Conversación con un “marielito” que no guarda rencor porque lo hayan expulsado de su país, pero tampoco está dispuesto a borrar su pasado.
Eran los primeros días del mes de mayo de 1980 cuando llegó un policía a su casa de Centro Habana con la orden de que debía abandonar el país. Eloy Guzmán tenía entonces 29 años y no había pensado nunca en la emigración. En Cuba, a pesar de todo, era feliz.
Más de tres décadas después se asombra de que frente al malecón habanero exista un bar gay o de que los travestis caminen tranquilamente por las calles. “Para mí es increíble ver cómo ha cambiado todo”, dice en entrevista a este periodista, en su más reciente viaje a la isla desde Vermont, Estados Unidos, donde se estableció desde 2012.
Los años 80 del pasado siglo marcaron una época difícil para las minorías sexuales, cargados de represiones, miedos e intolerancia a lo diferente. Pero Guzmán había conseguido escapar de la presión familiar; tenía buen trabajo, muchos amigos y casa propia.
No fue detenido nunca, ni llegó a sufrir en los campos de trabajo llamados Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP), adonde fueron enviados, entre 1965 y 1968, numerosos homosexuales y otros sujetos considerados como antisociales bajo el supuesto de que su “desviación” podía corregirse mediante disciplina militar y trabajos productivos.
Tampoco sufrió las recogidas de gays que ya eran habituales. De hecho, su primer contacto con las fuerzas del orden fue ese día en que le entregaron la citación policial. Curiosamente, acababa de llegar de unas vacaciones en la playa y no estaba al tanto de que miles de personas habían pedido asilo en la Embajada del Perú, ni que recién comenzaba una de las mayores crisis migratorias del país. Menos aún podía imaginar que aquella sorpresiva visita estuviera relacionada con un fenómeno a mayor escala.
Por eso no salía de su asombro cuando el policía le decía: “Mira, todos los homosexuales pueden presentarse en las diferentes oficinas que hay. Allí te hacen tus papeles y en menos de 24 horas puedes irte en una lancha hasta Miami”.
De lo contrario, podría ir preso, como le dejó saber el oficial sin demasiados rodeos, minutos antes de que su amigo Manuel (Manolo) Sayoux, el costurero de la célebre cantante cubana Farah María, le confirmara por teléfono que no había sido un mal sueño. A Manolo le acababan de avisar sobre lo mismo.
Todo ocurrió tan rápido que todavía hoy, 36 años después, se pregunta cómo lo ficharon para ser una de las poco más de 125.000 personas que salieron de la isla en 1980 sin esperanzas de volver. Aunque, según Gerardo Gómez – el único de sus amigos que se quedó en Cuba- tanto la selección para las UMAP como la del Mariel tuvieron un elemento común: los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), la mayor organización de masas del pueblo cubano, cuyo fin principal era crear redes de vigilancia ciudadana en cada barrio para impedir o denunciar agresiones a la Revolución.
“Gerardo, increíblemente, aunque había estado nueve meses en la UMAP, no fue llamado para el Mariel porque no era tan afeminado como el resto de sus amigos y porque su tío había peleado en la guerrilla del Che”, refiere Guzmán.
Lo importante es que, en efecto, Manolo y él fueron juntos hasta una oficina en el barrio habanero de La Víbora y, cuando llegaron allí, les corroboraron que debían irse. “No, yo tengo que pensarlo”, insistió Guzmán. Pero fue en vano, porque rápidamente le llenaron unos papeles que servían de pasaporte.
Al día siguiente, a las once de la noche, se parapetó frente a su casa un oficial de la policía motorizada y gritó su nombre con un altoparlante. “Eso era para que saliera la gente a los balcones y empezara a gritarme. Por suerte, en mi cuadra la gente me quería bastante. Solo un niño gritó algo, mandado por su padre”, recuerda.
