LAS BACANALES DE LOS CÉSARES
Es costumbre presentar al ciudadano romano como el modelo de las virtudes republicanas, pero la desigualdad social y la corrupción eran rampantes. Existían impuestos, pero los ricos se preocupaban de quedar exentos, desgravándose a sí mismos sus gastos suntuarios.
Miguel Ángel, autor de las pinturas de la Capilla Sixtina, era gay
Sexo y poder en la antigua Roma
¿Los romanos eran tan licenciosos como se cree? ¿Iban de bacanal en bacanal? Uno de los máximos expertos, el francés Paul Veyne, desmiente los tópicos sobre el poder, el sexo y la muerte en la tierra de los césares.
POR CARLOS MANUEL SÁNCHEZ
DE LAS CEREMONIAS DE SACRIFICIOS AL PLACER DEL SEXO
Élites riquísimas sufragaban anfiteatros, acueductos, todo un aparato arquitectónico deslumbrante e inútil en el que, para nosotros, los turistas, se resume la civilización romana. ¿Por qué inútil? Porque los acueductos apenas servían para alimentar algunas fuentes y los baños públicos. Es un gasto gigantesco, comparable al que se hacía en la Edad Media con las catedrales. Cinco o seis millones de hombres y de mujeres eran libres y ciudadanos. También había un millón o dos de esclavos.
La mafia: aquí nació la cultura del 'pelotazo'
Los potentados se rodeaban de tipos de confianza a los que sobornaban. Constituían auténticas mafias. El capo mafioso antiguo mantenía una relación personal con cada uno de sus clientes: componían su gran familia… ¿Para qué servía esa trama? Para jalear al gran personaje, que se sentía importante. Todas las mañanas cien personas se presentaban para saludarlo a la hora del desayuno y a cambio recibían la moneda con la que comer.
El machismo reinaba, pero que la mujer fuese infiel no era un hecho ridículo, sino desafortunado
El Imperio romano era el paraíso del 'pelotazo'. La aristocracia entera se dedicaba a la especulación. Los nobles redondeaban sus fortunas especulando sobre los productos más diversos; incluso los gladiadores eran una mercancía preciosa y el propio Cicerón 'jugaba en la Bolsa' con la compraventa de combatientes.
El sexo: mucho menos del que nos contaron
Los romanos eran mucho más comedidos en sus relaciones sexuales que nuestros coetáneos. No sólo se debía hacer el amor de noche, sino que estaba excluido que la mujer se desnudara del todo, y ni hablar de que la habitación estuviese iluminada. Las atrevidas pinturas descubiertas en Pompeya servían para compensar posibles frustraciones. El asunto de los cuernos era insustancial. De haber preocupado a los romanos, Catón, César y Pompeyo se contarían entre los más ilustres cornudos. Un marido era dueño y señor de su mujer, así como de sus hijas y de sus criados. Que su mujer fuese infiel no era un hecho ridículo, sino desafortunado, ni más ni menos que si su hija se quedaba embarazada o si uno de sus esclavos no cumplía con sus obligaciones. La prostituta es una figura familiar en las calles.
El aborto no era un delito. Los romanos, además, practicaban el infanticidio y el abandono de niños. El infanticidio de los pequeños esclavos era algo habitual. Cuando una esclava se quedaba embarazada de su señor, se preguntaba, angustiada, si éste permitiría dejar con vida al niño o mandaría matarlo. En cuanto al abandono, lo practicaban tanto los ricos como los pobres: éstos, con el deseo de que un benefactor recogiera al desdichado bebé; los ricos, cuando albergaban dudas sobre la fidelidad de su mujer, o bien cuando el nacimiento de la criatura podía alterar el reparto del testamento. También se abandonaba a los niños en señal de protesta política.
No es exacto que los paganos trataran la homosexualidad con indulgencia. Establecieron distinciones que no tienen nada que ver con las nuestras: actividad o pasividad; hombre libre o esclavo. Sodomizar al propio esclavo era inocente. En cambio, se consideraba monstruoso que un ciudadano se prestara a placeres servilmente pasivos. Un colosal desprecio recibía el adulto libre que fuera homófilo pasivo o, como se decía entonces, impudicus. Los homófilos pasivos eran expulsados del Ejército. La sociedad romana no perdía el tiempo preguntándose si tal persona era homosexual o no; en cambio, prestaba un gran interés a detalles nimios de indumentaria, dicción, gestos y andares para hacer blanco de su desprecio a todo aquel que delatara falta de virilidad. El Estado prohibió incluso los espectáculos de ópera porque eran poco viriles, a diferencia de la lucha de gladiadores.
Los gladiadores: morir o matar por la fama
Tampoco es cierto que los gladiadores entraran en la arena diciendo: «César, los que van a morir te saludan». Por otra parte, el combate era más extraño y espantoso de lo que creíamos. Los gladiadores eran siempre voluntarios: luchaban porque querían. Ahora bien, lo que el público anhelaba era que el presidente del espectáculo diera la orden de degollar al vencido. Pero resulta que, la mayoría de las veces, el vencido no estaba herido; estaba más bien grogui; y conservaba sus armas. Entonces, ¿por qué se consideraba que estaba derrotado? Porque él mismo se reconocía como tal. Era su última oportunidad de salvación, puesto que se creía inferior a su adversario, o bien porque pensaba que el agotamiento nervioso o físico iban a poder con sus fuerzas, o bien el pánico o, sencillamente, estaba asqueado. Y la única oportunidad que le quedaba era alzar el dedo y encomendarse a la clemencia del público.
