CARLOS LECHUGA - ADRIANA NORMAND
Tras varios días sin tener una respuesta del ministro de Cultura, o al menos un acuse de recibo de su parte, el director de Santa y Andrés recibe una llamada telefónica matutina. Lo llamaban del Ministerio del Interior, sin especificar quién, para hacerle una visita y tratar el tema de la película. Lechuga aceptó y pasó a darles su dirección particular porque los agentes del MININT conocían su teléfono, pero no su lugar de residencia. Evidentemente del ICAIC o del MINCULT, al no tener como contener lo que se avecinaba, tuvieron que llamar a la policía política para contener las posibles repercusiones negativas de la censura y las chapucerías de ellos mismos. Mientras Lechuga y Calviño jugaban limpio, los dirigentes culturales los lanzaban al foso de los leones.
El director pidió a su esposa y productora (Claudia Calviño) que lo dejase solo con los entrevistadores. En un rato llegaron dos hombres en sus respectivas motocicletas. En Cuba cualquier persona conoce cómo son los ciclos de los agentes del MININT, pero aun así los oficiales preguntaron si sería seguro dejar las motos sin candado en la parte de abajo del departamento, tenían temor de que fueran robadas por alguien.
Alentrar a la casa, los dos interrogadores manifestaron asombro de ver las condiciones en que vivían el director y su esposa. Según ellos, habían mejorado mucho en muy poco tiempo. Uno de ellos había aparecido hacía poco en un video de Youtube dándoles golpes a unos disidentes. Se sentaron todos en la terraza y Lechuga encendió un tabaco. Curiosamente, el puro de esa mañana no era el que prefería fumar, sin embargo, en lo adelante y por varias ocasiones los oficiales del MININT le obsequiarían esa marca de tabaco en sus reuniones.
Uno de los dos hombres comenzó a hablar. Este, que se mantendrá en el caso todo el tiempo y que Carlos llamaba "El Rubio"; se refirió en primer lugar a la madre del director en su condición de jubilada, y le recordó que ya él lo había visitado con anterioridad en su otro domicilio, a raíz de un asunto diferente. En aquella oportunidad la policía política exigía explicaciones por una llamada telefónica recibida por Claudia Calviño de parte de la artista Tania Bruguera, quien desde hacía un tiempo era considerada una disidente del sistema cubano. "El Rubio" se quejaba de haber sido agraviado por Lechuga en la visita pasada.
Comenzaron en ese momento las preguntas acerca de Santa y Andrés, ya que, según ellos, "el enemigo" quería utilizarla para dañar a la Revolución. El director les comentó que su inspiración provenía, entre otras fuentes, de los documentales Conducta impropia y Seres extravagantes, que les recomendaba ver. Los oficiales pidieron una copia del filme y el director se negó, les dijo que al parecer había habido un muy mal trabajo por parte de la presidencia del ICAIC que nunca se había interesado en supervisar el trabajo de producción ni post producción de la película, a pesar de conocer con anterioridad el tema que trataba.
El interrogatorio se extendió un tiempo más y luego los policías preguntaron sobre una vecina a la que investigaban. Querían saber, según parece, si estaba dispuesto a cooperar en este otro caso. Lechuga se negó y terminó la entrevista con el estómago destrozado a causa del miedo.
Al día de hoy, (finales del 2021), Lechuga sabe que a la policía de civil no se le abre la puerta si no viene con una citación. Durante todo el año 2020, por las amistades con que se reunía y por la gente que se quedaba en su casa, Lechuga y su madre sufrieron el tener una patrulla de policía afuera de la casa, teléfonos pinchados y preguntas de la policía secreta en todo el barrio con respecto al realizador y sus amistades. Hoy, Lechuga sabe que a la Seguridad del Estado no se le habla, no se le convence, no se le cuenta nada. En una relación con policías entrenados para reprimir, que ni siquiera tienen un nombre real, el ciudadano tiene todas las de perder. Pero tuvo que pasar varios años para que el creador entendiera eso.
El 4 de noviembre el matrimonio recibe noticias indirectas de Abel Prieto (ministro de Cultura) a través de un correo electrónico remitido desde la presidencia del ICAIC. En este texto se le explica que el ministro se halla muy ocupado con el ejercicio militar Bastión y que cuando se desocupe los recibirá en algún lugar designado para ver el filme y decidir si se podrá o no ver la obra en Cuba.
El 7 de noviembre "El Rubio" telefonea al director para volver a solicitar la película. Otra vez Lechuga se niega, pero se ofrece para ir con él a donde se requiera para mostrarla a quien lo solicite siempre que eso pueda ser beneficioso para ayudar a que el filme se exhiba en Cuba.
En unas horas el agente repite la llamada y anuncia que alguien lo recogerá durante el día para llevarlo a mostrar la copia. Remarca su intención de colaborar con el artista a favor de la obra. Carlos Lechuga espera con ansiedad todo el día y no aparece nadie. Tampoco el 8 o el 9 de noviembre. El 10 el director fue finalmente citado en una calle cualquiera de El Vedado, con la condición de que fuera solo y llevara la película.