En menos de 48 horas, sin otra opción que dejarse llevar por la marea, el joven fue víctima del machismo nacional, acendrado en el modelo del hombre nuevo[ii] que debía construir una sociedad socialista, y del estigma que caería, cual castigo divino, sobre los protagonistas de aquel éxodo, quienes pasarían a la historia como “marielitos”.
Al salir, Guzmán se despidió para siempre de su tierra natal y todo lo que lo ataba a ella. No sospechó entonces que iba a poder regresar en 1995, con la triste misión de visitar a la madre de Manolo, quien había muerto de sida.
Un fragmento de historia a la deriva
El éxodo del Mariel es una página poco revisitada de la historia nacional y, al mismo tiempo, uno de los sexilios más reconocidos a nivel internacional. Desde Cuba aún no se puede acceder a datos sobre ese hecho particular en la única fuente de información pública del país, la estatal Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI).
Por esas razones, hasta la fecha las fuentes más fiables para mirar este capítulo invisible de la historia continúan siendo los testimonios de sujetos implicados en el objeto de investigación.
Particularmente, hablar del sexilio cubano del Mariel es algo difícil de contabilizar, sobre todo si se tiene en cuenta que mucha gente fingió ser homosexual como salvoconducto al exterior; tampoco se ha hecho pública ninguna cifra segregada por orientación sexual o identidad de género.
Sin dudas, lo más representativo del éxodo (sobre todo a nivel internacional) continúa siendo la novela autobiográfica Antes que anochezca (1992), del también marielito Reinaldo Arenas (1943-1990), reconocido como uno de los principales exponentes de la literatura queer en la narrativa latinoamericana. Pero esa obra, además de no haberse publicado nunca en Cuba, constituye una visión demasiado subjetiva y parcial de lo ocurrido.
Desde la producción teórica existen pocas investigaciones centradas en la diáspora homoerótica cubana de los años ochenta del siglo XX. Son los casos de Oye loca. From the Mariel Boatflit to Gay Cuban Miami (2013), de Susana Peña, y Queering Mariel, de Julio Capó Jr., publicadas por academias estadounidenses en la última década. Asimismo, pueden encontrarse algunas referencias al tema en otros textos como Gay cuban nation (2001), de Emilio Bejel, y Sexual Politics in Cuba: Machismo, Homosexuality and AIDS (1994), de Marvin Leiner.
Todas estas publicaciones señalan que el Mariel fue la oportunidad para sacar del juego a muchos sujetos indeseables para el proyecto socialista. Entre estos estaban, por supuesto, los homosexuales, a quienes se les identificaba como representantes de varios vicios arrastrados desde la etapa republicana y, por tanto, ajenos a esa idea del hombre nuevo que traía la Revolución Cubana de 1959.
Incluso pueden considerarse como antecedente directo del sexilio cubano las experiencias negativas de varios gays que fueron enviados a las UMAP en 1965. Además, después del cierre de esas unidades, ante un gran rechazo internacional, la discriminación en materia de sexo y género continuó de otras maneras. Sobresale la abiertamente homofóbica Declaración del Congreso de Educación y Cultura, en abril de 1971, que atribuyó a la homosexualidad “carácter de desviación, complejo problema y patología social”.
Ese punto de vista derivó en la llamada “parametración”, medidas punitivas contra aquellos sujetos que no cumplieran con los lineamientos aprobados en el congreso ya referido, que causó numerosos despidos o reasignaciones laborales, fundamentalmente, en el sector cultural.
Un año antes de la crisis migratoria se actualizó la ley de escándalo público de 1936, a la que se agregó el término “conducta antisocial” y un aumento de seis a nueve meses de penalización máxima por ese delito. En su investigación, la socióloga Susana Peña sostiene que, “aunque estas leyes no identificaban explícitamente a los homosexuales, numerosos reportes indican que antes del Mariel los gays más visibles eran frecuentemente arrestados y acusados bajo esta ley”.
