Por la ventanilla del avión se veían las islas, los fragmentos del archipiélago que es Cuba, y había una isla que parecía una cabeza de toro, y otra que era una autentica tabla de surf. Y otras que eran amorfas como lo son, en su mayoría, las islas vistas desde el cielo.
Después venía el mar, que es una cosa terrible, azul, el paraíso diluido, esa gran madre que dice Joyce. Y yo quería gritar, porque lo único que me separaba de ese mar lejano, de esa tumba de azules bajo las nubes transparentes, eran pocas placas de aluminio y la ventanilla de cristal doble.
Cada vez que voy en avión siento un miedo terrible, quizá porque la primera vez que monté en avión tenía 12 años y fui sola, entre dos canadienses enormes que alimentaban sendos niños enormes de ojos verdes y se hablaban entre ellos como si yo no estuviera en el medio, como si fuera lo que al final somos todos en los vuelos: alguien que no existe.
¿Cómo puede existir alguien que no está en el mundo, sobre la tierra, con el sol en la cara, alguien que va sobre las nubes, viendo las palmas como alfileres, las montañas como alfombritas verdes?
¡La isla a mediodía!
Así se llama el cuento de Julio Cortázar en el que pensé cuando vi la isla con forma de toro. Ya no me acuerdo muy bien de los detalles, pero resumiendo, va de un hombre que toma un vuelo todos los mediodías para ver una isla que hay en el mediterráneo. Con solo decir eso, ya estoy diciendo que es un cuento de amor, triste y suave, como esa canción de Monica Zetterlund, «Trubbel», en un bar soterrado, ya pasadas las doce.
¿Quién no lo hizo alguna vez, coger un vuelo, para ver algo hasta el cansancio? Aunque ese algo no sepa que uno lo mira, que uno existe.
Cuando uno va en el avión, cuando todo es incertidumbre y solo se escucha la armonía aterradora que producen las envolturas de cien caramelos abriéndose al mismo tiempo (caramelos de anís, caramelos de fresa, caramelos de menta), se llega a pensar en las cosas más extrañas, más remotas.
Sobre las nubes a uno solo le queda recordar.
Y tienes cinco años, y está en tu casa del campo, en tu primera casa, en la única casa que se tiene. Estás saltando, de una cama a otra cama, para alcanzar el peluche de terciopelo azul que es un perro, y en el salto, el dolor, la punta clavada de un lápiz que mi madre olvidó sobre su cama después de dibujar un patrón.
Me acaricio la rodilla derecha, bajo la mezclilla clara del jeans, donde está el punto negro que dejó el grafito para siempre, el único tatuaje de mi cuerpo.
Recuerdas a tu abuela paterna, con quién dormías de adolescente, despertarse en medio de la noche llamando a tu abuelo muerto quince años atrás en un balance del portal: «Billo, Billo… Billo…»
Un llamado que vuelve cenizas la madrugada, que te dejaba en la boca el sabor metálico de una naranja agria.
Abres mentalmente la maleta del trabajo de tu padre, una maletica negra, de doble cierre, y encuentras adentro dientes, dientes falsos, prótesis, historias clínicas, ese espejito donde solo cabe un ojo y aquella agenda roja donde tu padre solía escribir cuentos que no publicó nunca, y que luego tu madre echó a la basura, a saber por qué.
Esos versos de Louise Glück que dicen: «Eso que llamas muerte/ Yo lo recuerdo».
El cuento ruso, el que te encantaba, «Basilia la sabia y el rey de los mares». Estaba en un libro verde, de tapa dura, que te robaron, o que perdiste hace veinte años.
Si uno pudiera leer los cuentos de su niñez, los cuentos que le dejaron una necesidad de palabras, de mentiras, de cierta belleza.
Por suerte, en medio de las turbulencias, de los pedidos de abrocharse los cinturones, por favor, está la mano fuerte del hombre que va contigo en el avión, una mano tostada por el sol de la playa de la que vuelven, una mano que no deja de apretar tu mano, mucho más blanca, mucho más pequeña, hasta que el avión aterriza.
Y ya todo vuelve a estar bien, amor, todo vuelve a estar bien.
Hasta que dejas de pensar en los barcos que viste en la playa de tu infancia. En la conversación que tuviste camino al aeropuerto con el taxista que es además pescador de agujas. Peces enormes que lo hacen madrugar y volver a la casa, ya de noche, con las manos peladas.
Hasta que dejas de pensar que tu madre luce muy cansada, incluso con ese vestido tan lindo, tan caro, que le regalaste. Y que el teatro del pueblo en el que naciste, Velasco, se sigue cayendo, ¿a quién le importa que se caiga un teatro isabelino, una obra de arte monumental, en un campo enquistado de una isla enquistada?
Sacas de la cartera, cuando estás esperando tu maleta, un papelito donde escribiste algo mirando el mar de tu infancia, para ver qué mejorar, cuál verbo sustituir, y pones la palabra autos sobre la palabra automóviles y eliminas un párrafo demasiado personal. Y tachas. Tachas. Y guardas el papelito porque a lo mejor luego puedes poner esto que escribiste mirando el mar en alguna parte. Lo que escribimos mirando el mar siempre debería ponerse en alguna parte.
Y lo pones.
Lo tecleas de la hoja blanca al Word, en Garamond 14, a dos espacios, en tu vieja laptop HP, tecleas.
Ya no tenemos aquella casa, donde había un perro que ladraba a los autos, el viejo televisor Panasonic y una verja de jardín que chirriaba, donde la bicicleta veintiséis de papá vivía recostada al granero y las brujitas crecían en el jardín, para que mamá pudiera decir: esas flores se abren solo cuando truena.
Ya no tenemos esa casa, con azulejos estampados en tribales y recias persianas de roble, donde iban de visita los abuelos y soplaba el viento de octubre, haciendo caer las hojas de la guinga, para que mamá cantara su congoja: me paso barriendo el santo día.
Ya no tenemos aquella casa de inicios del siglo XIX, en aquel pueblo perdido del mundo, donde fuimos, por última vez, una familia. Antes de los viajes, las muertes y el divorcio. Pero eso, todo eso, ya no importa.
Tampoco tenemos aquel país.