CARLOS MARCOS
Esta vez los lugares comunes son precisos: una historia con sexo, traiciones, drogas, peleas, muertes, mucho éxito y caída a los infiernos. Añadamos algunas peculiaridades propias de este relato: abanicos, zapatos de punta, canciones muy populares en España y Latinoamérica, y cárcel. El creador de Locomía, Xavier Font (Barcelona, 60 años), luce un tatuaje de motivos étnicos que le cubre toda la calva de su cabeza. Se lo hizo justo después de salir de la cárcel. Fue condenado en 2012 por tráfico de drogas a tres años de reclusión. Encontraron en su casa pastillas de éxtasis. También localizaron botes de popper (una droga que se utiliza por su capacidad euforizante y erótica), pero se volatilizó y no pudieron inculparle. “Las pastillas eran de un amigo. Los botes de popper sí eran míos. Los vendía por internet a conocidos porque hay una alegalidad en ese tema. Me agarro a lo que dice todo el que está en el talego, pero en mi caso es real: soy inocente, fue una injusticia”. Font pasó tres meses en prisión y consiguió el régimen abierto por buena conducta: libertad durante el día, pero debía dormir en un centro barcelonés. Cuando quedó libre, en 2015, se marchó a vivir a Cuba, se casó con su suegra (“para que ella consiguiese los papeles”) y estuvo allí seis años. Todas las cosas en la vida de este hombre son así de llamativas, ya lo verán más adelante.
Se presenta en la entrevista con este diario en Barcelona acompañado de su marido, Harold, un chico cubano de 24 años con el que se casó hace casi cinco. “Yo voy buscando locomías por el mundo. Pero ahora que tengo 60 años espero que este sea el último”, responde Font con su voz ronca. La extraordinaria historia de Locomía se va a contar en un documental que Movistar Plus+ estrena el 22 de junio. Titulado simplemente Locomía, consta de tres capítulos de unos 45 minutos dirigidos por Jorge Laplace y producido por Boxfish. La cadena ha lanzado la promoción con este subtítulo: el mayor culebrón jamás bailado. Participan todos los implicados, una veintena de voces. La médula espinal la configura el relato de Font. Sentado en un hotel del centro de Barcelona, ciudad donde vive, Font cuenta a este diario que quiere convertir a su marido en el próximo locomía, aunque Harold, al lado, se resiste. “Ya veremos, ya veremos…”, remolonea. “Él es mi último dragón. Yo soy un cazatalentos. Veo artistas en potencia. Soy un puto fantasy maker. Así fue como empezó todo”, apunta Font.
Pero así no comenzó todo. El padre y la madre de Xavier eran payeses terratenientes. Tuvieron seis hijos varones a los que no les faltó de nada, empezando por donde vivían, un generoso caserío en Sant Boi. “Teníamos todos los caprichos. Mi padre dilapidó una fortuna en el casino. Era ludópata. Con mi madre siempre me llevé bien y recibí mucho cariño. Los dos asumieron mi sexualidad sin problema. Yo nunca estuve en el armario. Mi padre entraba en mi cuarto y me veía con mi novio. Lo tomaba con naturalidad”, cuenta. Compraba telas en el Mercat dels Encants y confeccionaba túnicas, chaquetas, abrigos. Estaba influido por las bandas del movimiento británico de los nuevos románticos de principios de los ochenta: Duran Duran, Depeche Mode, Spandau Ballet… Pero lo hacía a lo grande. ¿Hombreras? Sí, pero XXL. Un día, en una exposición, se fijó en unos zapatos del siglo XIV en punta y se volvió loco. Confeccionó los suyos. No quería ser diseñador: creaba ropa para él. Luego la lucía en los locales de Barcelona más modernos. Le gustaba llamar la atención, focalizar todas las miradas. “Los zapatos fueron clave. La gente no podía dejar de mirarlos”, señala.
