Es natural que la Revolución cubana, obsesionada con las ficciones de su origen, elabore con el mismo empeño tantas ficciones de muerte. La épica de la guerra —la juventud, el plomo, los barbudos— encuentra su contraparte lógica en la liturgia del buen morir. De ese modo, el mito de Guevara cabe en un retrato; Almeida es el difunto melódico y Raúl —fallecido ya para la vida pública— tiene previsto el osario de esposo ejemplar, junto a Vilma.
Fidel Castro, planificador neurótico de sus funerales, fue más precavido: se calzó a sí mismo en la piedra, a salvo de las imágenes y los iconoclastas. Pero Camilo Cienfuegos, el muerto inicial, el muerto por excelencia, fue encapsulado en el relato y el rito.
Como el Prometeo de Kafka, de la muerte de Camilo hay tantas versiones como conspiradores. Me interesa menos el destino de la célebre avioneta Cessna 310 que el oficio de tinieblas con que Fidel sepultó al «Cristo rumbero» de Lawton. Porque en esa tumba desconocida se cifra la inocencia —sería mejor decir la ingenuidad— de la revolución.
Durante un discurso de 1964, Guevara divaga sobre sus compañeros caídos. Recordarlos año tras año se le hace oneroso, pesado. Genera una «mecánica» —dice— «que choca». No comprende el melodrama cubano, dado a la evocación constante de los muertos. Por eso, en su intervención, decide hablar de comida.
Mientras comparten una lata de leche condensada en Sierra Maestra, Camilo le habla a Guevara de la harina de maíz con cangrejos que sabe preparar su madre. Es lo que más extraña de la casa familiar. Este cruce entre la muerte y el apetito es sumamente revelador sobre Camilo. Es la paradoja que lo define: por un lado, la vitalidad sensorial, las mujeres, la adrenalina, el tabaco y la guerra; por otro, una especie de pulsión hacia la muerte.
La «mecánica» funeraria que molestaba tanto a Guevara (quizás porque la padecería más adelante) tenía su fuente en Castro. Embalsamar la memoria era una de las «malas artes» de la dirigencia a las que el argentino aludiría en ese mismo discurso, pues «de los muertos se puede hablar de forma distinta» y sin padecer su réplica.
Fidel comprendió mejor que nadie en qué órdenes Camilo se le distinguía y por qué esa interferencia, más temprano que tarde, le sería perjudicial. Fidel viene de arriba, de Belén, la universidad y una luna de miel en Miami; Camilo viaja también al norte, pero en busca de trabajo y comida. Castro es mojigato y no baila; Camilo es mujeriego, no tiene un peso en el bolsillo y los guajiros lo quieren.
Fidel es el comandante; Camilo, a sus espaldas, le roba el espectáculo. Es el «segundo hombre», el «Señor de la vanguardia». Hay una energía poderosa en él, un ciclón. Castro no puede aprovechar la ventolera y, de hecho, apenas puede resistirla. Cuando triunfó la Revolución, Fidel Castro tenía 33 años; Camilo Cienfuegos iba a cumplir 27.
Un hombre que muere con 27 años es una fuerza de la naturaleza. 1959 es el año que fija un límite simbólico para los rebeldes: atrás queda el caos, ahora comienza el orden. Camilo es el único que se resiste a abandonar la edad heroica. No se encuentra a sí mismo como parte del gobierno, y esta carencia de identidad suya como dirigente, como político, lo distancia en lo fundamental de Castro y Guevara.
Ellos llevan años regurgitando un nuevo orden. Tienen un plan y un método. Cuando acaba la guerra, acceden por fin a la posibilidad de ejecutar su utopía en la isla. Cuba se convierte en un campo de experimentación histórica, en el cual se despedazan la vieja aristocracia comunista del PSP y los jóvenes revoltosos del 26 de Julio.
Cuando vemos a Camilo aferrándose, sin camisa, a un helicóptero que se eleva por los aires, trepando por los patines de aterrizaje como si fuera un niño, no es difícil adivinar que se precipitará en la nada. Está demasiado lejos de Guevara y sus libros de marxismo; de Fidel y sus delirios de líder máximo; de Raúl y sus intrigas con los comunistas. Se va a caer.
