¿Es posible intervenir en los procesos que hacen que nuestro cuerpo y nuestro cerebro funcionen mal al envejecer y, así, retrasar la aparición de trastornos relacionados con la edad, o incluso impedir por completo que se desarrollen?
La leyenda de la mítica fuente de la juventud ha gozado de popularidad durante miles de años. La pregunta de si podemos beber de sus aguas no ha dejado de perseguir a los investigadores que trabajan en el campo del envejecimiento biológico (conocido como senescencia) desde que, en 1889, el médico francés Charles-Édouard Brown-Séquard se inyectara extractos de testículos de animales. Tras el tratamiento, el científico afirmó que su estado mental y el físico habían mejorado.
Casi 150 años después, los trastornos asociados a la edad, como el alzhéimer o las enfermedades cardíacas, han alcanzado niveles epidémicos en el norte del mundo, y la búsqueda del rejuvenecimiento conserva todo su atractivo. Como es lógico, este aumento de las enfermedades es atribuible en gran medida a la prolongación de la esperanza de vida. Las personas que nacen actualmente en Europa pueden llegar a los 81,3 años, unos 35 años más que las que vinieron al mundo a finales del siglo XIX. Sin embargo, los médicos coinciden en que la calidad de vida en la vejez no ha ido a la par con la longevidad. Muchos de nosotros pasamos años ‒a veces décadas‒ de ancianidad viviendo con enfermedades físicas o mentales causadas casi exclusivamente por el proceso de envejecimiento.
A menudo carecemos de tratamientos para las enfermedades de la senectud, cuyos síntomas pueden ser “muy debilitantes, a veces devastadores”, según Nektarios Tavernarakis, biocientífico y profesor de la Universidad de Creta, en Grecia, que estudia el envejecimiento, la muerte celular y la neurodegeneración.
“Nuestro objetivo tiene que dejar de ser vivir más tiempo y pasar a lograr una mayor calidad de vida en la vejez”, afirma el investigador, que además es coordinador principal del proyecto Macroautofagia y Neurodegeneración Necrótica en la Vejez (MANNA, por sus siglas en inglés), financiado por la Unión Europea.
El objetivo de Tavernakis y sus compañeros es entender ‒y, finalmente, remediar‒ las causas celulares del deterioro biológico. Los beneficios de prolongar los años de salud de una persona se sentirán en toda la sociedad. La mala salud en la vejez representa una carga enorme y cada vez mayor para nuestros sistemas sociales y sanitarios. Solo el alzhéimer afecta a más de 4,9 millones de personas en Europa, y las enfermedades y trastornos del sistema nervioso y el cerebro suponen al continente un coste anual de unos 800.000 millones de euros, según cifras de 2010.
La pregunta es cómo esperan resolver los científicos el problema del deterioro fisiológico habiendo semejante cantidad de trastornos aparentemente no relacionados que reclaman su atención. Desde los distintos tipos de cáncer hasta las enfermedades que atacan a los órganos internos, el sistema circulatorio y el sistema nervioso, hay toda una serie de dolencias asociadas al envejecimiento.
Muchos depositan sus esperanzas en un proceso biológico llamado autofagia (un término que significa “comerse a sí mismo” en griego). Las células utilizan la autofagia para librarse del material tóxico (en su mayoría, componentes innecesarios o dañados). A medida que envejecemos, esta tarea básica de limpieza se realiza con menos eficacia, lo cual provoca la acumulación de errores y defectos de funcionamiento que desencadenan la inflamación que causa la enfermedad y, al final, la muerte celular necrótica (o necrosis).
Tenemos una cantidad cada vez mayor de pruebas de que la autofagia defectuosa es el denominador común de muchos trastornos relacionados con la vejez. La necrosis contribuye a la incidencia de tumores, enfermedades hepáticas, derrames cerebrales, dolencias cardíacas y trastornos degenerativos que tienen que ver con la edad, como el alzhéimer y el párkinson.
“Nuestro objetivo tiene que dejar de ser vivir más tiempo y pasar a lograr una mayor calidad de vida en la vejez”.
La investigación en este campo está en sus comienzos, pero un número cada vez mayor de estudios indica que potenciar la autofagia puede alargar la supervivencia de las células y mejorar nuestras perspectivas de gozar de buena salud.
Mirando al futuro, Linda Partridge, directora fundadora del Instituto Max Planck de Biología del Envejecimiento de Alemania, afirma: “Vemos la posibilidad de desarrollar una sola pastilla que apunte a las vías biológicas que también influyen en la autofagia. La idea sería disponer de una polipíldora que atajara los mecanismos subyacentes que intervienen en más de una enfermedad relacionada con el envejecimiento”.
Si pudiéramos atacar esos procesos de envejecimiento subyacentes, seríamos capaces de retardar la degeneración relacionada con la edad y mantener a las personas más sanas más tiempo. Esto nos llevaría a otro lugar diferente del actual, en el que las enfermedades se tratan una por una a medida que aparecen.
Partridge es la investigadora principal de GeroProtect, un proyecto financiado por la Unión Europea cuyo objetivo es encontrar un fármaco adecuado para esa polipíldora “geroprotectora”. “No pretendemos prolongar la duración de la vida, sino resolver el problema de la fase cada vez más larga de mala salud al final de la vida”, explica.