Font se instaló en Ibiza en 1984 buscando crear “una tribu urbana”. Había conocido a un holandés, Gard Passchier, con el que mantenía una relación, y también a Manuel Arjona, un joven de una familia conservadora con 10 hermanos. Habla Arjona por teléfono: “Cuando llegué a Ibiza me pareció otro planeta. Yo venía de Viladecans, donde tenía que ocultar mi identidad sexual. Y en la isla si eras un chico e ibas con falda no te miraba nadie. Fue un cambio salvaje”. Y asegura: “Font tenía en aquella época un gran poder de seducción, tanto laboral como personal”. Font mantenía una relación sentimental con Gard y Manuel. Faltaba otro locomía, el hermano del ideólogo, Luis Font. Los cuatro se instalaron en una casa en Ibiza. Diseñaban sus llamativos modelos e iban a la discoteca de moda, Ku. Pronto empezaron a llamar la atención. Los dueños vieron un filón y les contrataron. Les pagaban un millón de pesetas al mes (6.000 euros de los ochenta). ¿En qué consistía su trabajo? En subirse a unas plataformas y bailar, exhibirse, coquetear. Estaba el número de los abanicos, que Font diseñó cuando vivía en Cataluña tras ver bailar a unos gais neoyorquinos en un local de Sitges: “Llevaban unos abanicos pequeños y aprecié un movimiento que me cautivó. Llegué a mi casa y empecé a construir. Como soy un exagerado me inventé los abanicos XXL. Conseguí el movimiento con nueve varillas que cogí del material de uno de mis hermanos, que trabajaba en aeromodelismo. Hice unos agujeros y utilicé las sábanas de mi madre”. Font, con olfato comercial, lo iba registrando legalmente todo: los zapatos, los trajes, los abanicos, el nombre Locomía…
Llegaron a ser 16 locomías en Ibiza, entre miembros del cuarteto que iban y venían, diseñadores, secretarios… Funcionaban como una comuna. Font fue amante de varios de ellos, algunas veces coincidentes. “Tenía un harén y me inventé el poliamor en el 84. Nunca tenía bastante. Hoy es triste decirlo, pero estando en una relación con Manolo y con Gard me iba con otro chico nuevo a casa. Lo mío era muy fuerte. Yo era el precursor de todo el movimiento y tenía un montón de empleados sin sueldo. Eso sí, no les faltaba de nada”, señala sin rubor.
El contexto es importante. Para el PSOE, en el gobierno desde 1982, resultaba importante ofrecer una imagen de España moderna y desprejuiciada. La Movida madrileña arrasaba y Pedro Almodóvar acababa de estrenar su cuarta película, la de mayor éxito hasta el momento, ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984). Locomía tenía su sitio en aquella fiesta, más si operaba desde la hedonista Ibiza. Transmitía un concepto de libertad estética y sexual que caló en los jóvenes, en busca de referencias alejadas de la atosigante educación clásica. Los periódicos dedicaban reportajes a Locomía. Se convirtieron en un atractivo más de una isla a la que acudían estrellas como Harrison Ford, Grace Jones, Boy George o Freddie Mercury. En una de las visitas del líder de Queen, en 1987, para celebrar su cumpleaños, el cantante se presentó en la boutique que había abierto Font en Ibiza. Le compró dos trajes (a 1.000 dólares la pieza) y Font le regaló sus famosos zapatos en punta. A Mercury le gustaron tanto que se los puso para uno de los últimos vídeos que grabó con Queen, I’m Going Slightly Mad (1991).
Después de cuatro veranos de éxito en Ku coincidieron tres circunstancias que provocaron que abandonaran la isla: Manuel Arjona tenía problemas serios con las drogas y necesitaba alejarse de ese entorno, la casa donde vivían en comuna ardió (Font dice que el incendio fue provocado, “por envidias”) con todos los trajes dentro y llegó una oferta importante para que ese grupo de baile y modelaje se convirtiesen en cantantes. Entra en escena José Luis Gil, importante ejecutivo discográfico que fue presidente de la compañía Hispavox, quien impulsa hasta tocar el cielo la historia de Locomía.