Cristóbal (Cristobalina) Hernández, recuerda Guzmán, era uno de los gays más “fuertes” que viajó con él a Estados Unidos, y mientras estaba en Cuba pasaba más tiempo en la cárcel que en su casa, porque su imagen era demasiado transgresiva para la época. Afortunadamente, Cristobalina –uno de los pocos sobrevivientes de todo su grupo de amigos sexiliados- pudo reasignarse el sexo después en Miami y trabajar mucho tiempo como drag queen.
Guzmán, en cambio, solo se vio afectado en materia educacional porque, en medio de la parametración, su condición homosexual le impidió presentarse a las pruebas de actuación para la Escuela Nacional de Arte y, a su segunda opción, en la Universidad de la Habana, donde deseaba hacer una licenciatura en magisterio.
“Al principio lamenté salir de Cuba obligado, directa o indirectamente, pues muchos salieron porque allí no tenían vida. Pero lo que me duele es que todo lo que hice en este país no lo haya podido hacer en el mío por el simple hecho de ser gay”, afirma.
Por eso no resulta extraño que el Mariel se convirtiera en una gran vía de escape para la comunidad de lesbianas, gays, bi, trans e intersexuales (LGBTIQ) de aquella época, después de constante represión, encarcelamiento, restricciones laborales y desprestigio a nivel social.
“Nosotros salimos por el Mariel el 6 de mayo de 1980. Cuando llegamos allí, el agua no se veía, todo era barcos, yates…y lo que de veras me impresionó mucho fue ver llegar un autobús gris lleno de presos, en el momento en que estábamos en la fila y nos cogían el pasaporte.A ellos, todos flaquitos y rapados, los fueron intercalando con la fila de nosotros. Luego me enteré de que les habían dado a escoger entre estar presos o libres en Miami”, recuerda.
Tanto los sexiliados como el resto de los migrantes fueron calificados de “escorias”, término que aún permanece en la memoria colectiva del pueblo cubano, dándole una carga peyorativa al éxodo.
El lago y la memoria
A más de tres décadas, Eloy no ha olvidado su llegada a Cayo Hueso en un barco camaronero y cómo fue acogido por la familia de Manolo, en Miami, hasta que pudo rehacer su vida en Nueva York.
Está orgulloso de ser un “marielito” y de todo lo que ha logrado en los Estados Unidos. Actualmente vive en una paradisiaca zona de las afueras de Burlington, en Vermont, el Estado del político demócrata Bernie Sanders, y el primero donde se aprobó la unión civil entre personas del mismo sexo en 2000.
A veces, mirar el lago Champlain, que queda a las espaldas de su residencia, le recuerda el país que tuvo que dejar atrás. Pero “en Estados Unidos trabajé 25 años de maestro, fui dos veces a la universidad y conocí a David, mi pareja de hace 32 años, un ser maravilloso. Cuando siento rencor, pienso en todo esto y lo dejo pasar”, afirma.
Desde que vive en Vermont se ha adaptado al sirope de maple, al frío seco de las montañas y a dedicar siempre un tiempo a la meditación. Cuando el clima es favorable, suele sentarse en su terraza, con un vaso de té y su laptop, para escribir un libro sobre su experiencia, pues teme que se borre la historia del Mariel, “como una oración mal escrita en la pizarra”.
Escribe, además, para honrar la memoria de los 17 amigos que vinieron con él y no pudieron aguantar el cambio. “Debo agradecerle a la vida haber sido un sobreviviente, todos los demás ya están muertos. Por eso me corresponde hablar en nombre de ellos, porque eso no está en ninguna parte y nadie lo está hablando”, dice.
Considera que el valor de su libro está en el hecho de haber sido él uno de los más afortunados protagonistas de esos sucesos, porque no murió por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH), causante del sida, ni se volvió alcohólico o drogadicto. Fue el único que logró tener una pareja estable de todos sus amigos gays.