Camilo pierde la noción del tiempo. Cuando todos padecen la resaca de la guerra, todavía él está ebrio en su popularidad, firma autógrafos y se acuesta cada noche con una mujer distinta. Le oían decir con frecuencia: «No sé si esto es sueño o realidad». Es el único joven en un mundo de adultos.
El comandante Huber Matos también entró a la adultez política de modo abrupto. Acostumbrado a la franqueza de los soldados, escribe un par de cartas a Castro para —según la famosa fórmula— «emplazar a Fidel a que definiera lo que es humanismo, y lo que es la revolución y hasta dónde piensa llevarla».
Los sucesos han sido contados por numerosas voces: Fidel se encoleriza e insulta por televisión a la tropa camagüeyana; Camilo recibe órdenes de arrestar a Matos; viaja al campamento Agramonte y comprende que va entrando al matadero. Pero Huber ha tomado la previsión de apaciguar al ejército y se evita un alzamiento, lo cual parece haber sido la idea de Castro.
Camilo no obedece la orden de escoltar él mismo al prisionero hasta La Habana y, antes de marchar a Santiago, pronuncia un turbio discurso en el teatro del campamento. Se sabe que tanto Guevara como Camilo imitaban el estilo retórico de Fidel, a su vez heredero de la histeria ortodoxa de Chibás.
Pero aquí a Cienfuegos se le corta la voz más de una vez. Su propia imagen es la de un león al que han trasquilado o confundido: le han quitado la melena —aunque le queda la barba— por orden del lampiño Raúl. Habla «con una seriedad poco acostumbrada en nosotros».
Deja en claro su lealtad a Fidel y evita toda mención a los cambios en el ejército. Llama a su audiencia «compañeros del Ejército Rebelde» y les recuerda la carta de Matos y su «mala causa». Desvaría cósmicamente: «Si tenemos que llegar a la luna en un cohete nuestro», grita, «a la luna llegará la Revolución cubana en un cohete también».
No entiende de comunismo ni de romances bolcheviques, y así se lo hace saber entre líneas a los soldados: la Revolución es «cubana, cubana como las palmas, cubana única y exclusivamente». La gente le aplaude, recupera parcialmente la confianza de la tropa y se va a Oriente.
Se le escuchó por última vez en La Habana, el 26 de octubre de 1959, durante la «concentración monstruosa» de cubanos frente al Palacio Presidencial.
El periódico Revolución, dirigido por Carlos Franqui, envió dos corresponsales a cubrir la búsqueda del Cessna 310, rebautizado como FAR-53. Dos tristes tigres, bohemios y amigos del muerto: el escritor Guillermo Cabrera Infante y el fotógrafo Jessy Fernández. Volvieron con una foto en la que aparece Fidel, consultando un mapa sobre una avioneta. El aparato lleva dibujada, bajo las aspas, la dentadura de un tiburón.
Cabrera Infante contó a Franqui —el chisme como documento histórico— que Fidel, cuando terminaba la pesquisa, mataba a tiros una vaca y armaba una comelata, una fiesta en Turiguanó o en Playa Larga. Al día siguiente comparecía ante la prensa afligido, inconsolable, y del mismo modo recibía a los padres de Camilo.
Lunes, el suplemento cultural de Revolución, dedicó el primer número de noviembre de 1959 a Cienfuegos. Cabrera Infante organizó allí las fotos de Jessy y un mapa de la búsqueda, donde Fidel garabateó sectores y coordenadas. A la altura de Matanzas había escrito con trazo fuerte la palabra «USA».
No deja de ser curioso cotejar los documentos reproducidos en Lunes con las grabaciones que se conservan de Camilo. En el discurso a las tropas camagüeyanas, el editor suprime el «compañeros del Ejército Rebelde» y borra el «día doloroso y triste». Permuta los «problemas interiores» del gobierno por «problemas anteriores»; sustituye proposiciones «indecorosas» a Juan Almeida por «indirectas».
Y, por último, extirpa el fragmento más problemático del discurso: «Que no vengan los compañeros a sentirse afectados porque quien fue su jefe heroico», y aquí se le corta la voz a Camilo, «en estos momentos atraviesa una situación difícil».
