Un amigo europeo me pregunta cómo está Cuba. Es un tipo de clase media, buena onda, a quien le gusta estar informado. En su momento visitó la isla, leyó a los escritores cubanos, vio las películas que se coproducían con España. Fanático del Buena Vista Social Club. Es muy difícil hablar de Cuba sin parecer un telenovelero o un exagerado. Hay que poner ejemplos concretos para que la gente se haga una idea. Así que recurro a lo anecdótico y le hago el cuento de mi amiga Maritza.
Maritza tiene unos 60 años. Es una mujer que dejó a un lado sus sueños personales y entregó su vida, su cuerpo, al llamado de la Revolución. Maritza trabaja en una escuela y gana 3.000 pesos cubanos. El cambio oficial es de 24 pesos por dólar, pero la realidad es que nadie te da un dólar a no ser que pagues unos 110 pesos. Es decir, Maritza viene ganando unos 30 dólares al mes. “Esto en Cuba es normal, no es nada nuevo”, me aclara mi amigo europeo.
Y es verdad. La diferencia es que ahora, más de un año después de la reestructuración económica que eliminó el peso cubano convertible, la vida cotidiana se ha complicado terriblemente. El peso convertible era una moneda cooficial que permitía a los cubanos comprar bienes en efectivo. Tras la reforma, las tiendas pasaron a aceptar únicamente euros o dólares previamente insertados en tarjetas magnéticas desde el extranjero. El peso cubano de siempre, el que recibe Maritza por su trabajo en el colegio, es prácticamente inservible. En el mercado negro, un litro de aceite puede costar más de 600 pesos y una libra de leche en polvo, 500. Para colmo de males, todo este enredo se puso en práctica en medio de una pandemia. ¿Cómo hace Maritza para sobrevivir?
Pensemos en positivo e imaginemos que esta profesora tiene unos dólares en su tarjeta. Maritza trabaja de ocho de la mañana a cinco de la tarde. Las tiendas en Cuba suelen tener filas de hasta seis horas. Imaginemos que Maritza se levanta a las tres de la mañana para agarrar turno. Imaginemos que tiene suerte y agarra un pedacito de pollo. Lunes come. ¿Pero y al otro día?
En el barrio la gente bromea y se dice que todo esto lo propicia la revolución para así mantener a la gente entretenida. Si estás tratando de sobrevivir, no tienes tiempo de pensar en tus derechos. Mi amigo europeo se va achicando en su silla.
Entonces le empiezo a hablar de Laura, amiga de Maritza, con la que juega a la canasta los domingos. También de 60 años, pero madre de dos hijas. Una de las hijas de Laura está tratando de llegar ilegalmente a Estados Unidos. Ha tenido que cruzar una selva, varios países y el río Bravo. La han mandado de vuelta varias veces, pero no desiste. Sabe que quedarse en la isla es la muerte. La muerte real, o la muerte espiritual, que puede ser peor.
De tanto hacer el trayecto, la chica ha visto historias de horror y misterio. Ha visto cubanos como ella, pero de 80 años o sin una pierna, tratando de llegar al otro lado. La joven ha tenido que ver como el río arrastra a una familia entera: niño pequeño, madre, abuela… todos llevados por el río. Tres generaciones de cubanos.
La segunda hija de Laura salió el 11 de julio a pedir libertad, como el resto del pueblo. En un primer momento, no tuvo problemas. A los pocos días, la policía política fue a su casa a buscarla porque la vieron en uno de los videos. Hoy está presa con una condena de 12 años. En este momento mi amigo europeo me dice que las cosas no pueden ser “tan” así… No quiere escuchar más. Me deja solo.
Me falta hablarle sobre el nuevo código penal que han aprobado en la isla este mayo. De cómo por el simple hecho de criticar, hacer una broma o escribir en una revista independiente te pueden procesar por atentar contra la seguridad del Estado. Me falta hablarle de cómo en La Habana no paran de construir hoteles de lujo mientras la ciudad se cae a pedazos sobre los habaneros. Habaneros que, según él, son “los más alegres del mundo”.
Pienso en Laura, en Maritza, que están envejeciendo a solas, con temor a enfermarse y caer en un hospital que no tiene ni condiciones higiénicas, ni médicos, ni medicinas. Pienso en estas dos mujeres que entregaron sus vidas a la Revolución y ahora se han quedado desamparadas. Pero ya mi amigo europeo está lejos. Algo me dice que no le interesa profundizar en el tema. Nadie quiere saber realmente cómo está Cuba.
Me levanto y me voy a casa. Mañana tengo trabajo y no puedo quedar mal. Quiero hacerme de un dinero para mandárselo a mi madre.
Carlos Lechuga es escritor, director de cine cubano y autor del libro de crónicas En brazos de la mujer casada.