Los combates de gladiadores eran el porno de la antigüedad. El espectáculo atraía y causaba horror
Los gladiadores luchaban pertrechados con un buen equipo protector: escudos, corazas, cubrepiernas y cascos más integrales aún que los que llevan nuestros moteros; el combate podía ser largo y se decidía por el cansancio, la hipoglucemia o el desánimo. El momento supremo no era un hábil golpe de espada, sino la decisión soberana del público. No era un duelo donde las armas decidían. Su lógica consistía en empujar a un desgraciado a declararse, por propia iniciativa, derrotado y a poner su vida en manos de un gentío que se sentía todopoderoso en ese instante. En el siglo de Augusto, inicios de nuestra era, un gladiador encontraba la muerte en su décimo duelo; un siglo y medio después, en tiempos de Marco Aurelio, moría degollado ya en el tercer o cuarto combate. En semejantes condiciones ¿era fácil encontrar aficionados dispuestos a abrazar la carrera de gladiador? Sí, por apetito de gloria: los gladiadores célebres eran famosos. Había de todas las clases sociales: nobles, hombres libres y esclavos. Los nobles (incluso senadores) eran, sí, los menos, pues se consideraba un oficio infamante. Para comprender la actitud del público, sólo tenemos que pensar en el cine porno, que atrae y repele a la vez.
El espectáculo de la muerte violenta y de los cadáveres atraía a los romanos, pero al mismo tiempo les inspiraba horror; no por razones caritativas y altruistas (todos tenemos bastante fuerza para soportar el sufrimiento ajeno), sino porque de forma supersticiosa sentían miedo por sí mismos: la presencia de la muerte en la plaza pública los dejaba paralizados. Los combates de gladiadores desaparecieron a lo largo del siglo IV, cuando los emperadores se convirtieron al cristianismo.
El matrimonio: el caso de los maridos fantasma
Roma era una sociedad machista. La esposa era apenas una herramienta del padre de familia; engendraba niños y redondeaba el patrimonio. No tenía otra opción que «ser razonable», es decir, obedecer. Hubo una crisis de nupcialidad. Hacia el año 100 a. C., un censor declaraba: «El matrimonio es una fuente de preocupaciones, todos lo sabemos. Pero no por ello hay que dejar de casarse, por civismo». Y el emperador Augusto dictó leyes para animar a los ciudadanos a contraer matrimonio. La esposa era menos una compañera que un objeto. Dos patricios podían intercambiársela amistosamente. El matrimonio no se celebraba delante del equivalente a un sacerdote. Era un acto no escrito (sólo existía un contrato de dote). Era incluso informal. En suma, un acontecimiento privado, como entre nosotros lo es el noviazgo. Era, sin embargo, fundamental establecer si los cónyuges estaban unidos en justas bodas, puesto que el matrimonio creaba efectos de derecho. Los hijos nacidos de estas bodas eran legítimos y heredaban el patrimonio. La esposa era una niña grande a la que el hombre estaba obligado a tratar con respeto por su dote. Cicerón chismorreaba sobre los caprichos de esas adolescentes de por vida que aprovechaban la ausencia del marido, destinado a gobernar alguna provincia remota, para divorciarse de él y casarse de nuevo. Pues el divorcio era tan fácil de obtener y tan informal como el matrimonio. Bastaba con que el marido o la mujer quisieran divorciarse para que la separación fuese efectiva. Ni siquiera estaban obligados a avisar al ex cónyuge, y en Roma se dieron casos de maridos, como el emperador Claudio, que estaban divorciados sin saberlo.
Los epitafios: la venganza fría de los muertos
Los romanos leían los epitafios como quien lee las necrológicas de los periódicos. Había muchos aficionados a pasearse por los cementerios para estar a la última de los chismorreos, pues los epitafios, además, tenían un rasgo sorprendente: la brutalidad con que el difunto ponía en la picota a aquellos de quienes tenía alguna queja. También había una gran afición a los grafitis. En los muros de Pompeya se han descubierto varios miles de grafitis grabados con punzón en el yeso de las murallas, y no tienen nada que ver con dibujos escatológicos y vergonzantes: los pompeyanos escribían en las paredes para hacer reír a los paseantes, ostentar su ingenio o citar a los clásicos.
Los romanos amaban a sus dioses con una pizca de ironía. Tenían superpoderes, como los personajes de los cómics. Pero el pueblo no se andaba por las ramas a la hora de criticar la conducta divina, como quien critica al Gobierno. A la muerte de Germánico, que era muy popular, la multitud fue a lapidar los templos, a semejanza de esos manifestantes que arrojan piedras contra las embajadas. Las diosas, por su parte, desempeñaban una función semejante a la de la prensa del corazón: Diana o Venus eran parte del star system de la época. Los dioses paganos se ocupaban de sus asuntos igual que los humanos de los suyos, y las dos razas sólo se relacionaban para su beneficio recíproco.
¿Occidente le debe algo aún a Roma? ¡Nada! Porque hubo una revolución o ignora que está muerto. San Agustín nos enseña de golpe diez veces más sobre el corazón humano: la ambivalencia de los sentimientos, la culpabilidad… Los romanos carecían por completo de capacidad introspectiva.
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