El corte es tan genial que es imposible no atribuírselo a Cabrera Infante: aprovecha el cambio de página, cuando el lector tiene que manipular el folio y bajar la vista, para omitir la frase. Trucos del viejo Caín, tipógrafo en la adolescencia, para que aquellas palabras cayeran, como Camilo, en el vacío.
Dicen que Cienfuegos iba a menudo a la redacción de Lunes, para saludar a la gente y «aconsejar» a los muchachos sobre los contenidos del número. No cabe duda de que, tras su muerte, otro censor con menos guasa recomendó a Cabrera Infante lo que debía o no colocar en aquel número especial. Y él lo hizo de buen grado, o accedió a que otros lo hicieran.
Al fin y al cabo, ¿quién nombró a Caín guardián de su hermano?
En el propio editorial de aquel número, Lunes ofrecía las instrucciones de la «mecánica» para momificar a Camilo: «Estas fotografías por las que anda su rostro impaciente, enérgico, dichoso, bueno y lúcido, conservémoslas en nuestras casas, hagámosles un lugar para siempre».
Castro fue minucioso en la elaboración del rito. El antiguo alumno de los jesuitas aprovechó de tal modo al muerto que cuando le tocó el turno a Guevara ya había perfeccionado la técnica. Sin cadáver, todo cubano puede hacer de un retrato su tumba. Sepultado en el mar —como Hernando de Soto— cualquier costa, río, cenagal o palangana sirve para que funcione la liturgia. Todos deben arrojar una flor o un barco de papel: los objetos, por alguna brújula metafísica, encontrarán al homenajeado en el abismo.
Luego queda trabajar la conciencia y la culpa: Castro repite una y otra vez, alimentando la salación del cubano, que si Huber Matos no hubiera traicionado Camilo no hubiera volado una y otra vez a Camagüey, y por lo tanto no se habría accidentado. De manera que Matos es el asesino indirecto, el chivo expiatorio.
El 28 de octubre se convirtió en el día del exorcismo nacional. Camilo es Sansón, pero también es Osiris, fantasma ejemplar para ser imitado. El héroe muere y resucita. Lo dice la fórmula de Castro —que siempre sonó a amenaza—: «en el pueblo hay muchos Camilos».
Una posdata: el 28 de octubre de 2021, cuando comencé a pensar en este ensayo, tecleé lo siguiente a Julio Llópiz-Casal: «Pronto escribiré un texto sobre Camilo, el símbolo-Camilo, el muerto-Camilo, el ícono-Camilo, el tipo-que-pudo-ser, sus diarios, etcétera».
Julio me respondió: «El Camilo que pudo ser es interesante. Me cuenta un amigo que en el museo en Yaguajay hay una chaqueta diseñada por él. Es una imagen preciosa que está en mi cabeza desde entonces». El resto del mensaje era también entrañable y cortés, como todo lo de Julio. Por eso no lo quise amargar con mi opinión sobre ese Camilo hipotético.
El fallo de Camilo Cienfuegos —su popularidad, su «olor a santo»— estaba más allá de su voluntad. Quizás nunca se hubiera opuesto en la práctica a Fidel Castro, pero esta sola contingencia era demasiado riesgo para el futuro de la Revolución. No soy yo quien lo dice, sino los allegados, los historiadores, los amigos. Hubiera tenido que madurar, que entrar en el tiempo y en el reino de Castro, como lo hicieron Almeida y otros jóvenes que formaron la aristocracia militar de la Sierra.
Por otra parte, es innegable que la muerte lo llamaba. «Recuerdo una vez que llevamos a los muchachos al río Almendares», contaba su madre, Emilia. «Yo le digo: Camilo, no te vayas a meter en el río; y él, tan pronto llegó, se tiró y por poco se ahoga, porque no sabía nadar; lo tuvieron que sacar los demás».
La chaqueta de Julio o el fragmento escondido entre las páginas de Lunes nos permiten soñar, acudir a la escritura e inventarle un destino a Camilo. La historia de las revoluciones —lo dijo Guevara, el otro muerto— tienen una gran parte subterránea. Tenemos derecho a interpretar ese silencio del archivo y destrozar, eventualmente, la liturgia mortuoria de Fidel Castro.