¿A qué le temería la policía política para colmar la Sala Avellaneda de "trabajadores" en el concierto de Pablo Milanés? El evento sucedió, por fin, como se sabe, en la Ciudad Deportiva: esta vez con espacio suficiente para todo el que quisiera escuchar al viejo trovador.
Yo he visto muchas veces a Pablo Milanés en vivo. Puedo decir que esta presentación tuvo un sabor de despedida. No precisamente porque el adiós fuera hecho manifiesto por parte del músico, sino por el ambiente: por su apariencia de ancianidad, por su dificultad para moverse (dicen que usa sillón de ruedas) y por la nostalgia que dominó especialmente la presentación, tanto de parte del cantautor hacia su público como de los espectadores hacia él. Muchos estaban ahí "para revivir lo que nos tocó", como dijo una señora a mi lado.
La edad promedio de los asistentes sería de 50 años. Aunque se veía algún que otro joven, el público estaba compuesto básicamente por personas de su edad o de la generación siguiente. Creo que ni los millenials ni los que vienen detrás han tenido las canciones de Pablo como banda sonora de su vida (contrario a lo que pasaba en el concierto anterior de Carlos Varela, quien sí renueva su público). Esto explicaría el hecho de que no se haya sentido tanto el ímpetu contestatario en el espectáculo, tal como se esperaba. También porque en verdad el estilo de Pablo hace años cambió y pasó de ser un icono de la canción protesta a limitarse a cantar sobre sus emociones, sobre el amor, la tristeza, la melancolía, sobre la perdida, la pareja, el tiempo…
Gracias a la muy posible paranoia de una policía política histérica, antes del concierto se creó la expectativa de que ocurriría una reacción política de la que serían cómplices el autor y el público, tal como ocurrió en el concierto de Carlos Varela. Pero Pablo Milanés decidió el silencio y la verdad es que no se sintió la falta. La atmósfera que concibió para ese concierto de muchas maneras repudiaba la política. Hizo alguna que otra alusión a la desgracia de Cuba, que fue bien recibida por el público, pero una declaración directa se hubiera sentido como un acorde fuera de la armonía que creaba.
Apareció sin percusión, acompañado nada más de piano y cello, cantó sus clásicos que siempre repite con humildad, algunos temas nuevos que ya no llegan a la gloria de antaño, y cantó con una voz sorprendentemente conservada.
Puede dar la impresión, a los distraídos cubanólogos del mundo, que al permitir un concierto del trovador que últimamente critica la Revolución, el Estado favorece su imagen demócrata. Por tanto el concierto ha colaborado con el engaño. Ante eso diremos que la realidad es más compleja que una directriz política. Por mi parte, no sentí ese agravio, sino la superioridad del autor ante las instituciones, a quien no les ha quedado otro remedio que admitirlo y quienes estuvieron hasta el último momento aguantando la respiración por si acaso al ícono se le ocurría desafiarlos.
No lo hizo en ese momento. Pero sabemos que sus declaraciones han sido algo más que un reparo puntual (como son las de Silvio Rodríguez) y más bien desafían la esencia del régimen. Sabemos de su frustración real. También de su enfermedad, de la costumbre del silencio y su cansancio.