“Hay que entender que, después de tantos años de represión, la mayoría no tuvo fuerzas para salir adelante. De hecho, cuando yo me fui a la universidad, en 1983, era como un bicho raro, muchos de mis amigos dijeron ¡pero tú estás loco, ahora vamos a vivir la vida!”, refiere Guzmán.
Lamentablemente, a ellos el regocijo no les duró mucho, sobre todo por el auge que tomó en poco tiempo el llamado “cáncer gay”. El primero de sus amigos infectados con VIH murió en 1983 y, paulatinamente, fallecieron los demás. En 2004 enterró al último.
Además de encargarse de los funerales de buena parte de ellos y acompañarlos en los hospitales, guardó celosamente, junto a sus propios recuerdos, centenares de fotos, cartas y otros documentos que le legaron.
Todo eso es hoy material para su obra y lo guarda bajo llave en su biblioteca personal, cargada también de cuanta película, disco o libro cubano ha podido recopilar en todo ese tiempo vivido fuera de su tierra natal.
Del otro lado, no todo era color de rosa
La llegada de tantos migrantes en un corto periodo de tiempo causó no pocos dolores de cabeza al gobierno estadounidense, por todos los valores negativos que se les atribuía a los “marielitos”, en comparación con la emigración cubana precedente.
En esa etapa, las leyes estadounidenses excluían a inmigrantes gays, por lo que la llegada de un número importante de “marielitos” abiertamente homosexuales resultó un problema para el gobierno al que, por otro lado, le convenía el éxodo masivo de cubanos para mostrarlo como una prueba del fracaso del comunismo en medio de la Guerra Fría.
Mientras en Cuba era pertinente clasificar a los homosexuales para tener el pretexto de expulsarlos, en Estados Unidos tal identificación resultaba problemática para las autoridades; pues el Servicio de Inmigración y Naturalización (INS) prohibía, desde la pasada década del cincuenta, la entrada de quienes fueran identificados como gays a ese país. Pero tuvieron que hacer una excepción con los cubanos.
No es hasta septiembre de 1980, casi al final del éxodo, explica Peña, que el INS rectifica su política de exclusión y, por tanto, se puede deducir “que sintió la necesidad de aclarar sus mecanismos para lidiar con el repentino flujo migratorio y el incremento del interés mediático sobre los migrantes homosexuales cubanos”.
Además, por esa fecha se estaban debilitando los mecanismos de identificación del INS –refiere la investigación Entry denied: Controlling sexuality in the border, de Eithne Luibhéid-, luego de que la Asociación americana de Psiquiatría, en 1973, dejó de considerar la homosexualidad como un trastorno mental, aunque no es hasta cinco años más tarde que el Jefe del Servicio General de Sanidad de Estados Unidos pide que se detenga ese proceder.
No hay evidencia de que los oficiales estadounidenses -formalmente- identificaran, enumeraran o procesaran de manera diferente a sujetos no heteronormativos en esa población. Aunque sí está claro, apunta Peña, que “esa emigración estigmatizada en términos políticos y sexuales, también lo fue en lo racial”.
Una de las estrategias de segregación gubernamentales fue evaluar mediante las instituciones penitenciarias a quienes tenían algún antecedente penal en Cuba. En este grupo, obviamente, se incluía a homosexuales, ya que en la isla caribeña sí era criminalizado.
Como la opinión pública estadounidense también se cargó de percepciones negativas hacia los “marielitos”, se dificultó la inserción social de estos. En particular, para quienes fueron enviados a campos de reasentamiento por no tener algún responsable o familiar en los Estados Unidos.
A lo interno de estos sitios, los sexiliados se autosegregaron, lo que facilitó la cobertura de prensa sobre este grupo, pero entorpeció su inclusión, sobre todo a transgéneros y gays más visibles. Además, manifiesta la socióloga que “desde las autoridades gubernamentales había un alto grado de atención hacia la población homosexual, a pesar de las negaciones oficiales”.