Gil tenía credenciales como estratega para hacer despegar carreras de artistas (o descubrirlos). Trabajó con Miguel Bosé, Enrique y Ana, Rafaella Carrá, Nacha Pop, Alaska o José Luis Perales. Le llamaban el rubio de oro, un tipo con un gran olfato para fabricar estrellas musicales. También con sus reglas. Asistió a uno de los espectáculos de Locomía en Ibiza y vio potencial. Les dijo: “Me gusta vuestro concepto visual. ¿Os habéis planteado la posibilidad de cantar?”. Llegaron a un acuerdo. La misión de Gil era convertir la anarquía de Locomía en un negocio. Así lo describe hoy Gil (Madrid, 70 años), que habla por teléfono con este diario: “Después de cuatro años en Ibiza codeándose con los más modernos de Europa, Locomía no era más que una comuna de animadores dirigida por un líder [Xavier Font] de dudosa moralidad al que quemaron la casa y los expulsaron del Ku. La propuesta que les hice para formar un grupo musical les salvó de la separación”. Y llegó el choque de trenes: Font y Gil, dos personalidades fuertes incompatibles.
La primera batalla la gana Gil. Font sale del grupo (”no me gustaba bailar y ponerme la ropa que me decía Gil”), pero mantiene la marca y un sueldo, como el resto. Le sustituyen por otro, porque el plan es que siempre sean cuatro. “La gente nos ha considerado cuatro chicos guapos y altos. Pero hay mucho trabajo detrás. Cuando llegó Gil estuvimos dos años dando clases de baile y de canto, nos profesionalizamos. No parábamos de trabajar”, explica Arjona. Gil ficha al productor Pedro Vidal, uno de los jefes de la Ruta del Bakalao, y empiezan a trabajar. El primer disco, Taiyo (1989), es un bombazo. Canciones como Locomía (con su célebre: “Disco, Ibiza, Locomía, moda, Ibiza, Locomía, sexy, Ibiza, Locomía”), Rumba Samba Mambo o Gorvachov. “La idea era lanzar una banda en español de música para las pistas de baile, ya que no había nada así”, señala Gil. Javier Adrados, autor de las biografías de Mecano o La Unión, estuvo en la presentación del primer disco en Madrid: “Lo que se vio aquella noche en Joy Eslava fue muy relevante. La modernidad absoluta. Hubo fenómenos culturales en España (Mecano, Alaska o Almodóvar) que abrieron mil y un armarios. Y Locomía fue la puerta definitiva a un mundo ideal, que hasta entonces no había existido. Por primera vez el gay-power se adueñó de todas las pistas de baile y, lo que es más importante, de todas las verbenas en los más recónditos pueblos de nuestra España profunda”.
Gil les aconsejó que fueran ambiguos al hablar de su sexualidad, “porque era comercial”. “Pero nunca les coarté su libertad”, subraya. Era un grupo perfecto para actuar en los programas de variedades de La 1, presentados por estrellas como Concha Velasco o José Luis Moreno y con grandes audiencias. Mientras el grupo de Gil ascendía, Font penaba (“había dejado mi manada en manos de Gil”), rumiaba su venganza y seguía cobrando por no hacer nada.
El cuarteto dio el salto a Latinoamérica de la mano de Gil y aquello se convirtió en un fenómeno fan con todos sus componentes de locura. Cientos de chicas esperando en el aeropuerto, seguidores escalando por las paredes de los hoteles, escenas de llantos en los conciertos, adolescentes que se colaban en sus camas… Argentina, México, Perú… La estrategia de Gil de no desvelar las inclinaciones sexuales de los cuatro miembros (todos gais) había funcionado: el 80% de los seguidores eran chicas. Con el segundo disco ya editado, Loco Vox (1991), Gil consigue un suculento contrato para atacar el mercado de Estados Unidos. Como Font estaba instalado en Miami, Gil decide que se encargue él de llevar el asunto. Y estalla el obús. Era 1992. El poder de seducción del ideólogo vuelve a aparecer: Font convence a los cuatro para que rompan el contrato con Gil. Font se justifica: “Gil nos estaba robando. Además, yo estaba jodido porque Gil me había quitado a mis chicos y quería joderle”. Gil le responde: “La falta de experiencia de los chicos dio a Font un dominio enfermizo que ejerció pensando solo en su ego y en el beneficio propio. Con un comunicado por telefax nos informaron desde Miami de que el grupo se desvinculaba de la compañía y sus compromisos”.