El proyecto MANNA de Nektarios Tavernakis se centra en desentrañar la conexión entre la autofagia y la degeneración del sistema nervioso asociada a la edad. Gran parte de la investigación del grupo se realiza a partir del gusano Caenorhabditis elegans, el cual, quizás sorprendentemente, tiene un sistema nervioso muy similar al de los seres humanos.
Durante los primeros cuatro años del proyecto, el equipo ha descubierto alguno de los genes y actores moleculares clave que intervienen en la necrosis de las células nerviosas. Su trabajo confirma que la supervivencia y la conservación a largo plazo de las neuronas depende de un subtipo de autofagia denominada mitofagia.
“No pretendemos prolongar la duración de la vida, sino resolver el problema de la fase cada vez más larga de mala salud al final de la vida”
En su plenitud, el organismo utiliza la mitofagia para eliminar las mitocondrias (los orgánulos que sirven a la célula para convertir la glucosa ‒o el azúcar simple‒ en energía útil). Pero con la edad, la mitofagia se ralentiza, y las mitocondrias defectuosas empiezan a acumularse en las células nerviosas. Esta acumulación es tóxica, y provoca una respuesta inflamatoria que desemboca en el deterioro celular y la muerte. Esta pérdida progresiva de células nerviosas funcionales es lo que causa la aparición de enfermedades neurodegenerativas.
“Nuestro trabajo sobre el C. elegans y el tejido cerebral humano nos permite confirmar que la mitofagia está infrarregulada en los pacientes de alzhéimer”, explica Tavernakis. El investigador añade que los esfuerzos por descifrar los mecanismos precisos que influyen en el mal funcionamiento de la mitofagia todavía están en curso, pero confía en que al final tendremos terapias génicas complejas para sustituir las secuencias genéticas que aceleran la necrosis por otras que potencien una autofagia saludable hasta bien entrada la vejez. Sin embargo, aún faltan muchos años hasta que lleguen estas terapias.
Una forma conocida de inducir la autofagia es la restricción calórica. En experimentos con gusanos, moscas, ratones, chimpancés y humanos, los investigadores han descubierto que consumir menos alimento o reducir las horas de las comidas de un organismo en el arco de un día activa el proceso celular.
En las especies no humanas también se ha descubierto que la restricción de la dieta prolonga la vida y reduce o retrasa la aparición de enfermedades relacionadas con la edad. Dependiendo de la especie, los resultados más prometedores muestran aumentos de la esperanza de vida de entre un 50% y un 300%. Asimismo, hay pruebas sugestivas de que la reducción de la ingesta alimentaria influye positivamente sobre el envejecimiento de los primates, aunque los efectos para los humanos todavía son discutibles.
Una forma conocida de inducir la autofagia es la restricción calórica. En experimentos con gusanos, moscas, ratones, chimpancés y humanos, los investigadores han descubierto que consumir menos alimento o reducir las horas de las comidas de un organismo en el arco de un día activa el proceso celular.
En las especies no humanas también se ha descubierto que la restricción de la dieta prolonga la vida y reduce o retrasa la aparición de enfermedades relacionadas con la edad. Dependiendo de la especie, los resultados más prometedores muestran aumentos de la esperanza de vida de entre un 50% y un 300%. Asimismo, hay pruebas sugestivas de que la reducción de la ingesta alimentaria influye positivamente sobre el envejecimiento de los primates, aunque los efectos para los humanos todavía son discutibles.
¿Por qué puede sentar bien pasar hambre? Sencillamente, porque cuando la dieta de un organismo se restringe, las células de este dejan de recibir glucosa y empiezan a consumir su propio material descartado con el fin de producir energía. En otras palabras, para sostenerse, las células se ven obligadas a entrar en un estado de autofagia que las desintoxica.
La prevención de enfermedades
El problema de la restricción de la dieta es que, por lo general, no es del agrado de la gente, y en los humanos, cualquier intento de reducir la ingesta de alimentos suele durar poco. Por eso, cuando se trata de potenciar la autofagia, las intervenciones farmacológicas son una alternativa más realista (aunque Partridge insiste en que hiperactivar el proceso de limpieza también puede ser problemático, ya que puede hacer que las células destruyan su contenido a un ritmo demasiado acelerado).
Ya se han encontrado unos cuantos fármacos prometedores. Los principales son la urolitina A (producida por determinadas bacterias intestinales después de haber sido alimentadas con elagitaninos, presentes en las granadas, las fresas, las frambuesas y las nueces) y la rapamicina (un antifúngico natural segregado por las bacterias del suelo).
Se sabe que estos dos compuestos participan en la suprarregulación de la autofagia. Además, se ha descubierto que, en ratones, gusanos y moscas de la fruta, prolongan la vida. En breve, sus propiedades geroprotectoras se pondrán a prueba en ensayos clínicos con humanos.
Partridge, que ha estudiado los mecanismos subyacentes responsables de la eficacia de la rapamicina para relanzar la autofagia en modelos animales, confía en que los resultados de los ensayos con humanos pongan a su equipo más cerca de desarrollar la polipíldora revolucionaria.
“Con el tiempo, podríamos llegar a tener un medicamento que se tome más o menos como se toman hoy en día las estatinas (para el colesterol) o las pastillas para reducir la tensión arterial”, afirma. “Medicamentos que se toman durante un periodo largo para prevenir la enfermedad mucho antes de que aparezca”.
La investigación descrita en este artículo se financió con fondos de la UE. Artículo publicado originalmente en Horizon, la revista de Investigación e Innovación de la Unión Europea.