Según Peña, en un artículo del Washington Post publicado en julio de 1980 se decía que eran alrededor de 20.000 los homosexuales que estaban esperando ser ubicados en alguna parte.
Inmediatamente, la Cuban Haitian Task Force (CHTF) y el INS, que eran los principales encargados de este proceso, se apresuraron a desmentir tal cifra, alegando que era muy inferior. Además, refutaron que se hubiera hecho algún tipo de identificación a personas gays.
Todas estas contradicciones hacen que también desde Estados Unidos sea imposible llegar a un número preciso de gays y lesbianas entre los “marielitos”. De hecho, los estimados que se han podido obtener se refieren, fundamentalmente, a quienes estaban en los campos de reasentamiento.
Como Guzmán no estuvo en ninguno de esos campos, su percepción de esa comunidad LGBTI se limita básicamente a la ciudad de Nueva York. Para él, “la gran manzana era casi un CDR. Reinaldo Arenas vivía a tres cuadras de su apartamento en el East Village y asegura que el centro de reunión de los sexiliados cubanos era en la 52 y 9na Ave, en Manhattan, detrás de los teatros de Broadway”.
A pesar del racismo y la xenofobia, en la llamada capital del mundo sintieron mucha libertad y fueron protagonistas de un momento de bastante lucha de las minorías sexuales. Lamentablemente, esa es una historia contada aún desde una perspectiva blanca, elitista, que pudiera revertirse de existir más información.
Como reconoce Susana Peña, esa imposibilidad de cuantificar “facilitó el silencio sobre este asunto en los medios. Al prestar atención a los fallos cuantitativos, las autoridades federales ayudaron a mantener velada y llena de incertidumbre la potencialmente explosiva historia gay del Mariel”.
Sin embargo es indudable, refiere el historiador Julio Capó Jr., que ese éxodo fue crucial para los derechos de la comunidad LGBTI en Estados Unidos, ya que “no solo provocó cambios al sur de la Florida, sino también cimentó un nuevo y politizado movimiento gay a través del país”.
Recordar para que no se repita el pasado
Después de cuatro años sin venir a Cuba, en abril de 2016, Guzmán aprovechó la visita familiar para volver los pasos hacia su historia antes del éxodo. Fue hasta el Mariel solo para cerciorarse de que allí no había el menor indicio de todo lo ocurrido.
También volvió a su natal Artemisa, donde todavía vive uno de sus hermanos en la finca que era de su familia, y muy cerca está la casa de su prima Gloria Guzmán, que era su pariente más allegada.
Junto a Gloria recordó cuando le quisieron poner una vacuna para “volverlo hombre”, las consultas con un psicólogo y la golpiza que le dio un día su hermano mayor, detonante de su mudanza a La Habana con solo 19 años, donde lo alojó una tía suya.
También visitó de pasada la casa de Maloja, en Centro Habana. Allí vive ahora su hermano menor y le quedan dos amigos en el barrio. Pero ya no reconoce su calle. Su mayor sorpresa del viaje, no obstante, fue el reencuentro con Gerardo Gómez, quien lo llevó hasta un bar gay que está frente al malecón.
“Para mí es increíble ver cómo ha cambiado todo, por ejemplo, ver a los travestis en la calle, que eso era impensable en mis tiempos. Es más, no se podía ni soñar hasta que salí, si mis amigos estuvieran vivos y vieran lo que está pasando, ¿qué dirían?
“Soy una persona muy optimista, pienso en el futuro y en las generaciones nuevas que no tendrán que pasar lo que pasamos nosotros, si se educan bien. Van a vivir mejor, para mí eso es muy importante”, concluye.
Mas eso, piensa Guzmán, solo será posible mientras la desmemoria no devore su historia, como hizo ya con la bahía del Mariel, convertida ahora en una importante zona económica, donde los nuevos aires que soplan eclipsan el triste pasado.