Por Carlos Manuel Álvarez
Desde las sombras, alumbrándose con la rabia luminosa acumulada durante la larga escasez de una vida entera, la joven Amelia Calzadilla agarró su celular y en ocho minutos soltó el discurso más emocionante e inobjetable que haya pronunciado un cubano desde el pasado 11 de julio, una fecha bisagra que parece cercana en el tiempo, y lo es, pero que ha generado desde entonces, y de modo más plural, casi tantas palabras de desacato como todas las décadas anteriores de castrismo, que no son una ni dos, sino seis que pesan como veinte.
Luego de denunciar los precios de la tarifa eléctrica, Amelia hizo otra directa donde enfrentó el asesinato de carácter al que los aparatos de propaganda del poder pretendían someterla, y después se despidió con un video en el que, además de contar los pormenores de la reunión que tuvo con las autoridades gubernamentales del municipio Cerro, agradecía la ola de solidaridad, las muestras de preocupación y el apoyo recibido desde tantos lados y por tanta gente.
Fue una ruta breve e impecable, un mazazo, a la dictadura no le dio tiempo reaccionar. Saltaron un par de perros de presa pavlovianos, que se lanzan solos, incluso antes de que cualquier orden sea dada. Huelen la verdad y van a morder, pero mandaron recogerlos. Esa frase fundamental: «Mi postura política es ser madre», le mojó el asfalto al castrismo, que venía embalado y tuvo que derrapar y ahí mismo girar en ocho, desconcertado.
La respuesta oficial, retardada, fue la misma, que no pueden ni dan más, pero allí donde ellos trazan un círculo que se muerde la cola, Amelia ha dibujado una espiral, algo que escapa por arriba. No va a tener gas licuado, no hay cómo ponérselo, pero me imagino que ahora mismo no quepa en sí, tiene que sentirse como si hubiera movido una montaña, que fue lo que hizo.
En un momento donde las fuerzas de la sociedad civil parecen diezmadas o acorraladas, debido al éxodo masivo a través de la reciente válvula de escape de Nicaragua, al escarmiento social que suponen mil presos políticos cargando con condenas draconianas, y al exilio o la cárcel de buena parte de las figuras visibles de la disidencia política, Amelia ha retomado, deliberadamente o no, ese gesto desobediente cada vez más extendido en la isla entre víctimas dispuestas a convertirse de una vez en ciudadanos, y ha recordado que la pobreza y la ineficiencia administrativa del castrismo siguen ahí no ya como mero hartazgo o sopor, que es lo que siempre han sido, sino tambiém como principio de la resistencia, condición del alarido, motivo de sublevación, y que lo que para muchos había sido sofocado, quizá, con la ayuda de todos los santos, solo ha sido pospuesto.
Luego del varapalo del 15 de noviembre —un evento cuyo desenlace fulminó la reserva emocional de los opositores cubanos y le volvió a entregar al régimen la iniciativa retórica y el capital simbólico del momento, algo que habían perdido al menos desde un año antes—, no había ocurrido nada que estremeciera tanto al país como esa breve intervención de una muchacha desconocida. Parece poco, pero no lo es en medio de un contexto tan tenso e irresoluble, de ahí que las instituciones oficiales se movilizaran de inmediato para atajar la furia y el vibrato desatado y le dieran al episodio una atención de Estado. La hemorragia de un cuerpo enfermo se produce con la más mínima fisura. La piel de Cuba está mal cosida por todas partes, un país ya sin aura y todavía sin dinero.
Amelia apuntó a las más altas instancias del gobierno, no descargó la responsabilidad de su difícil situación financiera en los burócratas municipales que son prácticamente sus vecinos. Esa es siempre una salida tramposa, un subterfugio minuciosamente enseñado por la doctrina política para que se desahogue la gente que no quiere meter su cuerpo en el asunto. Los trató como semejantes. Pero lo que me pareció más sorprendente aún fue que, debajo de la finta del ímpetu, Amelia se paseó ecuánime por el campo del lenguaje, propietaria absoluta de sus palabras y sus ideas.
