Por María Victoria Carrera Fernández
El sistema educativo formal en el que los niños, niñas y adolescentes pasan una significativa parte de sus vidas es a su vez un agente de socialización y un espacio de relaciones.
La escuela como tecnología de género
Por una parte, la escuela es una tecnología de género. Es decir, a través del currículum explícito, y especialmente del currículum oculto, contribuye a la transmisión de roles diferenciales de género para las niñas y los niños, legitimando la normalización de identidades de género binarias, opuestas, jerárquicas y complementariamente heterosexuales (cis-heteronorma).
La escuela reconoce en exclusiva la existencia de dos géneros, naturalizando que el sexo asignado es congruente con la identidad de género (a lo que hace referencia el prefijo “cis”, que significa “del lado de”) y que la única orientación sexual legítima es la heterosexual. Y lo hace asumiendo implícitamente la inferioridad de las mujeres y de todas las personas que subvierten la rigidez de los estereotipos de género y la obligatoriedad de la heterosexualidad.
De esta forma, se fomentan actitudes sexistas –constituyendo las mujeres, como ya señaló Simone de Beauvoir, “el segundo sexo”– y actitudes homófobas. Estas no suponen sólo el rechazo, el miedo y la aversión hacia las personas homosexuales. También, de forma más amplia, engloban actitudes negativas hacia la diversidad sexual, incluyendo a los colectivos LGBTI y a aquellas personas que son percibidas como tales.
Al igual que la escuela, otros agentes de socialización como la familia o los medios de comunicación, incluyendo internet y las TIC, contribuyen a esta socialización cis-heteronormativa.
La escuela como espacio interrelacional
Por otra parte, la escuela es también un espacio de relaciones donde el alumnado pone en marcha toda una serie de discursos y prácticas discriminatorias, alimentadas por los estereotipos y prejuicios aprendidos. Estos discursos y comportamientos violentos entre iguales tienen lugar en las escuelas, así como en otros espacios socioeducativos y de ocio. En ocasiones son identificados como situaciones de bullying o ciberbullying o simplemente normalizados como juegos o bromas que forman parte de las dinámicas del día a día en las aulas.
En este sentido, son numerosas las evidencias que ponen de relieve el carácter generalizado y no excepcional de la discriminación y violencia hacia el alumnado LGBTI o que es percibido como tal. Así, estudios realizados en España y en Portugal señalan que el alumnado LGBTI o percibido como tal sufre más significativamente situaciones de bullying y de ciberbullying. Algunos trabajos han identificado que alrededor del 50 % de este alumnado lo sufre de forma sistemática.
Estos datos son generalizables a nivel internacional, tal y como se ha comprobado en numerosas investigaciones empíricas a nivel europeo, latinoamericano o norteamericano; así como en investigaciones de revisión sistemática de la literatura.
Igualmente, los trabajos subrayan que el colectivo de personas trans o de género diverso, es decir, cuya identidad o expresión de género no es congruente con el sexo asignado, es el que sufre significativamente más discriminación. Las mujeres trans y los hombres de género diverso son en este caso las personas más vulnerables. Entre las prácticas de bullying más habituales destaca la violencia verbal a través de insultos, chistes, burlas o hablar mal de estas personas a sus espaldas.
A pesar de estas situaciones de abuso generalizadas, el análisis tradicional del fenómeno del bullying se ha realizado mayoritariamente desde una perspectiva psicológica e individualizada. Se ha obviado la influencia de variables de carácter social relativas al prejuicio y, en concreto, a las creencias socialmente compartidas sobre las identidades y orientaciones sexuales que se consideran normales y legítimas frente a las que se consideran anormales o ilegítimas.
Estas variables ponen de relieve que el bullying, así como otros comportamientos de maltrato que no son considerados como tales a pesar de su naturaleza abusiva, funcionan como mecanismos colectivos de regulación de la identidad. De esta forma, los comportamientos de bullying podrían considerarse como prácticas de control cis-heteronormativo consistentes en marcar la diferencia entre el yo/nosotros normativo y los otros no normativos, que son castigados.
Trasciende así el carácter consciente, individual y deliberado de dañar con el que tradicionalmente se define la violencia, tal y como se pone de manifiesto en numerosos trabajos, incluyendo algunos llevados a cabo por nuestro grupo de investigación.
Los prejuicios aprendidos y su influencia
En esta línea, según un informe del COGAM de 2019, la presencia de chistes homofóbicos o cuestionamientos a la diversidad sexual en medios de comunicación sitúan al colectivo LGBTI en una posición simbólicamente inferior. Esto es percibido por el alumnado y desencadena situaciones de discriminación y violencia hacia sus iguales sexualmente diversos. Los prejuicios interseccionan con otros relativos a las identidades no normativas tales como el etnocentrismo, el clasismo o el capacitismo.
En el mismo sentido, las investigaciones de nuestro grupo de investigación han comprobado que el alumnado más sexista, con actitudes más negativas hacia las orientaciones sexuales no normativas y hacia las personas trans y de género diverso es el que más ejerce el bullying, así como la victimización secundaria de las víctimas de bullying.
Estas experiencias de discriminación y violencia tienen consecuencias devastadoras para el colectivo LGBTI y las personas de género diverso. Provocan situaciones de homofobia y transfobia internalizada, así como ideas suicidas e intentos de suicidio. Por ello, es necesaria y urgente una práctica educativa transformadora en la que el bullying sea comprendido y prevenido atendiendo a sus causas subyacentes, entre las que destacan los prejuicios aprendidos en el proceso de socialización.
Para ello, proponemos una pedagogía queer que cuestione lo que tradicionalmente ha sido considerado como normal. Esta pedagogía deconstruiría el carácter natural de la identidad y la orientación sexual y rompería el binomio normal-anormal. Igualmente, analizaría de forma interseccional la violencia, atendiendo a los condicionantes sociales que subyacen a la misma.