Antes de irse, Lechuga discutió con su esposa. Se encontraban solos en esa situación comprometida porque no habían querido comentarlo con la madre de él ni con los padres de ella para no preocuparlos. Estaban en un escenario oscuro, sin poder ni saber a quién pedir ayuda, eran dos creadores con su obra "problemática", con temor, pero convencidos de no haber hecho más que una película basada en la realidad, la censura vivida por los artistas en la Isla, circunstancia que de pronto se volvía cada vez más real para ellos.
Un par de horas antes de la cita, el director agarró su copia y se fue solo al lugar acordado. Sospechaba de todos los que le pasaban por al lado, de una mujer hermosa que lo observó de arriba abajo, de un hombre que cojeaba, hasta de un anciano con periódico que se sentó cerca de donde estaba parado. Había llegado a ese punto donde todo resulta sospechoso e intrigante: el miedo ya lo poseía.
Finalmente, llegó el oficial "Rubio" y lo condujo hasta una casa fastuosa de El Vedado. En la residencia radica una institución estatal llena de aulas para cursos de postgrados, cada una con un televisor y una computadora. El lugar estaba vacío excepto por un custodio muy nervioso. Llegaron entonces dos motocicletas con personas y un coronel vestido de civil (él mismo se presentó con ese grado militar) acompañado por dos muchachas.
Comienza el juego del policía bueno y malo. Esta vez el malo es "El Rubio" que interrogaba a Lechuga acerca de su abuelo —el embajador ya fallecido—, del origen de la idea de la película y otras cuestiones que ya conocían. Luego intentaron relajar el ambiente al afirmar que iban a colaborar para convencer al ministro de que el filme se viera en Cuba. Carlos estaba aterrado y creyó ver a las muchachas reírse abiertamente de él.
El custodio de la institución era el encargado de poner el filme en uno de los salones. No pudo hacerlo porque le temblaban las manos, así que el mismo director lo hizo. Alguien le puso el brazo por encima y lo sacó del local del visionaje, y desde afuera el joven podía escuchar los intentos fallidos de copiar el filme en la computadora, pero sintió temor de enfrentarlos por eso.
Sin haber tenido el tiempo para haber visto Santa y Andrés hasta el final, el coronel salió del aula para decirle a Carlos Lechuga que le diera la copia del filme. Él se había negado ya en tres oportunidades, pero esta vez dijo que se quedaran con ella. El coronel lo llevó hasta su auto para trasladarlo hasta su casa. En el camino habló de la juventud de Lechuga, de "la vida por delante", mencionó a diversos artistas reconocidos que colaboraban, según él, con la Seguridad del Estado. Luego se quejó largamente de que en la actualidad todas las películas eran "de maricones" y lo dejó en la misma puerta de su casa.
A su esposa no le agradó nada que hubiera cedido respecto a la copia del filme. Carlos no sabía qué decir. A la media hora el auto rojo del coronel parqueó frente a la casa después de realizar con el timón una maniobra aparatosa. En el asiento de al lado del chofer estaba una de las muchachas risueñas con la película en la mano. Ya había sido duplicada. Para Lechuga más que un acto consensuado aquello resultaba una violación. Se sentía utilizado.
Por varios días el director de Santa y Andrés vio pasar por su casa ese auto del coronel. La primera vez que lo había visto le había parecido un hombre alto y fuerte. Con el tiempo se dio cuenta de que era en realidad bastante bajito. El miedo lo había sobredimensionado en su cabeza.
Para Lechuga algo claro estaba pasando: mientras él y su esposa, dos jóvenes, solos se enfrentaban a la peor cara de la represión cultural de la isla, los funcionarios del ICAIC en vez de apoyarlos los habían dejados en manos de los carcelarios, como si fueran dos enemigos y no dos creadores. Los artistas que les estaban apoyando creaban encuentros en salones estatales y seguían sus vidas como si nada. La doble moral de la cultura cubana estaba en evidencia una vez más.
El cineasta Kiki Álvarez y el guionista Arturo Arango contactan a Carlos Lechuga con el interés de ver la película en su casa. Desde ese momento, y por muchos meses, desfilaron decenas de personas en grupos de dos y tres por la habitación matrimonial de Carlos y Claudia para ver el filme. Los espectadores se acostaban en la cama de la pareja y veían la película. Entre esa gente hubo quien defendió con pasión la película y hubo también quien la atacó.
Muchas noches, asomados al balcón, fumando, la pareja esperaba a que los amigos, cercanos, vecinos y curiosos, acabaran de ver la película acostados en su cama, para poder volver a descansar. El único lugar libre para ver la obra era una cama matrimonial frente a un televisor.
El día que Kiki Álvarez visitó a la pareja para ver el filme llegó también sin avisar una prima de Lechuga. Claudia Calviño, que estaba fuera de la casa, entró y contó aterrorizada que fuera de la casa había un agente encubierto, como en Santa y Andrés. El pánico los dominó a todos que salieron del lugar, se montaron en diferentes autos y se fueron, para tratar de despistar.
Este texto es un fragmento de Ni Santa, ni Andrés (Verbum, Madrid, 2022), de Carlos Lechuga y Adriana Normand.