Fiel a su lugar de enunciación, no mencionó nunca, porque no le hizo falta, los sustantivos adjetivados que son «dictadura», «régimen» o «totalitarismo», y que yo mismo, por no ir más lejos, no dejo de pronunciar. No obstante, lo que Amelia decía, contrario a los que abiertamente evitan pronunciar esas palabras, y la verdad que contienen, no pasaba por el eufemismo ni el rodeo, era más directo que cualquier código. Eso viene a recordarnos también que, como en toda jerga oficial, hay algo fosilizado en el idioma convencional de la oposición, un sitio que necesita todo el tiempo renovarse, no establecerse, entra y salir con la táctica semiótica de una guerra de guerrillas. Su discurso estaba cargado de una sustancia viva, un componente real que parecía acabado de recoger de la mismísima calle, como si lo que le saliera por la boca fueran, directamente, hechos.
Hubo algo más, un detalle en la primera directa, que me descolocó. Su mención a la era de Fidel Castro, específicamente el Periodo Especial, una temporada de hambruna que todos los cubanos recuerdan como el antecedente más cercano a lo que hoy están viviendo. Exoneró un tanto al tirano, como si fuese menos inepto o alguien más justo que sus súbditos herederos. Lo primero es seguramente verdad, no es difícil ser más capaz que cualquiera de los genízaros que ahora dirigen Cuba, incluso Castro, un pésimo administrador, un megalómano delirante, lo era. Lo segundo es mentira. El consuelo de que las cosas con Castro no iban tan mal o de que Castro no sabía lo que pasaba con el pueblo (una excusa que, intentando salvarlo, lo hundía más) pertenece al mismo registro que el enojo o el ajuste de cuentas practicado solo con los funcionarios de menor rango. Sin embargo, no me molestó. La gestualidad y la elocuencia de Amelia, el resto de las cosas que decía, parecían contrarrestar el sentido directo de aquel latiguillo, meterlo en otra frecuencia y sacarle un rizo nuevo a eso que, yo juraba, se había agotado.
Tal vez ella, simplemente, lo creía así. ¿Y qué vamos a hacer con la gente que todavía lo cree así? Hay que incluirlas, desde luego, en el orden cívico que decimos imaginar. Lo otro es que el camino de la disidencia no sigue una ruta ascendente, no es lineal: «Hoy llego hasta aquí y mañana hasta allá, y voy a acarrerar al resto para conducirlos por el sendero de la liberación, hasta la cima que habito, donde ya habrán corregido el habla». El camino de la disidencia no es tal, sino un enredo, una madeja o un ovillo, cargado de distintos tonos y experiencias, algo que se joroba y da vueltas y se desvía. Para el ojo miope del poder seguramente se trata de un caldo indistinguible, pero cada uno de esos tonos convoca a sus iguales. El cambio es un rizoma. Hay más potencia entre pocos disintiendo de distintas maneras, que entre muchos oponiéndose de la misma forma.
Ilesa y triunfante, Amelia volvió a su rol privado, pero no con egoísmo o desatendiendo el sostén inmediato que brindaron los otros durante su escaramuza pública, algo que duró tres o cuatro días pero que, para quien lo vive, parecen cien. No hizo falta más, no necesitamos que se inmole. Hay una lección ahí, una básica, como corresponde a toda realidad elemental. Es preferible hablar que quedarse callado. Muchos que aún no lo habían comprendido, acabaron de convencerse a través suyo.
Aunque suscribo aquella idea de un personaje de Chesterton («Si alguna vez asesino a alguien, me atrevería a decir que sería un optimista»), opto por creer que podría reactivarse la secuencia de muerte de la hidra. Cortas una cabeza aquí y salen dos allá, el avance hacia la sofisticación política, una rotación que inventaría otras figuras, como un cuerpo de infantería que se sustituye en la línea de frente, sin darle tiempo al castrismo para que corte la circulación de los métodos o el contagioso convencimiento de su fin no ya económico, sino moral.
Tan solo un día después del último video, a los estudiantes de la universidad de Camagüey le quitaron la electricidad en la noche y protestaron juntos a ritmo de conga, hasta que se hizo la luz: «¡Pongan la corriente, pinga!», corearon, con la misma cadencia de un lema anterior, hábilmente cifrado en este, cuyo eco percibimos y comprendimos: «¡Oye, policía, pinga!». Es difícil pensar que no recibieron la influencia de Amelia. Ahora alguien por ahí va a recibir la de ellos.
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