isla; quedándose en una misión oficial, en un evento cultural, en una competencia deportiva; apelando a un refugio humanitario. La cosa es irse.
El precio a pagar por esta opción es el desarraigo, referido a las metafóricas raíces culturales, espirituales, familiares que siembran al individuo en un sitio. El premio, si es que llega, son los frutos: los tangibles frutos obtenidos por el esfuerzo propio.
Cuando una persona se respeta a sí misma no está en condiciones de obedecer aquello que le parece inaceptable. En ese caso están los hijos que se enfrentan a las absurdas imposiciones de padres autoritarios; las mujeres que rompen con un marido abusador; el trabajador que fomenta una huelga para forzar a su empleador a tener mejores salarios o adecuadas condiciones laborales, y el ciudadano inconforme con su Gobierno.
En los países no regidos por una dictadura, los ciudadanos no se ven obligados a escapar de su tierra porque tienen a través del voto en las urnas una alternativa civilizada para cambiar las cosas. Además, tienen derecho a la rebeldía que se expresa en el consagrado derecho a salir a la calle a protestar, apelando a un grado de violencia que, desde el punto de vista ético, resulta aceptable si no han logrado ser escuchados por vías pacíficas.
La rebeldía tiene en Cuba antecedentes históricos. Pero no hay espacio para contar lo que todo el mundo conoce. La última dictadura de nuestra historia (ojalá sea la última) es además la más larga y la que acumula mayor número de víctimas.
Alzados en las montañas, expedicionarios armados, terroristas, conspiradores de todo tipo protagonizaron la década de los años 60. Luego aparecieron las opciones de rebeldía pacífica, defensores de los derechos humanos, organizadores de partidos políticos, activistas de la sociedad civil, periodistas independientes. Rebeldes todos.
El 11 de julio de 2021 miles de cubanos en diversos puntos de la Isla protagonizaron el acto de rebeldía más masivo de la historia nacional. Ni contra la colonia, ni contra las dictaduras de Gerardo Machado o Fulgencio Batista salió tanta gente a las calles el mismo día a protestar, a exigir libertad y derechos.
Eran los que se negaban a seguir obedeciendo, los que querían cambiar el país, no cambiar de país.
El precio de la rebeldía en estos 63 años ha sido elevado: fusilamientos, largas condenas de cárcel, ataques a la reputación, prohibiciones de salir del país, la imposibilidad de ejercer la profesión. El premio se reduce, por el momento, a la satisfacción de saber que se está haciendo lo correcto.