Manuel Arjona todavía se lamenta hoy de aquella decisión: “Fuimos unos desagradecidos con Gil. Fue un gran error incumplir el contrato. Eso acabó con el grupo. Éramos cuatro niñatos que nos dejamos embaucar por Font”. Pero la guerra solo había comenzado. Gil, que debía un disco como Locomía a la compañía, recluta a tres chicos nuevos, que se suman a Luis Font, hermano de Xavier. “Mi hermano es el Darth Vader de Locomía: se pasó al lado oscuro por ambición y poder”, dice Luis de Xavier para justificar su decisión. Durante casi un año conviven dos Locomía en un ambiente bélico: boicoteos de conciertos, llamadas a gente poderosa de la industria para que frenasen a los Locomía competencia, abogados redactando demandas... La batalla dejó un momento para la historia de la cultura trash: los Locomía de Gil van a actuar a un programa mexicano de televisión de máxima audiencia, Siempre en domingo, y unas fans, azuzadas previamente por Font vía teléfono desde Miami, cogen de los pelos a uno de los miembros hasta hacerlo sangrar. Todo, en directo.
En los momentos más bajos del fenómeno Locomía surge la mofa, y la homofobia. “Hubo una gran coletilla, que era: pierdes más aceite que la furgoneta de Locomía. No era propio de un país que se creía moderno”, dice en el documental Antonio Albella, miembro de los Locomía de Gil y hoy actor. Las dos versiones del grupo se despedazaron y la carrera de Locomía se acabó. Era 1993 y la caída del grupo coincidió con las primeras grietas de la España moderna: en los informativos ocupaban cada vez más espacio noticias sobre desempleo, corrupción y manifestaciones.
La guerra entre Font/Gil ha continuado todos estos años. Font tiene el nombre del grupo y Gil es dueño de las canciones. La formación de Locomía ha ido dando bandazos durante los últimos tiempos, con cambios continuos de miembros y actuaciones desperdigadas. Y con desgracias. En el verano de 2018 y solo con un mes de diferencia murieron dos locomías, Santos Blanco y Frank Romero, ambos de 46 años. Gil: “Ya he advertido a Font que no puede utilizar para los conciertos la grabación de las canciones, que son mías”. Locomía lleva tiempo actuando en playback. “Si sigue con esa actitud le pondré una demanda”, amenaza Gil, que muestra reticencias al documental de Movistar, en el que participa: “Falta música y sobra amarillismo. Por eso he pedido que supriman mi nombre como productor asociado”.
Manuel Arjona quizá sea la persona clave en este relato, el primer locomía y el que ha estado 35 años involucrado en el proyecto: “Me he sentido utilizado por Font. Para él, Locomía es solo un negocio; para mí es trabajo, pero también mi vida. La historia de Locomía es un trabajo grupal; sin la aportación de todos no se hubiese conseguido. Hace cinco años lo tuve que dejar porque no me compensaba y debía cuidar a mis padres”. Su padre murió hace un año y ahora cuida de su madre, 98 años. Arjona, de 55 años, está en negociaciones con Font para futuros proyectos. “Pero tenemos que hablar. Yo no puedo ser un asalariado de Locomía, tenemos que ser socios”.
Font, por su parte, confía en que con el impulso del documental se reactive Locomía con él como ideólogo y cuatro chicos jóvenes dando la cara. “También tengo firmado un reality en Miami para buscar a los cuatro locomías ideales. Pero lo que de verdad quiero es ir a Eurovisión y, sobre todo, algo que me deben: un Grammy. No voy a parar hasta conseguirlo”, dice, mientras agita las manos y los anillos. Los clubes de fans que todavía perviven en España y Latinoamérica se agarran a un evidente clavo ardiendo: están condenados a entenderse. Pero no lo han conseguido en tres décadas...